El primer centenario y la búsqueda del paraíso perdido
25/05/2010
- Opinión
El Bicentenario ha motivado en el último tiempo la publicación en diferentes medios de notas de todo tipo: algunas referidas a los personajes directamente ligados a la propia Revolución de Mayo, cuyo pensamiento político y participación en aquellas jornadas históricas siempre vale la pena recordar; otras han emprendido la tarea de elegir las figuras más destacadas de estos 200 años, donde desde San Martín hasta Maradona la pelea por el primer lugar en el ranking de preferencias incluye a los más variados personajes. Finalmente, aparecen también opiniones que no resisten la tentación de comparar ambos centenarios con el objetivo de emitir “balances”.
Uno de estos casos es el de Roberto Cachanosky, quien en una nota reciente titulada “¿El mejor gobierno de la historia Argentina?” (La Nación, 14 de mayo) compara la situación actual del país con diferentes etapas anteriores, entre ellas el primer centenario, para criticar las declaraciones de Kirchner cuando días atrás sostuvo que el gobierno de su esposa era el mejor de la historia argentina. A fin de resaltar el mayor progreso de las primeras décadas del siglo XX sobre la actual, destaca la gran cantidad de inmigrantes que llegaron al país entre 1901 y 1910: “francamente, no se percibe que hoy, bajo el gobierno del matrimonio (sic), tengamos una inmigración de esa envergadura. Más bien nuestros hijos se plantean en qué país, que no sea éste, pueden tener un futuro mejor”, afirma con cierta nostalgia. “Por más que quiera descalificarse a la generación del ’80- continúa- lo cierto es que transformó a la Argentina de un desierto en uno de los países más prósperos del mundo en muchos años”. Y concluye que “no se observa hoy en día el aluvión de inversiones que atraía nuestra patria a fines del siglo XIX y principios del XX”.
Resultaría imposible reconocer en estos argumentos la aplicación de una adecuada metodología histórica, de respeto a los diferentes contextos y procura por análisis pluricausales y situados, pese a los intentos del autor por respaldar sus conclusiones con datos numéricos. Aún así, ensayemos algunas réplicas.
En primer lugar, los inmigrantes que llegaban a la Argentina y que Cachanosky toma como parámetro de progreso, en general representaban mano de obra poco calificada que la “próspera” Argentina del primer centenario condenaba a vivir en condiciones de hacinamiento extremas. Se trataba, en mayor medida, de obreros de países pobres de Europa, que principalmente se establecían en Buenos Aires por ser una ciudad que demandaba mano de obra barata para la economía exportadora, algunos servicios y transportes. Al mismo tiempo, eran sometidos a pautas de trabajo realmente penosas, con jornadas laborales interminables, muy mal pagas y sin ningún tipo de higiene que evitara la propagación de enfermedades.
Tal vez para Cachanosky sea un dato menor, pero lo cierto es que durante el primer centenario tampoco existían libertades políticas, y mucho menos derechos a manifestar reclamos por mejoras en las condiciones de trabajo. El fraude electoral sistemático y la imposibilidad de participación política tenían un correlato legal en la sanción de la Ley de Residencia (1902) y la Ley de Defensa Social (1910) donde básicamente el Estado se atribuía el derecho de encarcelar o expulsar del país a todo aquel que pensara distinto o a lo sumo reivindicara un aumento en su salario. En consecuencia, la falta de libertad de expresión, persecución y, en muchos casos, confinamiento al lejano presidio de Ushuaia eran la única vinculación posible frente a un Estado intolerante y autoritario, donde los asesinatos de trabajadores por las represiones en las huelgas o manifestaciones obreras casi formaban parte de la crónica diaria.
Los gobiernos de la época, conservadores en lo político y liberales en lo económico, tenían como única preocupación obtener la mayor cantidad de ganancias de las importaciones y las exportaciones. Desde la lana a la carne, el foco estaba puesto en garantizar los beneficios de la elite que manejaba esos negocios y a los que la dirigencia política representaba. Los conflictos laborales que se suscitaban como consecuencia de su total desapego por la cuestión social eran vistos en su mayor parte como episodios fomentados por extranjeros con ideologías importadas que atentaban contra el país, el mismo argumento que luego retomará la última dictadura como justificación del terrorismo de Estado.
Por otro lado, la idea de que la generación del ’80 transformó la Argentina de un desierto a un país pujante resulta, cuanto menos, irrespetuosa respecto de los pueblos originarios que ocupaban estas tierras y que fueron exterminados durante décadas. En las versiones de la historiografía liberal, el tema de la frontera indígena fue tratado como un problema exclusivamente bélico, donde la frontera aparecía como un espacio vacío sometido a la conquista militar y a la ocupación para su explotación económica. Así fue que se consolidó durante años la idea de un desierto ocupado por tribus dedicadas a la caza, el pastoreo y, básicamente, el pillaje. Afortunadamente en las últimas décadas esta tendencia se revirtió, situación que cobra especial fuerza en la actualidad donde asistimos a un intento de reparación histórica con los pueblos originarios acompañando sus reclamos. Nunca en 200 años los pueblos indígenas habían llegado con tanta pasividad hasta el centro del poder político de Argentina. Desconocerlos supone reproducir la idea de la “Argentina blanca” que aún hoy sigue vigente para muchos, pese a que en el 2005 una investigación del Conicet realizada en hospitales públicos determinó que el 56% de los argentinos tiene un pasado aborigen, presentando así una realidad muy distinta a la de los manuales de historia.
Una idea fija
Ahora bien, ¿por qué detenerse entonces en analizar una nota de argumentos tan pobres? Porque desde nuestro punto de vista, representa de manera contundente el pensamiento neoliberal muy extendido en parte de la intelectualidad argentina, donde en forma permanente se busca un pasado “glorioso” y “pujante” del país para contrastar con este presente de “decadencia, atraso y aislamiento”. Esto, como ya dijimos, se torna más evidente por estas fechas donde los balances que se hacen buscan rastros de gloria perdida y se pretende encontrar “el” origen de la decadencia argentina, que casi siempre encuentra en el peronismo un denominador común. No por casualidad se lo presenta como el comienzo de todos los males: la orientación mercado-internista y el impulso a la sustitución de importaciones que caracterizaron al primer peronismo en lo económico, y el apoyo a la clase obrera como actor político de peso, fueron irreconciliables con una tendencia anterior que subsiste y ni aún hoy parece haber quedado atrás.
En efecto, esta idea neoliberal del pasado glorioso preperonista es la que hoy subyace cuando se criminaliza la protesta social, se agitan los fantasmas de la censura y se asocia el clientelismo a una práctica exclusiva de un gobierno peronista dirigida a sectores populares. Para los románticos del primer centenario la historia quedó congelada en la generación del ’80.
Las preguntas que debemos hacernos entonces son varias: ¿existió alguna vez ese pasado tan próspero? ¿Se podía acompañar el crecimiento industrial de los países desarrollados y competir en el mercado mundial en condiciones de igualdad siendo el granero del mundo? Considerando lo expuesto hasta aquí, y entendiendo a la economía como complementaria de la cuestión social ¿hasta cuándo se va a insistir con esta idea de que fuimos una potencia? Evidentemente, la Argentina del Centenario era un país para pocos. Si de comparar se trata, la realidad que nos toca vivir hoy es muy distinta, y llevamos años de democracia donde entre otras cosas hay libertad de expresión con posibilidad de manifestar reclamos ante un Estado que, pese a los intentos de vaciamiento de los últimos años, ha ido recuperando su necesaria participación como garante de los derechos de todos.
Todas las etapas de nuestra historia han tenido sus dificultades, limitaciones y promesas incumplidas. En este Bicentenario, aprender de los errores y superar nuestras limitaciones quizás sea más útil que intentar recuperar un pasado glorioso que nunca existió.
- Arturo Trinelli es Licenciado en Ciencia Política (UBA)
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