El peso de las ideas
07/05/2006
- Opinión
“La lucha científica es una lucha armada…”.
PIERRE BOURDIEU: Los Usos sociales de la ciencia, p.85 Las ideas tienen curiosos modos de existir. Ellas pueden presentarse al desnudo y sin tapujos o pueden habitar en la oscuridad, al amparo del “sentido común”, de la “normalidad” o del ejercicio puro y duro del poder. A pesar de las apariencias la lucha de ideas puede ser mortífera, sobre manera cuando las ideas vienen envueltas en dogmas y convicciones (pregúntele a los “creyentes” que tanta sangre han dejado por allí regada en nombre de algún Dios, de alguna verdad o de algún código moral). Las ideas comandan la vida de la gente (sabiéndolo o sin saberlo). Las ideas están detrás de cuanto se hace y deja de hacerse. Son las ideas las que al final orientan a la multitud en ésta o aquélla dirección. Varias de ellas mezcladas de un cierto modo se vuelven “ideología”, que es un modo febril de vivir las ideas y combatir por que se implanten. Si el montón de ideas crece un poco más entonces podemos tener una cultura, que en el fondo no es otra cosa que un pilón de ideas hechas piel de un gentío. Las familias de ideas habitan territorios particulares que son fácilmente identificables: ideas económicas, ideas religiosas, ideas políticas, ideas morales, ideas estéticas, ideas epistemológicas y mucho más. Esas familias están fuertemente entrelazas por el magma epistémico de una época, es decir, ellas no andan por allí realengas sino que se reportan en todo momento a su casa matriz: la racionalidad dominante, la lógica imperante, la episteme que predomina. Hasta ayer esa gran plataforma se resumía en una palabra mágica: Modernidad. Hoy esa racionalidad dominante está en bancarrota. Pero muchas de sus ideas-fuerza siguen por allí haciendo estrago. Porque esas ideas han habitado el lecho profundo de las representaciones es por lo que cuesta mucho sacarlas a flote y fumigarlas. De la herencia intelectual de la Modernidad padecemos todavía los efectos letales de una concepción del conocimiento, de los saberes, de la ciencia, que resulta muy complicado poner al descubierto. Entre otras cosas, por el arraigadísimo sentido de “normalidad” que han adquirido durante siglos varias de esas ideas sobre la “verdad”, el “método científico”, el “progreso” y tantas otras bagatelas que funcionan brutalmente en la mente de tanta gente. Grave es cuando estos asuntos no pueden ser discernidos por falta de formación, por falta de competencia intelectual, por ausencia de ideas que pueden permitirnos comprender el sentido de esas otras ideas heredadas de la civilización de la Modernidad. Pero más grave aún es tener que lidiar con mentes entrenadas en el pensamiento único, en el paradigma de la simplicidad, en los dogmas de la ciencia. Hay en efecto mucha gente entrenada—con la mayor buena fe—en una matriz epistemológica profundamente retrógrada y ni cuenta se dan. Tenemos a legiones de doctores que repiten acríticamente las viejas letanías de un positivismo decimonónico sin el menor rubor. Y otros tanto que hablan desde las ruinas de un marxismo escatológico sin una pizca de pudor intelectual. Una mortífera combinación de ignorancia, desinformación e incompetencia al lado de unos pocos pero bien aprendidos dogmas sobre la ciencia, nos pinta un panorama en el que es casi imposible hacer avanzar cualquier reforma de los modos de pensar, cualquier transfiguración de los paradigmas en crisis, cualquier cambio en las maneras de hacer ciencia en el país. A donde quiero llegar es a esta encrucijada esencial: con las ideas de la Modernidad no vamos a ningún lado. Con las ideas modernas sobre ciencia y tecnología estamos fritos. Con las ideas heredadas sobre el conocimiento, los saberes y la verdad estamos jodidos. La tarea central de un proceso revolucionario en Venezuela es desmantelar el Estado burocrático heredado y forjar la nueva institucionalidad que nace de esas rupturas cualitativas. La tarea de mayor envergadura en el terreno del quehacer científico en el país es desmantelar los paradigmas de gestión, de enseñanza y de producción de las ciencias que pertenecen justamente al modelo aberrante de sociedad que hemos heredado. No hay revolución posible con ideas reaccionarias. Así de sencillo. No habrá transformación verdadera del aparato tecno-científico del pasado sin la erradicación de un catálogo de creencias, percepciones, valoraciones y prejuicios sobre la ciencia que provienen justamente de las trampas semiológicas del poder, de la cultura que combatimos, de las concepciones hegemónicas impuestas a sangre y fuego durante siglos de coloniaje intelectual. He allí uno de los desafíos más empinados de la “Misión Ciencia”: quebrarle el espinazo a toda una concepción del conocimiento que se hizo cultura, que se entronizó hasta los tuétanos, que se hizo “sentido común” para millones de compatriotas. Las ideas que están agazapadas detrás de esos viejos paradigmas hay que ponerlas al descubierto. Las ideas que sirven de coartada para la reproducción inercial de toda una racionalidad dominante hay obligarlas a dar la cara. La “guerrilla semiótica” de la que hablaba Humberto Eco es la misma metáfora de la “lucha armada” con la que recrea Pierre Bourdieu su visión de los combates epistemológicos en los que estamos envueltos en esta coyuntura. Ambas figuras nos ponen en la pista de entender de qué se trata. Aquí las ingenuidades se pagan caras. Podría comprenderse que usted sufra una derrota; lo que sería patético es que lo tomen por gafo.
PIERRE BOURDIEU: Los Usos sociales de la ciencia, p.85 Las ideas tienen curiosos modos de existir. Ellas pueden presentarse al desnudo y sin tapujos o pueden habitar en la oscuridad, al amparo del “sentido común”, de la “normalidad” o del ejercicio puro y duro del poder. A pesar de las apariencias la lucha de ideas puede ser mortífera, sobre manera cuando las ideas vienen envueltas en dogmas y convicciones (pregúntele a los “creyentes” que tanta sangre han dejado por allí regada en nombre de algún Dios, de alguna verdad o de algún código moral). Las ideas comandan la vida de la gente (sabiéndolo o sin saberlo). Las ideas están detrás de cuanto se hace y deja de hacerse. Son las ideas las que al final orientan a la multitud en ésta o aquélla dirección. Varias de ellas mezcladas de un cierto modo se vuelven “ideología”, que es un modo febril de vivir las ideas y combatir por que se implanten. Si el montón de ideas crece un poco más entonces podemos tener una cultura, que en el fondo no es otra cosa que un pilón de ideas hechas piel de un gentío. Las familias de ideas habitan territorios particulares que son fácilmente identificables: ideas económicas, ideas religiosas, ideas políticas, ideas morales, ideas estéticas, ideas epistemológicas y mucho más. Esas familias están fuertemente entrelazas por el magma epistémico de una época, es decir, ellas no andan por allí realengas sino que se reportan en todo momento a su casa matriz: la racionalidad dominante, la lógica imperante, la episteme que predomina. Hasta ayer esa gran plataforma se resumía en una palabra mágica: Modernidad. Hoy esa racionalidad dominante está en bancarrota. Pero muchas de sus ideas-fuerza siguen por allí haciendo estrago. Porque esas ideas han habitado el lecho profundo de las representaciones es por lo que cuesta mucho sacarlas a flote y fumigarlas. De la herencia intelectual de la Modernidad padecemos todavía los efectos letales de una concepción del conocimiento, de los saberes, de la ciencia, que resulta muy complicado poner al descubierto. Entre otras cosas, por el arraigadísimo sentido de “normalidad” que han adquirido durante siglos varias de esas ideas sobre la “verdad”, el “método científico”, el “progreso” y tantas otras bagatelas que funcionan brutalmente en la mente de tanta gente. Grave es cuando estos asuntos no pueden ser discernidos por falta de formación, por falta de competencia intelectual, por ausencia de ideas que pueden permitirnos comprender el sentido de esas otras ideas heredadas de la civilización de la Modernidad. Pero más grave aún es tener que lidiar con mentes entrenadas en el pensamiento único, en el paradigma de la simplicidad, en los dogmas de la ciencia. Hay en efecto mucha gente entrenada—con la mayor buena fe—en una matriz epistemológica profundamente retrógrada y ni cuenta se dan. Tenemos a legiones de doctores que repiten acríticamente las viejas letanías de un positivismo decimonónico sin el menor rubor. Y otros tanto que hablan desde las ruinas de un marxismo escatológico sin una pizca de pudor intelectual. Una mortífera combinación de ignorancia, desinformación e incompetencia al lado de unos pocos pero bien aprendidos dogmas sobre la ciencia, nos pinta un panorama en el que es casi imposible hacer avanzar cualquier reforma de los modos de pensar, cualquier transfiguración de los paradigmas en crisis, cualquier cambio en las maneras de hacer ciencia en el país. A donde quiero llegar es a esta encrucijada esencial: con las ideas de la Modernidad no vamos a ningún lado. Con las ideas modernas sobre ciencia y tecnología estamos fritos. Con las ideas heredadas sobre el conocimiento, los saberes y la verdad estamos jodidos. La tarea central de un proceso revolucionario en Venezuela es desmantelar el Estado burocrático heredado y forjar la nueva institucionalidad que nace de esas rupturas cualitativas. La tarea de mayor envergadura en el terreno del quehacer científico en el país es desmantelar los paradigmas de gestión, de enseñanza y de producción de las ciencias que pertenecen justamente al modelo aberrante de sociedad que hemos heredado. No hay revolución posible con ideas reaccionarias. Así de sencillo. No habrá transformación verdadera del aparato tecno-científico del pasado sin la erradicación de un catálogo de creencias, percepciones, valoraciones y prejuicios sobre la ciencia que provienen justamente de las trampas semiológicas del poder, de la cultura que combatimos, de las concepciones hegemónicas impuestas a sangre y fuego durante siglos de coloniaje intelectual. He allí uno de los desafíos más empinados de la “Misión Ciencia”: quebrarle el espinazo a toda una concepción del conocimiento que se hizo cultura, que se entronizó hasta los tuétanos, que se hizo “sentido común” para millones de compatriotas. Las ideas que están agazapadas detrás de esos viejos paradigmas hay que ponerlas al descubierto. Las ideas que sirven de coartada para la reproducción inercial de toda una racionalidad dominante hay obligarlas a dar la cara. La “guerrilla semiótica” de la que hablaba Humberto Eco es la misma metáfora de la “lucha armada” con la que recrea Pierre Bourdieu su visión de los combates epistemológicos en los que estamos envueltos en esta coyuntura. Ambas figuras nos ponen en la pista de entender de qué se trata. Aquí las ingenuidades se pagan caras. Podría comprenderse que usted sufra una derrota; lo que sería patético es que lo tomen por gafo.
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