La construcción democrática de la Nación
14/11/2000
- Opinión
Cualidad de una democracia no es ausencia de problemas, sino su capacidad
para enfrentar problemas sin recurrir a medios no democráticos como son la
contraviolencia o el contraterror. Mientras mayor es el despliegue de
fuerzas policiales y militares, menor es la consistencia democrática que
sostiene a una nación. A la inversa, cuando mayor es el uso de medios
políticos, más se refuerza una democracia en sí misma. Y me refiero no
sólo al uso político en las relaciones entre Estado y sociedad civil, sino
que también al interior de la propia sociedad civil. Ahora bien, la
sociedad civil ha sido y es -no sé si seguirá siéndolo- una sociedad
nacional. La creación de la civilidad no es, por tanto, un tema que pueda
entenderse separadamente del de la construcción democrática de la nación.
Civilidad y autoregulación
La llamada sociedad civil no puede ser separada de su proceso de
autoconstitución, que es siempre político. La sociedad civil no se mide
entonces, como suponen teóricos legalistas, por una mayor cantidad de
buenas leyes. Las buenas leyes pueden haber sido obtenidas por adopción,
como fue el caso de muchas repúblicas latinoamericanas que antes de
constituirse civilmente ya habían introducido en sus constituciones
principios derivados del Derecho Romano y del Código Napoleónico. Es que
si bien la sociedad, en tanto formación ética, hace a la Ley, la Ley no
hace, de por sí, a la sociedad.
Así como la violencia es un medio pre-político, las leyes son post-
políticas pues señalan con su promulgación el punto en que se supone que un
conflicto ha sido dirimido. Hay por supuesto leyes que son
preconflictuales o preventivas. Pero en su origen, han surgido alguna vez
de experiencias conflictuales. Las leyes, en breve, son palabras
precedidas de miles de palabras que vuelan como aves sin nido en avenidas,
foros y plazas; entran por las ventanas de los Parlamentos; son defendidas
y denostadas por enardecidos tribunos y votadas finalmente por senadores o
diputados, empleados públicos a quienes pagamos con nuestros impuestos para
que realicen esa tarea terminal, quizás la menos política del proceso
político, que es promulgar o derogar Leyes.
Los lugares originarios de las Leyes no están en Tribunales de Justicia,
sino que en la sociedad civil. Esa, la sociedad civil, no puede ser
reemplazada por ninguna "clase política" ya que por definición, la civil,
es "sociedad política". Donde la clase política decide el curso de la
política, no hay sociedad civil y apenas hay política. De ahí que cuando
son derribadas algunas despotías, al no haber civilidad que sustente al
Estado, éste se viene abajo como castillo de naipes sobre un espacio
vaciado de "sociedad". Cuando se dice, por ejemplo, que el edificio
federativo yugoeslavo se derumbó después de la muerte de Tito, o que Cuba
será una nación ingobernable si es que muere Castro, se está hablando mal
de la constitución social orgánica de dichos países pues dependen,
teoricamente, de clases políticas organizadas alrededor de un líder
supremo, sucesor moderno del Gran Macho que dominaba a la horda primitiva.
A la inversa, puede decirse que muchas dictaduras militares
latinoamericanas fracasaron en su proyecto de convertir la sociedad en una
prolongación de los cuarteles, y que fueron, por lo tanto, las reservas
civiles de las diferentes naciones, las que permitieron, en gran medida, el
retorno a la democracia, todo lo débil que se quiera, pero democracia al
fin.
Ninguna nación está libre de que en algún momento el poder sea asaltado por
hordas de fanáticos, o incluso, de que la población sea casi sexualmente
seducida por algun líder magnético. La democracia vive siempre en peligro,
y a veces sucumbe a sus propias tentaciones. Pero, si en algún lugar ha
habido democracia, hay que contar siempre con su poder de recuperación pues
al fin, en una verdadera democracia los principios que la rigen no viven
sólo en códigos, sino que interiorizados en almas ciudadanas.
El momento ideal de una formación democrática sería, por lo tanto, cuando
ésta ha alcanzado una fase que podríamos llamar de autoregulación, vale
decir que, aún en ausencia parcial de una clase política, puede seguir
funcionando.
Hace algunos años, por ejemplo, una cantidad numerosa de la clase política
italiana, incluyendo estamentos gobernantes, se encontraban en la cárcel
acusados de practicar ese deporte internacional que es la corrupción. Para
muchos ese hecho fue un estigma para la democracia italiana. Pero además
ocurrió otro fenómeno: la sociedad italiana seguía en esos momentos
funcionando tan bien o tan mal como siempre, vale decir, ya había alcanzado
la fase más civil de la democracia: la de la autoregulación. Como dijo con
mucho encanto una joven estudiante frente a la TV: "Hoy he descubierto que
esos señores no son tan importantes como se imaginan". Es que así es: en
muchos países son mucho menos importantes de lo que se imaginan. Pero hay
por desgracia otros en los que, faltando el gobernante, quedan sus
habitantes paralizados, mirando con ojos atónitos hacia el cielo en espera
que ocurra un milagro que los salve de la orfandad. Me atrevería a
formular incluso la hipótesis de que mientras mayor es la cuota de líbido
que los habitantes de un país transfieren a la clase política, menos es su
disposición democrática. Porque a los políticos, aunque a veces sea
difícil, hay que respetarlos, e incluso, si se da el caso, estimarlos, pero
nunca adorarlos. Como escribió una vez Max Weber: "Política se hace con la
cabeza. No con otras partes del cuerpo" (Weber 1926, p. 535)
El conflicto es fuente de discusión, la discusión es fuente de ética; y
conflicto, discusión y ética son fuente de leyes. Para que haya conflicto
se requiere, por supuesto, que haya diferencias. Pero no todas las
diferencias son conflictuales. Se convierten en conflictuales cuando estas
no son a) aceptadas por una o ambas partes y /o b) no reguladas por "un
tercero" que media y dictamina.
Es por esa razón que vivir en democracia implica un interminable proceso
que parte de la aceptación y regulación de diferencias. Sin diferencias no
habría necesidad de democracia. Una democracia sin diferencias es un
absurdo. Diferencias sin democracia en cambio, es un infierno. Pero para
que haya diferencias, se requiere en primer lugar, reconocerlas como tales,
de modo que a fin de cuentas, no se puede formular jamás una teoría de la
democracia sin la base de una una teoría del reconocimiento. Pues,
democracia es espacio de reconocimiento público que a su vez no puede ser
entendido sin conocer la antípoda de donde nace: el espacio del
reconocimiento privado. Es en la más íntima de las privacidades donde
aprendemos a reconocer al otro como un sujeto. Quisiera entonces, al
llegar a este punto formular una tesis: Toda democracia vive una paradoja
que a su vez determina su doble carácter. Por un lado, es obra de sujetos.
Por otro: espacio formativo de sujetos, o si se prefiere: "campo de
sujetización".
Iguales y distintos
Saber vivir en democracia es saber vivir con las diferencias. Y las
diferencias son muchas: físicas, genéricas, sociales, políticas,
religiosas, culturales, etc. Por lo general, vivimos con quienes tenemos
menos diferencias, organizados en unidades familiares, sociales,
culturales, ideológicas, etc. Tales son las llamadas comunidades, vale
decir, unidades constituidas por gente que tiene algo en común. Luego, la
coexistencia de diferencias tiene lugar entre gente que tiene más en común
con las que tiene menos en común. Entendida de este modo la coexistencia
democrática, la ya larga discusión acerca de la formación de una sociedad
multicultural pierde algo de sentido. Toda sociedad democrática ha de ser
multicultural o no ser. El tema no es entonces el de la multiculturalidad
de una democracia sino como ha de ser regulada la multiculturalidad
inherente a toda democracia. A este punto, en cierta medida neurálgico de
las nuevas teorías políticas, quisiera referirme a continuación.
El tema de las diferencias no puede separarse del de las minorías. Porque
casi todas las diferencias, anidan en minorías o, lo que es parecido: las
mayorías son agrupaciones de minorías. Eso quiere decir que si no son
respetadas las minorías, difícilmente han de serlo las mayorías.
De acuerdo a los mecanismos de generación de poder, la mayoría elige a sus
gobernantes, pero tales no pueden entenderse como representantes sólo de la
mayoría que los ha elegido, sino que también de la minoría desplazada si es
que no se quiere convertir a la sociedad en un campo de batalla donde la
única perdedora es la democracia (1). En lo que se refiere a las llamadas
minorías culturales, algunas llamadas despectivamente subculturas, de su
mantención y respeto depende el conjunto del orden democrático. Podría
decirse de cada Estado: "dime como tratas a tus minorías, y te diré cuán
democrático eres". Lo dicho, que parece tan obvio no lo es tanto si se
observa el comportamiento que han tenido y tienen la mayor parte de los
Estados en relación a las llamadas minorías culturales.
El ideal de Estado que lamentablemente ha prevalecido durante todo el
período de la modernidad es el Estado homogenizador, es decir, el Estado
que pretende anular e incluso combatir a las diferencias. Un Estado, una
nación, una cultura, fue lema facista, pero no fue inventado por los
facistas, sino que simplemente radicalizado por ellos. La idea de la
homogenización total precede y poscede al facismo. En buena medida éste ha
sido también el ideal hegemónico de los diversos Estados latinoaméricanos,
particularmente en el trato dado a las llamadas poblaciones autóctonas.
Con mucha razón Gonzáles Casanova habla de "endocolonialismo" al referirse
a algunas relaciones sociales prevalecientes en América Latina (Gonzáles
Casanova 1975).
Curiosamente, el menosprecio a las llamadas minorías culturales ha
pretendido ser fundamentado en la noción liberal del derecho de acuerdo a
la cual, por sobre la autonomía de grupos, pueblos y culturas, ha de primar
la autonomía individual. Dicho transfondo liberal que toda democracia
moderna contiene suele ser interpretado como dicotomía insalvable entre
derechos individuales y culturales. Pero esa dicotomía no existe. No hay
individuo en esta Tierra que no haya sido formado en contextos culturales
precisos y concretos. De modo que la subvaloración de las culturas en
nombre de la valoración del individuo, significa desvalorizar los
fundamentos formativos de cada individuo, vale decir, al individuo mismo.
No se puede decir a nadie: "A ti te valoro, pero no a la(s) cultura(s) que
representas". Porque cada uno de nosotros es representación individual de
contextos culturales. La protección del individuo es protección a su, o a
sus, culturas. Habermas: "La identidad de cada uno está acoplada con
identidades colectivas y sólo puede estabilizarse en una red cultural, que
es propiedad personal de cada uno del mismo modo que el lenguaje materno"
(1996, op.cit. p. 258).
Identidad es, en gran medida, apropiación personal de elementos de la
realidad que, al poseerlos, les son conferidos valor. Si un individuo
pertenece a esa cultura y no a otra, no sólo es por adscripción, sino que
además, por elección. De tal modo, toda cultura tiene valor para sus
miembros. Quitar valor a unas culturas en nombre de la superioridad dudosa
de otras, es desvalorizar a los individuos que la forman, que es
equivalente a violar el fundamento individual propio a toda democracia
moderna. Eso no significa -en este punto sigo a Habermas- considerar a las
culturas como compartimentos cerrados a las cuales hay que conservar como
ocurre con determinadas especies, o con sistemas ecológicos (1996 cit.p.
259). La protección a las culturas es en primera línea, protección a las
personas que las constituyen. Es en ese punto en donde se afirman los
principios liberales consustanciales a toda democracia moderna. Si atentar
contra culturas es atentar en contra de individuos, limitar derechos
individuales en nombre de determinadas adscripciones culturales, significa
atentar en contra del propio proceso de desarrollo cultural. Porque las
culturas, valga la paradoja, son procesos de formación cultural.
Una cultura es entidad dinámica y sólo puede pervivir en el marco de una
comunicación intercultural, en diálogo con otras culturas, y por lo tanto,
aceptando recíprocas influencias. No existe, salvo para fanáticos facistas
y fundamentalistas, ninguna cultura en estado puro. Cada cultura es
resultado de múltiples cruces, y seguirá siéndolo si es que ha de existir
como cultura. En cambio, como ya ha sucedido, las culturas que se aislan
de otros contextos culturales, están condenadas a desaparecer pues, los
fundamentos que hacen a su reproducción, ya no existen más. Habermas: "las
culturas permanecen en vida si es que de la crítica y de la secesión
extraen las fuerzas necesarias para su propia autoreproducción" (Ibid.p.
261). Me atreveré a continuar esa misma idea afirmando que no hay proceso
de reproducción más apropiado que el límite entre una cultura y otra (2).
Porque hoy, en el mundo posmoderno, las culturas no están marcadas a fuego
como el caso de un estudiante africano que apareció un día en mis
seminarios, quien, desafiando la cicatriz que surcaba su mejilla (símbolo
gráfico de pertenencia cultural), había decidido adoptar en su modo de vida
muchos elementos de las culturas occidentales, sin renunciar, por eso, a la
cultura originaria, de la cual se sentía muy orgulloso. Es por eso que a
cada individuo ha de serle garantizado el derecho de emigración cultural,
del mismo modo como deben ser, alguna vez garantizados, los derechos de
emigración territorial.
Atravesar límites culturales y geográficos es una de las reivindicaciones
pendientes en la permanente reformulación de los derechos. Pues, no sólo
las economías se globalizan. Las culturas también. O para decirlo en
breve fórmula: si es que se defiende el derecho a la pertenencia cultural,
debe defenderse, por eso mismo, el derecho a la emigración cultural. Lo
uno no se entiende sin lo otro. Tal afirmación adquiere todavía más
relieve si se piensa que la adquisición de identidades rara vez se da a
partir de la simple adscripción. Las identidades, en parte son heredadas
culturalmente, y en parte deben ser conformadas por medio de
"configuraciones narrativas", elaboradas por cada individuo. De acuerdo a
Polkinghorne: "A diferencia de otros tiempos, la cultura occidental
contemporánea no entrega una definición coherente y estable del "sí mismo"
(self). En lugar de eso, el "sí mismo" es considerado como una adquisición
que ha de ser alcanzada en la vida social cotidiana. La formación del "sí
mismo" requiere tiempo. Es un proceso de desarrollo" (Polkinghorne 1998,
p.33).
Encerrar a individualidades al interior de supuestas comunidades atenta, en
nombre paradójicamente de la conservación de identidades, en contra del
proceso mismo de formación de identidad.
El discurso multicultural
Se está llegando entonces a formular la idea de una inseparabilidad de un
orden democrático (pos)moderno respecto a la idea de multiculturalidad.
Pero para que eso sea posible hay que estar de acuerdo en algo: que
multiculturalidad no es sólo un campo poblado por muchas culturas, sino que
espacio de intercomunicación.
Por supuesto, cada orden democrático debe asegurar el derecho a la
separación e incluso al aislamiento si es que determinadas comunidades,
vaya a saber Dios en nombre de qué atavismos, así lo desean. Pero ello
sólo puede ser aceptado mediante una vinculación a un orden cultural común
expresado en la aceptación de normas y leyes. Nadie va a exigir por
ejemplo, a las llamadas comunidades de "negros" en USA, que amen a las
comunidades asiáticas; ni a los kurdos que miren con simpatía a los turcos.
Pero sí, tienen que contar con la prohibición de que se den golpes en las
calles en nombre de supuestas identidades particulares. Con lo dicho se
está afirmando que la sociedad multicultural no es un jardín idílico. Los
emigrantes que llegan a un país para ellos desconocido, no vienen a fundar
una sociedad multicultural. Vienen a sobrevivir, a buscar trabajo, a
cumplir el más legítimo de todos los derechos: comer, y si esas
aspiraciones no se realizan, buscarán cumplirlas de acuerdo a medios no
legales. La sociedad multicultural no es ningún proyecto, ningún acto
fundacional. Las sociedades se vuelven multiculturales, independientemente
a la voluntad de sus habitantes.
El multiculturalismo es realidad anárquica, conflictiva y pendenciera de la
ciudad global. El problema entonces, no es cómo crear una sociedad
multicultural, sino cómo organizar una multiculturalidad que desde hace
mucho tiempo ya se ha instalado en las calles, en las vecindades, en los
bajos fondos, en los períódicos y en los restaurantes. Como decía Daniel
Cohn-Bendit en una conferencia en Barcelona: "Una sociedad multicultural es
una sociedad desproporcionada, donde se pueden mirar las cosas más bonitas
y a la vez las más horribles. El problema es si somos capaces de gestionar
todo esto" (Cohn/Bendit 1998, p.279). No es pues ningún juego de palabras
decir: la sociedad multicultural es una sociedad multiconflictual. Y lo es
en ciudadanías marcadas por diferencias que las desgarran y las configuran
a la vez.
La ciudadanía actual implica la aceptación de las diferencias y su único
límite es que en nombre de las diferencias, alguna cultura, dominante o
minoritaria, se arrogue el derecho de romper la norma ciudadana.
Ciudadanía, para ser más preciso, presupone dos condiciones. La una, es
ética, y tiene que ver con el saber convivir con diferencias en un mismo
espacio o territorio. La otra es normativa, y supone la aceptación de una
legalidad común a todas las culturas que conviven en un espacio o
territorio. Ambas condiciones son las que establecen la distinción entre
dos conceptos que todavía se confunden: Integración y asimilación.
Integración implica conservar la propia identidad, pero en articulación con
otras. La asimilación implica en cambio, el abandono de la identidad
propia en función de otra. De acuerdo a la primera uno, como extranjero,
se integra en una sociedad nacional que no es la de origen. De acuerdo a
la segunda, se entrega no sólo el pasaporte -eso es lo de menos- sino que
gustos y preferencias e incluso, en algunos casos radicales, la propia
apariencia física. La integración es una necesidad, si es que no se quiere
vivir como naúfrago en una sociedad ajena. La asimilación, es una opción,
en algunos casos muy comprensible. No obstante, una cultura, que por ser
oficial o dominante, exige la asimilación de otras, no puede ser una
cultura democrática. Las otras culturas tienden, en ese caso, a protestar,
y en otros, a exigir la secesión. Ese es precisamente el caso de muchas
culturas nacionales las que a veces no tienen más alternativa que la lucha
por la secesión frente a naciones que las aprisionan.
Pero estamos a punto de entrar en un círculo vicioso. Pues no existe hasta
ahora en la jurisdicción internacional ningún derecho a la secesión.
Existe algo parecido, pero distinto: el derecho a la autodeterminación (3).
El problema es que la autodeterminación sólo rige para una nación ya
constituida, y por cierto, no rige para las no constituidas o en vías de
constituirse. La autodeterminación es un principio post-nacional, y en la
mayoría de los casos, post-estatal. Esa ausencia no deja de producir
problemas a muchos pueblos oprimidos que en el proceso de sus luchas de
liberación no encuentran eco en la jurisdicción internacional.
Este será entonces el tema de un próximo artículo
NOTAS
1) De acuerdo a Paech se entiende aquí por minoría, grupos que poseen a) un
fuerte sentimiento de copertenencia b) que son numéricamente menos que la
mayoría y que están caracterizadas por particularidades culturales o
idomáticas o religiosas que desean preservar y c) que poseen la ciudadanía
estatal de la mayoría (Paech p. 19).
2) Spengler, al establecer la diferencia entre cultura y civilización
escribía que con el comienzo de una civilización termina la cultura. Por
civilización entendía Spengler el encapsulamiento de una cultura al
interior de muros urbanos inpenetrables a otras culturas (Spengler 1995 p.
684).
3) En resolución aprobada por la ONU en diciembre de 1960, se lee:
-Todos los pueblos poseen el derecho a la autodeterminación. De acuerdo a
ese derecho determinan ellos libremente su forma política promueven
libremente su desarrollo social, económico y cultural.
- Todas las acciones armadas y medidas represivas en contra de pueblos
dependientes, sea cual sea su índole deben ser terminadas a fin de hacer
posible la realización pacífica y libre de su derecho a la total
independencia. La integridad de su propios territorios deberá ser
respetada.
Referencias:
Cohn-Bendit, Daniel ?Qué es la diversidad? en Cohn ?Bendit/ Mires, La
interculturalidad que viene, Ikaria/Antrazyt, Barcelona 1998
Gonzáles Casanova, Pablo Sociología de la Explotación, México 1975
Habermas, Jürgen Die Einbeziehung des Anderen, Suhrkamp, Frankfurt 1996
Paech, Norman Miderheitenpolitik und Völkerrecht en Aus Politik und
Zeitgeschichte, Números 46/47, Bonn 1998
Polkinghorne, Donald E. Narrative Psychologie und Geschichtsbewußtsein en
Straub, Jürgen, compilador Erzählung, Identität und historisches Bewußtsein,
Suhrkamp, Frankfurt 1998
Spengler Oswald Niedergang des Abeslandes, DTV, M[nchen 1995
Weber, Max Politik als Beruf, Duncker und Humblot, München 1926
* Fernando Mires, sociólogo chileno, es catedrático de la Universidad de Oldenburg, Alemania
https://www.alainet.org/fr/node/105004
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