El triste (in)Maduro político

10/04/2017
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El triunfo de Lenín Moreno en la segunda vuelta electoral ecuatoriana del pasado domingo trae apenas un ligero alivio en el agobiante contexto sudamericano y mundial. No deja por ello de reflejar un ascenso de la derecha más recalcitrante que va reconquistando hegemonía prácticamente en el mundo entero, salvo muy acotadas excepciones, no exentas de complejidad y amenazas. Desde el año 2006, no se realizaba allí un ballotage cuando Rafael Correa derrotó a Noboa con el 56,7% de los votos, ya que en 2009 el mismo Correa obtuvo un 52% en primera vuelta, para llegar por el mismo camino en 2013 al 57,17%. No sólo en este caso reflejó la imposibilidad de haber alcanzado en febrero el umbral del 40% (y una diferencia de más del 10% sobre la segunda minoría) para evitar el ballotage, sino que muestra tanto una caída de 18 puntos respecto a la elección de 4 años atrás, como el acortamiento de la distancia de sus adversarios tanto en primera como en segunda vuelta. Inversamente, Maduro, pudo conservar en su única elección presidencial el caudal electoral chavista para malversarlo inmediatamente después.

 

Se reproduce en Ecuador, cualitativamente, la morfología de una nueva derecha ascendente que renovó y diversificó su arsenal de combate incluyendo todas las esferas posibles, institucionales y golpistas, comunicacionales y publicitarias, incluyendo hasta la propia movilización callejera. Inclusive buena parte de los perfiles de los liderazgos unificadores de la derecha van dibujando similitudes. La construcción mediática del multimillonario banquero Lasso, derrotado por sólo 4 puntos, no se diferencia mayormente, por caso, de la de Macri o Piñera, para no mencionar al propio Novick en Uruguay. El rumbo que adopte la autodenominada (pomposamente en mi opinión) “Revolución Ciudadana” contiene varias incertidumbres motivadas por un lado en la inexistencia de tradición política de la fuerza gobernante, creada ad-hoc desde el propio poder. Pero por otro, por la dependencia del mercado mundial para un modelo económico aún dolarizado y consecuentemente sin autonomía monetaria, con fuertes rasgos rentístico-extractivistas con fuerte presión recesiva internacional. El clima y contexto de época exige mucho más agudeza, creatividad y prolijidad institucional a los progresismos e izquierdas, que las que le planteó el pasado reciente.

 

Precisamente aquella de la que carece el chavismo en Venezuela, que pareciera hoy empeñado en deconstruir (sin horizonte superador alguno) los inmensos logros redistributivos y democratizadores de su propia trayectoria en el poder. Más allá de la -también absurdamente pomposa- autodefinición de “Socialismo del Siglo XXI”, Venezuela logró una exitosa regulación de un capitalismo de sesgo keynesiano en virtud de la oportuna nacionalización de la renta petrolera. De este modo, logró un crecimiento geométrico de la infraestructura educativa con consecuencias populares integradoras e igualadoras. Otro tanto hizo con el sistema sanitario, inmediatamente reflejado en los indicadores epidemiológicos y en los índices de salud de la población. Consiguió además reducir significativamente el déficit habitacional y la precarización laboral y previsional, incrementando el mercado interno con drástica caída de la pobreza y la indigencia. Sin duda una de las causas de la desaceleración y hasta reversión de estas conquistas se debe a la estrepitosa caída del precio del barril de petróleo desde casi 120 dólares hasta 29, aunque ahora parece más estabilizado en torno a 40, es decir la tercera parte de su apogeo. Pero no es exclusiva, ya que además de haber carecido de alternativas al descenso de su prácticamente única fuente de divisas (hoy el petróleo ronda el 96% de las exportaciones frente a un 76% en el año 1999, en el nacimiento del chavismo) resultó impotente para detener la expansión del mercado negro, la corrupción (no exclusivamente de figuras del poder) y la hiperinflación. Hace un año que no voy a Venezuela, pero en 2016 la carencia de los más elementales medicamentos, alimentos, e insumos de consumo popular resultaban alarmantes, aunque buena parte de ellos eran asequibles en el mercado informal, del que no se priva prácticamente nadie porque resulta el cuasi único medio de acceso. Contrasta además con la suntuosa y variada disponibilidad de mercancías para las oligarquías, burguesías y hasta clases medias altas. Todos mis amigos venezolanos confirman desde allí el empeoramiento de la realidad que viví allí. Lejos de minusvalorar los logros pasados y las intenciones actuales de la “revolución bolivariana”, intento subrayar que no deja de ser un proceso reformista y gradualista de las relaciones capitalistas de producción con preocupantes síntomas actuales de desquicio y descontrol.

 

Pero la principal reforma que logró el chavismo, además de su excepcional política exterior antimperialista e integracionista, es el avance de la democratización institucionalizada. No sólo por haber realizado 15 elecciones desde la victoria de Chávez en 1998 sino por la verdadera proeza de conseguir con un sistema electoral no obligatorio (al igual que el estadounidense) que llegue a participar en las varias elecciones cerca del 80% de la ciudadanía, cifra que duplica la media tradicional estadounidense, además de superar a todas las otras experiencias internacionales. A ello hay que agregar, que desde la reforma constitucional, es el único sistema electoral que prevé el instituto del referéndum revocatorio. El propio Chávez participó de 13 elecciones en casi igual cantidad de años ganando en la gran mayoría de los casos, pero cuando fue derrotado como en el plebiscito por la reforma constitucional, reconoció inmediatamente el resultado. Aún siendo acusado de autoritarismo, pudo serlo porque la derecha tuvo oportunidad de hacerlo libremente en sus propios medios y en las campañas políticas electorales, sin censura alguna y sin impedimento o restricción del derecho de reunión o asociación. Desde el punto de vista de su sistema electoral, el venezolano es el que ha alcanzado el mayor nivel de democraticidad, dentro de los ceñidos confines del Estado burgués, no sólo en el continente sino a nivel mundial, a pesar del reeleccionismo indefinido.

 

Justamente esta conquista histórica, está siendo dinamitada por el propio presidente Maduro y su partido (el PSUV, creado por Chávez también desde el poder) en una sumatoria de errores, torpezas y bravuconadas, que sólo contribuyen a profundizar una inmensa crisis e inevitable derrota. Las experiencias históricas de intentos, ya sean graduales o radicales de transformación política, económica y social, si no cuentan con concepciones y prácticas antiburocráticas y sobre todo de control de la corrupción, terminan acorazando a sus direcciones en una suerte de autodefensa corporativa, entendiendo luego cualquier crítica, o investigación de corrupción, como un fortalecimiento del enemigo o una posible capitulación. No debe haber imágenes más tristes que las que el mundo recibió el jueves pasado cuando la gendarmería de Macri reprimía a huelguistas argentinos con gases y carros y el mismo día hacían lo propio las fuerzas de seguridad caraqueñas contra una manifestación opositora.

 

Hasta que las izquierdas no se despojen de la concepción y las prácticas de indistinción entre los intereses partidarios y de usufructo del poder (cualquiera sea éste) y el poder e intereses populares, será imposible contener la restauración derechista. No es éste un problema de las nuevas izquierdas, sino que, inversamente, es una herencia acríticamente naturalizada de concepciones pretendidamente revolucionarias del pasado. No resulta baladí recordar que luego de las elecciones a la Asamblea Constituyente Rusa de 1917, ésta fue disuelta por los bolcheviques, luego de que se consumara la victoria de los llamados “eseristas” del Partido Socialista Revolucionario.

 

Como sostuve en un artículo publicado en el Semanario Brecha a fines de 2015, la lucha de clases con su habitual violencia, pasaba a verse atravesada y directamente representada por la lucha entre los poderes del Estado. La violencia política, requiere de concepciones morales que la controlen y de institutos que la contengan y permitan distribuirla atenuadamente en la ciudadanía. A ella se suma la injerencia y aportación que hacen los intereses externos como los que representa el renegado Almagro (adjetivo que lo describe mejor que a Kautsky, como lo popularizó Lenin) apoltronado en su sillón de la OEA. La apelación a la carta democrática es un forzamiento más de las tantas interpretaciones burocráticas con las que se está dirimiendo la disputa por el poder a espaldas del pueblo. Tanto las chicanas y obstaculizaciones burocráticas y formales para llamar al plebiscito revocatorio como la cesación de la asamblea unicameral, su poder legislativo, son sólo inmensos errores y manotazos desesperados en el contexto de los sucesivos retrocesos en la disputa por el poder en el ámbito institucional. Lamentablemente sólo posponen la derrota final, al costo de un inmenso desprestigio no sólo para sí, sino también para todas las izquierdas y progresismos.

 

Sólo la ciudadanía venezolana puede superar esta angustiosa crisis. Si la representación de la voluntad popular es sólo declamada, bloqueando con argucias formalistas su regular demostración práctica en consulta, la brecha con los supuestos representados ya ni siquiera será un abismo.

 

Devendrá barricada.

 

Emilio Cafassi

Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires

cafassi@sociales.uba.ar

 

 

 

 

https://www.alainet.org/es/articulo/184699
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