Rompiendo el silencio
25/08/1998
- Opinión
En la escuela aprendí, desde mis primeros años, que la historia de mi país se dividía en tres períodos
principales: Conquista, Colonia, y República. Después, cuando fui adquiriendo cierta sensibilidad
social, me di cuenta que esa periodización era más que tendenciosa, pues dejaba "fuera" a toda
aquella historia que precedía a la Conquista, la que por definición se convertía en "pre historia".
Dicha periodización era sin embargo concordante con la realidad en que vivía, dominada casi cien
por ciento, tanto en sus versiones de "izquierda" como de "derecha", por el principio de la
modernización, que no era sino un eufemismo del concepto, mucho más bárbaro (valga la
paradoja) de "civilización". En efecto: prácticamente toda la historia de Chile durante los siglo XlX
y gran parte del XX está dominada por la dicotomía "Civilización o Barbarie" que impuso su
hegemonía intelectual en casi toda América Latina de acuerdo al libro del mismo nombre escrito
por el destacado intelectual argentino Domingo Faustino Sarmiento. Aquello que discutían las
élites, no era acerca de la validez del principio civilizatorio, o modernizador "en sí", sino acerca de
los medios como debía ser realizado ese principio: o a través del desarrollo, o de la
industrialización, o de la revolución; y hoy se agrega: o a través de la neoliberalización.
En ese contexto, todo lo que no se ajustaba al proyecto de modernización, quedaba fuera de la
historia de Chile. Por esa razón, los primeros habitantes del país, los tan mal llamados "indios",
eran considerados comúnmente restos prehistóricos que nada o muy poco tenían que ver con el
presente, y mucho menos con el futuro. El dictador Pinochet, que es también un geopolítico,
decidió solucionar semánticamente el problema en un discurso donde enfatizó: "En Chile no hay
indios. Hay sólo chilenos". A través de esa afirmación, llevaba hasta sus últimas consecuencias la
idea que subyacía en la periodización oficial de la historia de Chile y que apuntaba,
ideológicamente, a negar los propios orígenes del país.
El peligro de las periodizaciones históricas, y esto vale no sólo para Chile, es que comúnmente
dejan fuera de ellas a todo lo que no cabe, o no es compatible, con los objetivos hacia donde,
ideologicamente, apunta. Toda periodización es excluyente, y ninguna es objetiva, y ello es así,
porque inevitablemente las periodizaciones son realizadas por historiadores, personajes que, como
cada uno de nosotros, están sometidos a las presiones que ejercen corrientes ideológicas, morales y
políticas.
Antes y después de la dictadura
Con el correr del tiempo, ha ido, sin embargo, cobrando relieve otro tipo de periodización en
nuestra historia, que si bien no es oficial, comienza a ser la más recurrente en los textos escritos y
orales, y esta sería: antes de la dictadura, durante la dictadura, después de la dictadura. De acuerdo
a esa periodización, la sangrienta dictadura de Pinochet, habría impuesto un reordenamiento en la
lógica periodizante, hasta el punto que ha llegado a ocupar el lugar central en ella. Esa
periodización es por lo demás, muy lógica. Suele ocurrir también con nuestras historias personales,
cuando en su curso acontece un hecho decisivo, o traumático, y tendemos a ver el pasado de
acuerdo a las líneas demarcatorias que ese hecho nos impone. Pienso incluso, que durante mucho
tiempo, seguiremos los chilenos, inevitablemente, guiándonos a través de esa periodización. Es que
las periodizaciones no se eligen; son, muchas veces, impuestas por la propia realidad en que
vivimos.
No obstante, en esa periodización hay un problema: el hecho determinante que la ha provocado,
vale decir, la dictadura y el período que ella misma construye, no sólo es parte del pasado, sino que
también del presente. Los principales actores de ese período continúan vivos; siguen actuando,
muchos todavía, públicamente. Eso significa que enjuiciar a ese período significa también enjuiciar
a sus actores. Y esos actores no sólo están vivos; pueden ser también vecinos, e incluso, como es
muy frecuente en Chile, nuestros propios familiares. Quizás por esa razón, los mejores libros de
historia se escriben cuando el historiador ha ganado suficiente distancia respecto al hecho histórico
hasta el punto que ya no le une ninguna relación, de afecto, amor u odio, con sus actores. Esa es
también la razón que explica porque la historia de la dictadura no ha sido todavía escrita. Y quizás
es bueno que así sea. No se puede escribir con dolor, sin escribir sobre ese dolor.
Análisis pendiente
No obstante, hay dos tareas que por mientras es necesario cumplir para cuando llegue el momento
en que comiencen a ser escritas las historias acerca de la dictadura (como recién ocurre en España
respecto al período franquista).
Una es analizar, ya con distancia, ese largo período histórico que precedió al fin de la Unidad
Popular. Ese proyecto no puede ser realizado eludiendo su terminal: la dictadura, vale decir,
implica preguntarse, y radicalmente, acerca de las razones que la hicieron posible. Tanto o más
importante es esa tarea si se tiene en cuenta que frecuentemente, cuando ocurre un hecho
traumático, existe la tentación a idealizar a todo aquel tiempo que ha precedido a ese hecho, de la
misma manera como muchos individuos, cuando han tenido que llevar una difícil vida, idealizan
desproporcionadamente el período de la infancia, hasta el punto que muchas veces terminan
inventando una que quizás nunca ocurrió. Pero, tal idealización, a veces inevitable, es también el
principal obstáculo para entender las razones que llevan a la producción de un hecho histórico. Si,
impactados por el horror que produce el inventario criminal que acompaña a Pinochet y a los
suyos, construimos una infancia nacional pre-dictadura, donde todos, menos los militares, éramos
democráticos, nunca podremos saber porqué el golpe que tuvo lugar en 1973 fue posible. Al no
saber, o no querer saber sobre sus orígenes, ese golpe de estado aparecerá, ante nuestros ojos, casi
como un acto mágico.
Preguntarse acerca de las razones que hicieron posible a la dictadura es un proceso difícil y
complejo pues, para muchos, implica cuestionar también la propia identidad, política o ideológica.
Las explicaciones simples, o racionalizaciones, son quizás necesarias, durante el tiempo en que se
trata de proteger una identidad y ordenarnos en los rieles de la vida cotidiana. Pero, ya pasado un
tiempo, es necesario ir algo más allá de la simple relación verdugo- víctima, donde uno siempre es
víctima.
Durante mucho tiempo, gran parte de la izquierda chilena pudo afirmarse en la tierra en base a la
explicación simple, relativa a que en principio, salvo algunos "errores", "nuestros objetivos" eran
los correctos, y todos nosotros éramos "democráticos" y/o "revolucionarios" hasta que la acción
maléfica de la CIA y la ITT hizo posible el golpe, a la dictadura, y al mismo Pinochet. Pero ha
llegado ya la hora de hacer más preguntas. ?Eramos realmente tan democráticos? ?si lo éramos,
era sólo por convicción o porque la democracia nos parecía un buen "medio" para después "tomar
el poder"? ?Estábamos en principio, contra toda forma de violencia? ?Nos habíamos distanciado,
no sólo del stalinismo, sino además de toda aquella realidad despótica que representaba el
"socialismo real"? ?Eramos, antidictatoriales de verdad, o sólo estabamos en contra de algunas
dictaduras, las "burguesas"?
Una respuesta, sólo a algunas de esas preguntas, no lleva al absurdo de "culpar" a la izquierda del
golpe, como podría ser planteado de modo maniqueo. Los militares alrededor de Pinochet, en la
medida en que actuaron como actuaron, seguirán siendo, y para siempre, los culpables fácticos y
morales de la tragedia chilena. No obstante hay que diferenciar culpabilidad y responsabilidad; la
verdad, es que ambos son conceptos muy diferentes. Ser responsable, significa, en este contexto,
asumir nuestra incidencia en los procesos en que actuamos, aún cuando nunca hayamos deseado
sus consecuencias. Y, dicho radicalmente: asumir, de una vez por todas, la parte de
responsabilidad que nos cabe en aquella historia en que muchos actuábamos (no éramos sólo
espectadores), nos dejará, en mejores condiciones, para encontrar, definitivamente, a los
verdaderos culpables.
El tema de la culpabilidad lleva necesariamente a plantearse el problema del enjuiciamiento a los
culpables. Esa es también una pregunta con la cual, sobre todo aquellos que no vivimos en Chile,
nos vemos cotidianamente confrontados. ?Cómo es posible que los asesinos se paseen libremente
por las calles? Debo confesar que dar una respuesta en Alemania, país donde resido, es más fácil
que hacerlo en otros países pues, en ese punto basta remitir a quien pregunta, a la historia de su
propio país. Ajustar cuentas con el pasado no lleva, necesaria, y me atrevería a decir,
desgraciadamente, a ajustar inmediatamente cuentas con sus actores, sobre todo, como ocurrió en
el caso de Chile, la victoria de la democracia, no se produjo mediante una derrota violenta de la
dictadura, ni mucho menos como consecuencia de una insurrección popular, sino que mediante una
"negociación pactada", vale decir, que la dictadura, si bien abandonó el gobierno, es parte de la
solución. Ese fue el camino, el menos doloroso, el más difícil y el más político que se presentó en
el curso del proceso. Y existe consenso general, que ese, si bien no era el único camino, era el que
probablemente menos costos humanos exigía. Y cualquiera alternativa que salve vidas humanas, es
buena. Esa "salida" a la democracia es la que, sin embargo, imposibilita por otro lado, aplicar un
radical juicio político, que es el que merecen los verdugos. Ese es también el "malestar" que
acompaña, y creo que acompañará, por mucho tiempo, a la democracia chilena. Ese, si se quiere,
el precio, que exige la democratización
Pero seamos realistas. Un juicio político es, ha sido y será derecho de vencedores. Un juicio
político excluye las reglas del enemigo, y sólo aplica las propias, porque el enemigo ya no tiene
reglas, precisamente porque está derrotado. Y ese no es precisamente el caso de Chile. La
dictadura abandonó el poder de acuerdo a las reglas del juego que ella misma había impuesto, con
lo cual, sus enemigos, se vieron en la obligación, creo que no tenían otra alternativa, que aceptar
esas reglas. Más todavía; y para que quede claro: el fin de la dictadura no fue un triunfo de la
"izquierda" sobre la "derecha", sino que el resultado de una amplísima coalición popular y
democrática en donde no rige, como es posible entender, un sólo, sino muchos criterios políticos.
Juicio legal
No obstante, si un juicio político, en el estricto sentido del término, en el Chile de hoy no es posible,
si es posible al menos, un juicio legal. Se quiere decir con esto, que si bien la democracia no está en
la situación de imponer condiciones a sus enemigos, si está en condiciones de imponer una
legalidad, que es la que rige en la propia Constitución en la cual tanta ingerencia tuvo el propio
Pinochet. De acuerdo a la legalidad inscrita en esa Constitución, hay delitos que deben ser
castigados. No se trata de enjuiciar, para que quede claro, a quienes estuvieron en contra del
gobierno de Allende, ni tampoco a quienes desearon e incluso impulsaron el golpe. Ese juicio,
como está dicho, sería el resultado de una situación insurgente o revolucionaria que en Chile no se
ha dado. Pero sí a quienes torturaron, asesinaron a sangre fría y violaron a mujeres indefensas.
Tímidamente, hay que reconocerlo, los gobiernos democráticos que han seguido a la dictadura,
están abriendo algunas de esas siniestras páginas. Algunos de los oficiales más asesinos, como
Contreras, se encuentran en prisión. Pero hay otros que gozan de todas las libertades. Pinochet
dijo, recientemente en un discurso, que Contreras era un "chivo expiatorio". Quizás, en parte, tiene
razón. Quien debería, en primer lugar, estar en prisión, sometido a juicio legal, es quien dio las
órdenes de torturar y asesinar. Y ese no es otro que el propio Pinochet.
De acuerdo a un juicio legal, no se enjuician ideologías ni convicciones; se enjuician actos y
personas. Pero al mismo tiempo debe decirse, que son personas las que hacen a la política y no a la
inversa. Y hay personas, como Pinochet, y muchos otros, que son representativas y simbólicas
respecto a todo lo que hoy ha ocurrido en Chile. Un juicio legal, en ese sentido, tendría también un
contenido político. Es cierto, por otra parte, que los procesos legales son lentos, y esa es la
diferencia con los políticos, que por lo común son sumarios. En Argentina, recién, tantos años
después, el dictador Videla se encuentra en prisión. Sólo cabe desear que su epígono chileno, a
pesar de su ya avanzada edad, pueda entrar un día a la cárcel sin salir más de ahí. La democracia
chilena, la mayoría de los chilenos merecen ese acto, legal, simbólico y vindicatorio a la vez.
Pinochet también.
Juicio moral
No obstante, un juicio legal, siempre reposa sobre una general aceptación de la ley, aceptación que
es, en primera línea, moral. Quiero decir, que la condición previa, para un juicio legal, es la de un
juicio moral. Ahora bien, al llegar a este punto, tenemos que diferenciar entre dos tipos de moral
que son fundamentales para la emisión de un juicio. Una es aquella moral que se deduce de la
tradición histórica. La otra, la llamaría, moral situacional.
La moral que proviene de la tradición histórica tiene un carácter universal y por lo general se
encuentra también inscrita en códigos legales universales. A ella pertenecen, para poner un
ejemplo, la Declaración de los Derechos Humanos, la Carta de las Naciones Unidas, y los
Mandamientos de casi todas las religiones del mundo. Tales documentos, contienen un rico tesoro
de valores morales, acumulados y probados en milenios. Gracias a ellos podemos ver, como una
vez dijo Violeta Parra, "al bueno, tan lejos del malo". Esa moral universal e histórica es el
fundamento de casi todas las legislaciones, de modo que un juicio legal a la dictadura, sería
también, objetivamente, un juicio moral.
La moral situacional en cambio, es más problemática. Si bien no implica desacatar el mandato de la
moral universal, establece por lo común, excepciones a ella, o se permite, en funcion del
alcanzamiento de objetivos precisos, desviaciones respecto a la moral universal. Para poner un
ejemplo: un revolucionario en una revolución, tiende a desobedecer el principio universal de "no
matar". En ese caso, la moral situacional ejerce más poder que la moral universal. En ese sentido,
debe ser dicho, que para la mayoría de los chilenos de hoy, los criterios morales situacionales
difieren de los que primaban en la época de la Unidad Popular. Eso significa que si queremos
enjuiciar moralmente a alguien, debemos considerar el período histórico en que ese alguien ha
vivido. "Las personas se parecen más a su tiempo que a sus padres", dice un proverbio árabe. En
el caso concreto del enjuiciamiento moral de los golpistas, tenemos que remitirnos también a las
normas morales situacionales que primaban en el período del golpe, que como es obvio, no son las
que hoy priman en Chile, o como se dice más vulgarmente, es necesario conocer "las reglas del
juego" que dominaban en ese tiempo. Ello lleva, también, a un autoenjuiciamiento, que si no es
político, no puede serlo, tiene que ser al menos moral. Sólo a partir de ese autoenjuiciamiento,
podemos asumir la responsabilidad de enjuiciar moralmente a los demás. Y es esa dialéctica de
juicio y autojuicio, la que a mi entender es fundamental, para emitir aquel otro juicio que me refería
al comienzo, el histórico.
No uno, sino varios juicios históricos
Al llegar a ese punto, tenemos que convenir que, en contra de lo que han llegado a pensar algunos
historiadores, la historia no conoce ningún final. Es decir, la historia no absuelve ni condena para
siempre a nadie. Eso significa, afirmar al mismo tiempo, que el juicio histórico propiamente tal, no
existe, como hecho dado, sino que en su condición plural, y como parte de procesos infinitos. No
hay juicio, hay muchos juicios históricos, los que se realizan de tiempo en tiempo, y en los cuales
cada vez serán aportados nuevos datos e impresiones. El juicio histórico no es un Juicio Final. Su
forma de existir es la permanencia.
Como se realiza el juicio histórico, se puede ejemplificar muy bien en la relación que ha mantenido
la democracia en Alemania con su pasado fascista. Cada cierto tiempo, ocurren en este país,
acontecimientos o hechos que llevan a confrontarse con ese pasado, cada vez de un modo
diferente, y cada vez con nuevas informaciones. Una vez fue, Willy Brandt, dignamente hincado en
Auschwitz. Otra vez fue el impacto del fin Holocausto, que ejemplificó la crueldad fascista en el
caso de una sola familia judía. Otra vez fue la "polémica de los historiadores" en donde destacados
intelectuales como Nolte y Habermas discutieron públicamente acerca de las relaciones (aún no
resueltas) entre facismo y stalinismo. Otra vez fue un profundo discurso del Presidente Weiszäcker
acerca de las relaciones entre culpa y responsabilidad colectiva. Otra vez fue el film de Spielberg
acerca de la Lista de Schindler, que devolvió la mirada a los campos de concentración. Otra vez la
publicación del libro de Goldhagen referente a la complicidad de los ciudadanos "normales" con el
fascismo. Otra vez una exposición pública sobre los crímenes cometidos por el ejército alemán,
que arrancó, quizás para siempre, el aúrea romántica que rodeaba a las fuerzas armadas. Y así
sucesivamente. El juicio histórico alemán no ha terminado, y lo más probable es que no termine
nunca.
Romper el silencio
Pero para que ese juicio histórico sea posible se requiere del debate, de la deliberación, de la
discusión y de la crítica, actividades que por una parte sólo pueden ser garantizadas por la solidez
de las instituciones democráticas pero que a la vez, son las que garantizan a esas mismas
instituciones. Y eso es, más que la ausencia de castigo a los culpables, lo que hoy más preocupa en
la naciente democracia chilena: me refiero a el silencio.
Ese no es el silencio que impera respetuosamente en catedrales y en cementerios. Tampoco es el
silencio que surge de la tristeza y el dolor. Es, en cambio, un silencio reprimido, agazapado, casi
cómplice. Es un silencio que grita sobre su propio vacío. Es el silencio aterrador del pasado que se
quiere relegar al olvido, pero que vuelve en las noches, como pesadilla, o fantasma. Son las voces
de los caídos; los gritos de los torturados; el olor a miedo y terror que todavía llena el aire del
Estadio; el llanto de las mujeres mancilladas; y también es el silencio de los vivos. De los que no
pudieron rehacer sus biografías; de los que se perdieron en países fríos, extraños y ajenos. De los
que nunca volvieron; y de los que volvieron y se fueron; y de los que volvieron y se ocultaron en el
silencio. Y de los que nunca salieron ni volvieron; ni del país ni del silencio.
Al comienzo de esta reflexión afirmaba que hay dos medios para contribuir a aquel momento en
que serán escritas las historias sobre la Dictadura. Una, ya la nombré, es tratar de analizar con
distancia al pasado. La segunda ha sido sugerida implícitamente; pero todavía no la he nombrado.
Lo hago ahora: hay que ir rompiendo el silencio. La mejor manera de hacerlo, no hay otra, es
hablar; o por lo menos escribir. Es decir, dar testimonio. Y quizás, dar testimonio, ya es escribir la
historia. Porque la historia que escribirán los futuros historiadores de Chile, será una historia
interpretativa, hecha a base de testimonios. La de hoy, la de nuestros días, debe ser, en cambio, una
historia testimonial. Esa no es la historia de los historiadores; es la de los actores, y sino es la más
verdadera, es por lo menos la más auténtica.
https://www.alainet.org/fr/node/104218
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