Escudos humanos y más efectos colaterales
20/07/2006
- Opinión
El pasado lunes 17, en una elegante mesa, el presidente George Bush, creyéndose en la intimidad, le dijo a Tony Blair, quien ese día lucía una enrome, pulcra, inglesa corbata rosada: “what they need to do is get Syria to get Hezbollah to stop doing this sh…, and it’s over.” (“lo que tienen que hacer es obligar a Siria a que Hezbollah pare esta mierda, y listo”) Se refería al nuevo conflicto, bombardeo, masacre, absurdo entre Israel y Líbano, o entre Israel y la guerrilla Hizbollah —este punto no está claro. El diario inglés Daily Mirror, escandalizado, tituló: “Bush, empiece por respetar a nuestro ministro”. Por el contrario, al otro lado del Atlántico, en un país donde se prohíbe el uso de malas palabras, el famoso líder religioso que no hace mucho tiempo recomendó matar o secuestrar a un presidente sudamericano, Pat Robertson, dijo a CBN (Christian Broadcasting Network): “All this time we have been wasting money, shooting guns and getting our soldiers killed when all we really needed was to look them squarely in the eye and say, “Your momma can kiss my ass!” or something like that.” (“Todo este tiempo hemos estado gastando dinero, tirando tiros y viendo nuestros soldados morir, cuando lo que realmente necesitábamos era mirarlos directamente a los ojos y decirles: ‘tu madre puede besarme el culo’, o algo así”.)
En 1941, Erich Fromm psicoanalizaba (en El miedo a la libertad) que el oro equivale a la mierda y la retención de ésta en el niño prefigura el carácter del capitalismo. Desde el punto de vista de la crítica histórica, en algo tiene razón el presidente de Estados Unidos: esto es una mierda. Oh, no seamos tan finos: aunque los toilettes tengan grifos de oro, la civilización aún se yergue sobre sus cloacas.
Pero vayamos al punto. Siempre he defendido el derecho de Israel a defenderse. Nunca he dudado en publicar un ensayo, o lo que sea, señalando las contradicciones y la enfermedad moral del antisemitismo. Y lo seguiré haciendo porque en algo no puedo transar, en algo soy intolerante: por encima de cualquier secta, por encima de cualquier arbitraria división, por encima de cualquier mediocre y arrogante fanatismo, racismo, sexismo, clasismo, por encima de cualquier ridículo sentimiento de superioridad de nobleza hereditaria, la humanidad es una sola, es una sola raza. Una raza siempre enferma, pero la única que tenemos y a la que no podemos dejar de pertenecer, aunque a veces envidiemos la vida más franca de los perros.
Pese a todo esto, nunca podré justificar la masacre de un solo inocente y menos de cientos, bajo el argumento de que entre ellos se encuentra algún terrorista. Esta dialéctica ya está siendo disco rayado, mientras las víctimas —vaya casualidad— siempre son, en su casi totalidad, los inocentes, la masa, los anónimos, sean árabes o judíos, iraquíes o americanos, macúas o macondes. Cada tanto muere algún jefe ajeno, claro, que sirve para justificar el éxito de todo el horror propio.
Quien pone una bomba y mata a diez, a cien personas es un monstruo, un terrorista. Pero matar cientos de inocentes con bombas más “inteligentes”, a lo lejos y desde arriba ¿resulta acaso una proeza del Derecho Internacional y del Progreso por la Paz? Los terroristas son criminales por usar escudos humanos; y los otros líderes (que no sé cómo llamarlos) ¿no son igualmente criminales al bombardear esos “escudos” como si fueran murallas de piedra y no carne inocente de un pueblo? Porque si decimos que esos niños, jóvenes, viejos y mujeres ni siquiera son inocentes, estamos tan enfermos como los terroristas. Con un toque de hipocresía, claro.
Ahora, ¿qué podemos esperar de un pueblo bombardeado? ¿Amor al prójimo? ¿Comprensión? Es más: ¿podremos esperar un mínimo de racionalidad de alguien que ha perdido a su familia reventada por una bomba, aunque sea una bomba cargada de Derecho, Justicia y Moral? No podemos esperar este milagro de ninguna de las dos partes. La diferencia está —suponemos— que a un terrorista no le interesa ningún tipo de racionalidad y comprensión de la otra parte, mientras que habríamos de suponer que la otra parte apela a esta facultad humana, si no como valor ético al menos como estrategia de sobreviencia, o de convivencia, o de alguna de esas cosas nobles que siempre escuchamos en los discursos. Esa carencia racional del odio humano es un triunfo del terror. Quienes la crean o la alimentan son responsables, sin importar si estaba primero el huevo o la gallina.
Para que nuestro pesimismo sea completo, cada escalada de violencia indiscriminada en el mundo es la mejor advertencia y la más perfecta excusa para que otros trasnochados comprendan el mensaje: más vale sospechoso bien armado que inocente sin armar. Como aquellos políticos “democráticos” que obtienen la obediencia ciega de sus seguidores en base al miedo del adversario, también los terroristas de turno obtienen sus seguidores de esta siembra de odio. El odio es el veneno más democrático en el que agoniza la humanidad; sospechamos que será imposible de extirparlo de nuestra especie, pero también sabemos que, pese a su desprestigio posmoderno, sólo la racionalidad es capaz de controlarlo dentro de los reductos infernales del subconsciente individual y colectivo.
El presidente de Estados Unidos se quejó que Kofi Annan, el secretario general de la ONU es partidario de un alto al fuego inmediato. “Cree que esto es suficiente para arreglar el problema”. No, claro, ¿cuándo una medida fue suficiente para superar las matanzas en este mundo? Pero dejar de matar ya es algo, no? ¿O usted considera que doscientas personas muertas en una semana son apenas un detalle? ¿Serían sólo un detalle si la mitad de estos hablaran inglés?
En 1896 Ángel Gavinet en su libro Idearium español observó, con escepticismo y amargura: “Un ejército que lucha con armas de mucho alcance, con ametralladoras de tiro rápido y con cañones de grueso calibre, aunque deja el campo sembrado de cadáveres, es un ejército glorioso; y si los cadáveres son de raza negra, entonces se dice que no hay tales cadáveres. Un soldado que lucha cuerpo a cuerpo y que mata a su enemigo de un bayonetazo, empieza a parecernos brutal; un hombre vestido de paisano, que lucha y mata, nos parece un asesino. No nos fijamos en el hecho. Nos fijamos en la apariencia.”
Mi tesis ha sido siempre la siguiente: no es verdad que la historia nunca se repite; se repite siempre. Lo que no se repiten son sólo las apariencias. Mi primera advertencia tampoco ha cambiado: la violencia indiscriminada no sólo siembra muerte sino, además, lo que es aún peor —odio.
- Jorge Majfud. Escritor uruguayo (1969). Graduado arquitecto de la Universidad de la República del Uruguay, fue profesor de diseño y matemáticas en distintas instituciones de su país y en el exterior. En el 2003 abandonó sus profesiones anteriores para dedicarse exclusivamente a la escritura y a la investigación. En la actualidad ensaña Literatura Latinoamericana en The University of Georgia, Estados Unidos. Ha publicado Hacia qué patrias del silencio (novela, 1996), Crítica de la pasión pura (ensayos 1998), La reina de América (novela. 2001), El tiempo que me tocó vivir (ensayos, 2004). Es colaborador de La República, El País, La Vanguardia, Rebelion, Resource Center of The Americas, Revista Iberoamericana, Eco Latino, Jornada, Centre des Médias Alternatifs du Québec, etc. Es miembro del Comité Científico de la revista Araucaria de España. Ha colaborado en la redacción de Enciclopedia de Pensamiento Alternativo, a editarse en Buenos Aires. Sus ensayos y artículos han sido traducidas al inglés, francés, portugués y alemán. Ha sido expositor invitado en varios países. En 2001 fue finalista del Premio Casa de las Américas, Cuba, por la novela La reina de América. Ha obtenido recientemente el Premio Excellence in Research Award in humanities & letters, UGA, Estados Unidos, 2006. Próximamente se publicará en Italia la traducción de novela La reina de América (2007).
https://www.alainet.org/fr/node/116204?language=en
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