Siglo XXI: la utopía de la globalización y la “paz universal” perdieron aliento, la guerra retornó al centro del sistema

Nueva arquitectura mundial

13/09/2006
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“Acuerdo de Paz” que no existió Existe un consenso entre los analistas internacionales sobre el hecho de que la “crisis de hegemonía americana”, en la década de 1970, habría sido el punto de partida para las transformaciones políticas y económicas que culminaron, dos décadas más tarde, con el fin de la Unión Soviética y de la Guerra Fría y con el inicio del proceso de globalización financiera de la economía mundial. A partir de 1991, por lo tanto, el mundo liberal conmemoró su victoria sobre el nacionalismo y el socialismo, anunciando el fin de las fronteras y de las guerras, aparentemente eliminadas por la globalización de la economía de mercado. Con todo, aún en el comienzo del siglo XXI, la utopía de la globalización y de la “paz universal” perdieron aliento y la guerra retornó al centro del sistema mundial. Las primeras señales de este cambio ya eran visibles al final de la década de los noventa y, aunque a partir de la asunción del presidente Bush, en enero de 2001, no hubiese más dudas en cuanto a las alteraciones de rumbos de la política externa norteamericana, fueron los atentados del 11 de setiembre de aquel mismo año, así como las dos guerras que le siguieron – la de Afganistán y la de Irak – los factores que enterraron definitivamente la euforia de la “era Clinton”, dando inicio a una nueva coyuntura dentro del sistema mundial. Mirando por este ángulo, tenía razón la actual Secretaria de Estado, Condolezza Rice, cuando afirmó, inmediatamente después de los atentados de Nueva Cork y de Washington, que el mundo estaba viviendo un “momento transformativo” semejante al que viviera en la pos Segunda Guerra, particularmente entre 1945 y 1947, cuando fueron negociadas y establecidas las bases económicas, políticas e institucionales de la hegemonía norteamericana en el mundo. La diferencia en este caso quedó por cuenta del hecho que, después de 1991, no hubo ningún tipo de negociación entre las “potencias victoriosas”. Como tampoco hubo “acuerdo de paz”, las nuevas relaciones políticas y económicas establecidas entre las grandes potencias – y entre estas y el resto del mundo – vienen siendo definidas, desde entonces, de forma lenta, conflictiva, basadas en el “caso a caso” y en la dependencia de cada conflicto. La evidencia de esta nueva realidad está, por ejemplo, en la forma en que los Estados Unidos fueron ocupando militarmente algunos territorios de la antigua Unión Soviética, e incluso de sus aliados dentro del Pacto de Varsovia. Con o sin el uso de la OTAN, el movimiento de ocupación siguió una estrategia muy clara: se inició en el Báltico, atravesó Europa Central, Ucrania y Bielorrusia, pasó por los Balcanes, desembarcando, finalmente, en Asia Central y en Paquistán con la guerra de Afganistán, y en Bagdad con la última guerra de Irak. La consecuencia de este proceso de expansión militar es visible y basta una mirada al mapa actual de las bases militares norteamericanas a través del mundo. Ellas controlan casi todo el “Rimland”, considerada por NIcholas Spykman(1) el área geopolítica más importante del mundo para el ejercicio del poder global. Además de esto, no es difícil percibir que los Estados Unidos ya construyeron un “cinturón sanitario” separando Alemania de Rusia, y la de China, dejando evidente que estos países ya son, en el siglo XXI y en un horizonte de largo plazo, considerados y tratados como los verdaderos competidores de los Estados Unidos. Desde este punto de vista se puede comprender perfectamente a quien está dirigida la nueva doctrina estratégica del gobierno americano, oficializada después de los ataques del 11 de setiembre de 2001. En la práctica, los Estados Unidos ya hicieron uso del “derecho al ataque preventivo” en varios momentos de los siglos XIX y XX, pero casi siempre contra países pequeños o periféricos y bajo los auspicios de la Guerra Fría. La novedad de esta nueva doctrina no está exactamente en este aspecto, sino en el anuncio claro e inequívoco de que el objetivo final de los Estados Unidos a partir de entonces es impedir, por tiempo indefinido, el surgimiento en cualquier punto del mundo de otra nación u alianza de naciones que rivalice con su poder. Se trata de una estrategia de “contención”, como la que fue sugerida por George Kennan(2) y adoptada por los Estados Unidos con relación a la Unión Soviética, después de 1947, sólo que ahora tendiendo al ejercicio de un poder global que incluye una prevención permanente y universal dirigida también a sus propios aliados de la Guerra Fría, incluidos allí sus dos mayores “protectorados militares” de la post Segunda Guerra Mundial: Alemania y Japón. De esta manera, a lo que estamos asistiendo dentro del sistema político internacional desde 2001, es al inicio de una nueva fase de irritamiento de la competencia y de los conflictos políticos en el interior del “club” de las Grandes Potencias. Cómo explicar esto? Durante la década de 1990, el rápido crecimiento económico americano y el aumento del flujo internacional de capitales, resucitaron la creencia en la convergencia de la producción de la riqueza y en la armonía de intereses económicos entre los “países desarrollados” y el resto del mundo. Por lo tanto, un nuevo orden económico liberal que nacía “dispensando acuerdos y favoreciendo a todos por igual, gracias a la acción eficiente de los mercados”. Sin embargo, al final de la década de los noventa, el descenso cíclico de la economía mundial reforzó la conciencia de que se habían frustrado las expectativas de que la apertura de las economías nacionales promovería una rápida convergencia de la riqueza de las naciones, de sus rentas y clases sociales. Al mismo tiempo en que, por detrás de la polarización de la riqueza que caracterizó el período, ocurriría un gran desvío geográfico de los principales centros de acumulación mundial de capitales, con la consolidación, sobre todo a partir de 2001, de los nuevos flujos comerciales y financieros que pasaron a funcionar como locomotoras de la economía internacional, conectando el eje dinámico formado por EE.UU., China e India con las periferias asiáticas, africanas y latinoamericanas. El nuevo eje geo-económico Después de 1945 la economía capitalista mundial creció liderada por los Estados Unidos, teniendo en Alemania y en Japón sus dos protectorados militares que se transformaron en cadenas trasmisoras del dinamismo glboal, tanto en Europa como en el Sudeste Asiático. Un trípode que funcionó, de forma absolutamente virtuosa hasta 1973, unificado por la reconstrucción de la post-guerra y por la competencia con la Unión Soviética, mientras se deshacían de los viejos imperios coloniales europeos. Este eje dinámico de la economía mundial entró en crisis en la década de 1970, perdiendo su aliento global en la década siguiente, un poco antes del momento en que la economía alemana y la japonesa entrasen, en los años noventa, en estado de letargo crónico. Al contrario de sus antiguos socios, los Estados Unidos crecieron durante las dos últimas décadas del siglo XX de forma casi continua, liderando una reestructuración profunda de la economía mundial. Fue el período en que las economías nacionales del sudeste asiático, en particular la de China y la de India, se transformaron en la nueva frontera de expansión y de acumulación capitalista del sistema mundial, estableciendo una relación “virtuosa” – desde 2001 – de equilibrio financiero y de crecimiento económico con los Estados Unidos y con varis periferias o sub-periferias del sistema económico mundial. Dentro de esta nueva arquitectura, tanto Alemania como Japón no perdieron su lugar en la jerarquía de las economías nacionales y no dejaron de ser países cada vez más ricos. Sólo no son más protagonistas, ya que perdieron el liderazgo en el proceso de acumulación del capital en escala global. Fueron simplemente substituidos por el nuevo trípode, ya mencionado, y esta mutación “geológica” de la economía mundial no tiene más como ser revertida a mediano plazo, aunque algunos sectores del establishment político y académico americano continúen proponiendo, particularmente, el bloqueo político de la expansión económica de China. De ahora en más lo que se debe esperar es la profundización de las relaciones económicas de este nuevo trípode, aún con el agudizamiento de la competencia geopolítica entre los Estados Unidos y el bloque asiático liderado por China. Es interesante observar, mientras tanto, que este cambio del eje económico internacional de hecho renueva una de las relaciones más antiguas y permanentes de la historia económica mundial. Esta relación comercial entre el “oriente” y el “occidente” que tuvo inicio con la Dinastía Han de China y el Imperio Romano, entre 200 a.C y 200 d.C., y que se profundizó durante la dominación mongol en China y en el continente eurasiático, entre los años 1200 y 1350 d.C. (un poco antes del llamado “milagro europeo del largo siglo XVI”), es la misma que está en el origen de los “descubrimientos” y del nacimiento de los imperios marítimos y comerciales construidos por los europeos a través del mundo. En este sentido, la nueva geografía del capitalismo no sólo mantiene como actualiza y potencia, simultáneamente, la relación transcontinental y transcivilizatoria que estuvo presente en el nacimiento del primer sistema económico y político mundial. Mientras tanto este aspecto de “permanencia” en los cuadros de formación del sistema mundial no elimina la novedad revolucionaria de la nueva geografía económica del sistema y tampoco disminuye su impacto sobre la economía internacional. No es un ejercicio simple prever todas las consecuencias de esta nueva arquitectura económica. Sin embargo, hasta el momento, ella ha tenido efectos positivos desde el punto de vista del estímulo al comercio y de la estabilización de las finanzas internacionales. Pero ya es posible mapear los primeros congestionamientos y conflictos de suma – cero que vienen siendo provocados por este desvío “geo-económico”. En estos momentos de cambio radical del sistema, la economía y la política tienden a convergir más que de costumbre, siendo menos complejo identificar conexiones y superposiciones entre el juego político de la defensa y de la acumulación del poder, por un lado, y el juego “geo-económico” de la monopolización y de la acumulación del capital y de la riqueza de las naciones, por el otro. En este momento es posible identificar con relativa nitidez por ejemplo, la relación del problema de la escasez de fuentes de energía y la cuestión de la “seguridad energética” que se ubica para esta nueva máquina de crecimiento. Un verdadero rompecabezas del punto de vista de la reorganización y redistribución – tanto política como económica – de los recursos disponibles, aunque escasos, en varios puntos del mapa energético del mundo. Así, no es difícil entender la complejidad del nuevo arreglo que está en curso: basta mirar hacia las dos puntas del nuevo sistema – China/India y EE.UU. – y hacia sus necesidades energéticas en el futuro, en caso de que se mantengan las actuales tasas de crecimiento de estas economías. En conjunto, China e India detentan un tercio de la población mundial y vienen creciendo, en las dos últimas décadas, a una tasa media entre 6% y 10% al año. Por esto mismo es que al hacer su Mapa del Futuro Global en 2005, el Consejo de Inteligencia Nacional de los Estados Unidos previo que, hasta el 2020, la China deberá aumentar en 150% su consumo energético e India un 100%. Esto de mantenerse las actuales tasas de crecimiento económico. El problema está exactamente en el hecho de que ninguno de estos dos países tiene condiciones reales de atender sus necesidades internas por medio del aumento de la producción doméstica de petróleo o de gas. China fue exportadora de petróleo, pero hoy es el segundo mayor importador de óleo del mundo. Y estas importaciones atienden apenas a un tercio de sus necesidades internas. En el caso de India, su dependencia de suministro externo de petróleo es aún mayor. En estos últimos quince años esta dependencia aumentó de 70% a 85% de su consumo interno. Para complicar el cuadro de las necesidades asiáticas en el campo energético, tanto Japón como Corea permanecen altamente dependientes de las importaciones de petróleo y de gas, lo que contribuye aún más a la intensificación de la competencia económica y geopolítica dentro de la propia Asia. La necesidad urgente de anticiparse y garantizar el suministro futuro de energía es el factor que explica, por ejemplo, que en este momento se haya dado una aproximación de todos estos países asiáticos con Irán, a pesar de la fuerte oposición de los Estados Unidos. Y explica también no sólo la ofensiva diplomática y económica reciente – y sólida en algunos casos – de China en Asia Central, en Africa y en América Latina, así como la presencia creciente de India en Burma, Sudán, Libia, Siria, costa de Marfil, Vietnam y también en Rusia. Además de su participación conjunta en la disputa competitiva, y casi belicosa, con los Estados Unidos y con Rusia por el petróleo del Mar Caspio y sus oleoductos alternativos de escurrimiento, a través de Ucrania, Georgia, Arzesbayan, Turquía, Polonia, Afganistán y Paquistán. Siguiendo la misma estrategia de sus gobiernos, las grandes corporaciones públicas o privadas chinas, tanto como las indias, han realizado embestidas fuera de su zona inmediata de actuación tradicional, pretendiendo controlar empresas extranjeras que garanticen el suministro futuro de petróleo para sus países. Este, notoriamente, fue el caso de China Nacional Offshore Corporation que ya compró participación accionaria en empresas no sólo en Irán como también junto al grupo ruso Yukos y en la Unocal, de los Estados Unidos. El mismo camino viene siendo trillado por las grandes empresas estatales indias – la ONGC y la IOC – que ya anunciaron nuevas asociaciones en Rusia, en Irán y en la propia China. Por sin, el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres atribuyó a esta misma disputa energética la reciente reestructuración naval de estos países, así como la presencia militar creciente de los chinos e indios en el Mar de la India y en el Oriente Medio, como si quisiesen recordar a los economistas más ingenuos el parentesco muy próximo que existe entre los caminos del mercado y los de la competencia militar. En el otro lado de la punta de este nuevo eje dinámico de la economía mundial están los Estados Unidos, que no sólo ya eran sino que continúan siendo los mayores consumidores de energía del mundo y que, además de esto, están empeñados en diversificar sus fuentes de abastecimiento para disminuir su dependencia con relación a los países de Oriente Medio. Hoy Arabia Saudita sólo atiende el 16% de la demanda interna de los Estados Unidos, que ya consiguieron desviar la mayor parte de su abastecimiento de energía para dentro de su zona inmediata de seguridad estratégica, situada en Méjico y Canadá. Le sigue Venezuela como su cuarto más importante proveedor de petróleo. Además de esto, los Estados Unidos vienen trabajando activamente para obtener un acuerdo estratégico de largo plazo con Rusia y han avanzado de forma agresiva y competitiva sobre los nuevos territorios petrolíferos situados en Africa sub-sahariana y en Asia Central, en la región del Mar Caspio. En su condición de poder global, los Estados Unidos están disputando con China, India y las demás potencias económicas con escasez de recursos energéticos, todos los territorios que tengan excedentes actuales – o algún potencial futuro – capaces de garantizar la expansión continua de su poder económica y político. En esta lucha Europa entra como una especie de “primo pobre”, después que Gran Bretaña volvió a su condición de importadora de petróleo, mientras el resto de la Unión Europea importa actualmente de Rusia el 49% de su gas. Y deberá estar importando de este mismo país en torno del 80%, para el 2030. Es en este marco que se debe comprender el rápido reaparecimiento de Rusia en el ámbito de las negociaciones geopolíticas mundiales, ya sea en el contexto europeo, con su aproximación a Alemania, ya sea en el contexto asiático, con su nueva alianza estratégica con China. Rusia, actualmente, no sólo detenta el segundo mayor arsenal nuclear del mundo sino que aún es una gran proveedora de energía exactamente para China, India y Estados Unidos. La crisis de liderazgo político Después de 15 años de cambio continuo en el plano geopolítico, el sistema internacional viene dando señales de pérdida de “vitalidad orgánica”. Y todo indica que esta tendencia se deba mantener y profundizar en los próximos meses o años, porque no existe solución inmediata para ninguno de los problemas que están en el origen de esta “sensación de vacío”, o sea, el pantano en que se transformó la intervención americana en Irak, la guerra israelí en el Líbano y la falta de conclusión radical de la “guerra global” al terrorismo, declarada por el presidente George W. Bush. Y, al lado de todo esto, la ausencia cada vez más notoria de un proyecto “ético” o de una ideología “movilizadora” capaz de legitimar el arbitrio americano y garantizar lealtades en el plano internacional. Dos años y medio después de que el presidente Bush anunciara la victoria americana en la Guerra de Irak, el país parece envuelto inexorablemente en una guerra civil cada vez más extensa y violenta. Ya hace algún tiempo que la sociedad y el establishment americano volvieron a dividirse y que la opinión pública norteamericana fue retirando su apoyo a la política del presidente Bush en el Oriente Medio. De a poco se va generalizando la convicción de que el gobierno Bush creó para sí mismo una compleja trampa, encontrándose en la actual coyuntura en una disyuntiva bastante complicada. Esto es, si el presidente americano retira de inmediato sus tropas de Irak dejará atrás una guerra civil sangrienta, además de salir debilitado dentro y fuera de Oriente Medio. Si decide permanecer, deberá enfrentarse, según muchos especialistas, con un lento y grave deterioro de la situación militar norteamericana. Un impasse que debe agravarse aún más con el fracaso de la acción militar israelí en el Líbano, apoyada desde el inicio por los Estados Unidos. Frente a una trama cada vez más compleja de problemas y cuestiones algunos analistas americanos han propuesto una alternativa verdaderamente “heterodoxa”. O sea, una reaproximación y un acuerdo para que Irán asuma, luego de la salida de las tropas americana, la defensa del “nuevo orden” bajo el gobierno chiita de Bagdad. En este caso, mientras tanto, el producto final de la Guerra de Irak sería la creación de un “eje de poder” chiita en Oriente Medio – incluyendo el Líbano, Siria e Irak – bajo el liderazgo de Irán, el principal enemigo de los Estados Unidos en la región. Una hazaña no solo inédita sino una verdadera pirueta en el campo de la política internacional. La consecuencia más inmediata del fracaso de la estrategia militarista en Oriente Medio y en la reconstrucción de Afganistán y de Irak, así como en la estabilización del estado libanés, fue el descrédito casi total en que cayó el gran proyecto neo-conservador del segundo gobierno de George W. Bush para la región. Su programa de democratización y reforma económica liberal del “Gran Oriente Medio”, una especie de “cruzada civilizadora” del antiguo Imperio Otomano, fue recibido por los europeos, en su debido momento, con una indisfrazable “complacencia de los más viejos”. Pero, además de esto, el fracaso militarista corroyó la credibilidad de las amenazas americanas contra el “eje del mal”, en particular en el caso de Corea del Norte y de Irán. En el caso de la “guerra global al terrorismo”, los Estados Unidos se muestran cada vez más divididos e impotentes frente a una amenaza ubicua de gruos y redes que no obedecen a ninguna jerarquía o comando centralizado. Los atentados de 2001 sirvieron para que los Estados Unidos creasen un nuevo enemigo bipolar, proponiendo una sociedad estratégica global con todas las demás grandes potencias con el objetivo de combatir el “terrorismo internacional”, entendido a partir de entonces como cualquier enemigo de la política de expansión norteamericana. Esta sociedad estratégica, mientras tanto, sólo fue aceptada por las demás potencias de forma parcial y siempre que quedase garantido el mantenimiento de los códigos de respeto por la soberanía mutua. La permanencia indefinida de l a”guerra global” al terrorismo sólo viene creando dificultades crecientes para los propios Estados Unidos. En primer lugar, porque del punto de vista de su seguridad interna, la decantada ubicuidad del adversario “interno” exigiría, para tener eficacia, un control permanente y cada vez más riguroso de la propia sociedad americana. Una especie de estado de sitio crónico e intolerable, incluso para los norteamericanos. En segundo lugar, porque del punto de vista de la seguridad externa de los Estados Unidos, la nueva estrategia crea una situación de inseguridad colectiva y permanente dentro del sistema mundial. El nuevo adversario no es, en principio, una religión, una ideología, una nacionalidad, una civilización o un Estado. Y, además de esto, como no tiene rostro, puede ser redefinido en cualquier momento por los Estados Unidos de forma absolutamente arbitraria. Así, el poder americano se siente con el derecho de hacer ataques preventivos contra todo y cualquier Estado donde, según esta lógica, haya una posibilidad de que existan bases o apoyo a las acciones terroristas, lo que significa, en otras palabras, la auto-atribución de una soberanía imperial. Todo indica, por lo tanto, que la estrategia de la lucha global contra el terrorismo no es sustentable y tampoco conseguirá ser un factor o una variable capaz de ordenar, a mediano plazo, el sistema mundial. Por el contrario, debe aumentar las resistencias internas de la sociedad americana y acelerar en el largo plazo el retorno del conflicto entre las grandes potencias. No es de extrañar, por lo tanto, que durante el año 2006 el mundo se haya sentido cada vez más huérfano del liderazgo norteamericano. Y lo que se puede esperar de aquí en más es un prolongado y melancólico final del segundo mandato del presidente Bush. Su gobierno perdió el rumbo estratégico en Irak, en el Líbano y en la guerra al terrorismo. Pero, además de esto, los Estados Unidos no disponen por el momento de un proyecto, utopía o de una ideología capaz de movilizar a sus aliados tradicionales y a la opinión pública mundial. La utopía de la globalización se tornó un lugar común y perdió su fuerza de movilización porque su promesa de igualdad y convergencia de la riqueza de las naciones y de las clases sociales fue siendo desmentida por los hechos y por los números del mundo real. Hoy la retórica de los mercados desregulados y del fin de las fronteras nacionales suena como un sermón pasado de moda y sin capacidad de articular un proyecto, movilizar mentes y organizar la estrategia ideológica del poder americano. Es importante subrayar, mientras tanto, que la actual fragilidad del sistema político internacional no viene sólo de los Estados Unidos. Una mirada más cuidadosa hacia Europa revela una ausencia similar de vitalidad y de nitidez estratégica. Son notorias en este sentido las condiciones críticas del gobierno Chirac, en Francia y del gobierno Blair en Inglaterra. Este, particularmente, viene enfrentando derrotas parlamentarias, divisiones y deserciones sucesivas no sólo en sus filas partidarias, sino dentro del propio gobierno y, sobre todo, en la opinión pública por el involucramiento en la Guerra de Irak y por su condición de aliado del militarismo norteamericano. En el caso de Alemania, el gobierno de coalición entre la democracia cristiana y los socialdemócratas ya nació fragilizado por el hecho de reunir en un mismo gabinete los principales adversarios de las últimas elecciones parlamentarias alemanas, que terminaron prácticamente empatadas, reflejando una profunda división de la sociedad. Por fin, la propia Unión Europea perdió aliento y dirección, sobre todo a partir de 2005, después que los franceses y holandeses dijeron un rotundo “no” a su nueva Constitución, dejando el proyecto de unificación sin una estructura clara de poderes y sin un proyecto estratégico de largo plazo. Permanece dividida entre la posición inglesa – favorable a la constitución apenas de un mercado común y de un “imperio” flojo – y la posición franco-alemana favorable a un Estado Federal Europeo con un proyecto económico y de poder global. No hay duda que los Estados Unidos enfrentarán dificultades crecientes en las próximas décadas para mantener su control político y económico global. Sin embargo, lo que está en curso y que de hecho interesa en un análisis de largo plazo, es la transformación o el cambio profundo y lento del eje geopolítico del sistema mundial. Después de cinco siglos Europa perdió su centralidad dentro del sistema y el mundo vive por algún tiempo sin una bipolaridad nítida que organice el cálculo estratégico de sus principales actores, mientras Asia globaliza definitivamente el modelo interestatal de origen europeo. Con todo, las dos principales transformaciones geopolíticas y geo-económicas en curso dentro del sistema mundial son de duración lenta, y están sucediendo simultáneamente en dos tableros diferentes. Ambas fueron desbancadas por dos decisiones estratégicas tomadas al mismo tiempo en que había comenzado la crisis de los años setenta. Por un lado, la Ostpolitik del primer ministro alemán Willy Brandt, y, por otro, la llamada “apertura hacia China” implementada por el gobierno Nixon a inicios de los años 1970. La Ostpolitik está no sólo en el origen de la apertura europea para el Este sino también en las diversas transformaciones que culminaron con la reunificación de Alemania y en el derrumbe de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas. Fue, además de esto, el primer paso de una creciente convergencia en dirección al Este, o sea, entre Berlín y Moscú, uno de los componentes más complejos y estructurales de la actual crisis de la Unión Europea. Ya la nueva relación entre los Estados Unidos y China rehizo radicalmente el eje Europa-Asia que se estableció después de la Segunda Guerra Mundial entre los americanos y Japón. Solo que, en este caso, además de la relación económica complementaria y competitiva entre Estados Unidos y China, el propio éxito de la relación económica vaticina una disputa cada vez mayor por la hegemonía militar en el Sudeste Aiático. Además es importante recordar que durante la Guerra Fría los Estados Unidos sustentaron su competencia militar con un país con quien no mantenían relaciones económicas importantes para el dinamismo de su propia economía nacional. Además de esto, mantuvieron relaciones económicas dinámicas con países que no tenían ni autonomía militar ni posibilidad de expansión de su poder político internacional. En el caso de la relación EE.UU.-China, la complementariedad vuelve a ser socia de la competencia político-militar. En este momento, el estado americano no tiene como deshacerse económicamente de China. Pero llegará el momento en que los Estados Unidos tendrán que enfrentarse con el dilema de bloquear o no el movimiento expansivo de China fuera de sus fronteras. Y este momento se dará exactamente cuando este movimiento no sea solamente económico y asuma la forma de una voluntad política imperial. Y lo mismo sucederá en caso de que se materialice una alianza económico-militar de largo plazo entre Alemania y Rusia. Estas transformaciones pueden tomar años o décadas, pero en este intermezzo y del punto de vista de un análisis de larga duración, no existe pasividad o parálisis dentro del propio sistema. La propia necesidad americana de alianzas y apoyos en las guerras de Afganistán e Irak acabó devolviendo, recientemente, la libertad de iniciativa militar a Japón y a Alemania, al mismo tiempo en que permitió a Rusia reivindicar su derecho de “protección” en su área de influencia o “zona de seguridad” clásica, donde, después de 1991, se instalaron bases y tropas americanas. Es notorio que, de a poco, se fue formando una nueva polarización dentro del Oriente Medio con el surgimiento de un eje de poder chiita y la posibilidad de un enfrentamiento generalizado con los israelíes o con las fuerzas sunitas, dispersas por varios Estados de la región. Mientras sucede esto, del otro lado del mundo, el sistema estatal y capitalista asiático cada vez más se parece al exitoso modelo de competencia estatal que estuvo presente en el nacimiento del ya comentado “milagro europeo” del siglo XVI. Sin embargo, no es probable que se repita en Asia algo parecido con la Unión Europea. Por lo tanto, como la historia también está hecha de permanencias y repeticiones, no es de extrañarse el aumento periódico de los conflictos en las relaciones intra-regionales del Sudeste Asiático. Tal vez, por esta misma razón, sea posible identificar en el momento actual cambios significativos en América Latina, tanto en sus sistemas políticos nacionales como en el direccionamiento de la política externa de varios países que hoy contestan o proponen una redefinición de las relaciones de poder dentro del continente americano. El lugar de las antiguas colonias El viejo dilema y el nuevo proyecto Por detrás de los impasses que se acumulan en el Oriente Medio y de las nuevas posiciones que se afirman en la política externa de algunos países latinoamericanos, se esconde un tema antiguo y permanente: el problema de las nuevas relaciones entre las grandes potencias y el “resto del mundo”, después de que se deshicieron las lealtades y alianzas típicas del período de la Guerra Fría. Hoy existen en el nuevo orden mundial, ciento noventa y tres estados nacionales, de los cuales ciento veinticinco fueron colonias que se tornaron independientes en dos momentos de la historia moderna. El primero, situado a comienzos del siglo XIX, cuando se separaron de Europa casi todos los actuales estados americanos, y, el segundo, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando nació la mayor parte de los estados africanos y asiáticos. Al formarse en América los primeros estados nacionales independientes nacidos fuera de Europa, hubo algún tiempo en que las elites intelectuales y políticas europeas discutían la necesidad de la existencia de sus colonias, así como el futuro de ellas. En grandes líneas, es posible indentificar dos posiciones fundamentales en este debate económico y al mismo tiempo estratégico. De un lado, Adam Smith y casi toda la economía política clásica, convencidos de que el poder económico de Inglaterra, al final del siglo XVIII, ya cedía el uso de monopolios coloniales y de conquistas territoriales, consideradas cada vez más caras y menos lucrativas. Sustentaban la tesis de que la superioridad económica inglesa – acentuada por la Revolución Industrial – era suficiente para inducir la especialización “primario-exportadora” de las economías que se tornasen independientes y se transformasen en “periferias” políticas y económicas de los estados más ricos y poderosos. En una posición opuesta, estaban todos los políticos e intelectuales conservadores que, en la segunda mitad del siglo XIX, apoyaron las ideas colonialistas de Benjamim Disraeli y de Cecil Rhodes, el primero en defender que el camino de la paz universal pasaba necesariamente por la sumisión del “resto del mundo” a las leyes anglosajonas. Si la posición de Adam Smith predominó en la primera mitad del siglo XIX, las posiciones de Disraeli y de Cecil Rhodes se impusieron de forma avasalladora a partir de 1870. Sin embargo, es importante resaltar que esta no fue una victoria intelectual o apenas política. Fue, muchas veces, el resultado de la aplicación del recetario de Adam Smith. Es ejemplar, en este sentido, la historia de la conquista y colonización de casi todos los territorios que, en algún momento, pertenecieron al antigua Imperio Otomano. En casi todos los casos esta historia comenzaba por la firma (muchas veces impuesta por la fuerza) de Tratados de Libre Comercio que obligaban a los países signatarios a eliminar sus barreras comerciales, permitiendo el libre acceso de las mercaderías y de los capitales europeos. Estos tratados fueron establecidos con países de casi todo el mundo y que acabaron por especializarse en la exportación de las materias primas necesarias a la industrialización europea. Con la apertura de sus economías, casi todos los gobiernos tuvieron que endeudarse junto a la banca privada inglesa y francesa para cubrir los recursos perdidos con el fin de las tasas aduaneras. De ahí derivó que, en los momentos de retracción cíclica de las economías europeas, estos países periféricos pasaron invariablemente a enfrentar problemas de balanza de pagos, siendo obligados a renegociar sus deudas externas o a declarar moratorias nacionales. En el caso de América Latina las deudas y moratorias fueron solucionadas a través de renegociaciones con los acreedores y a transferencias de estos costos hacia las poblaciones nacionales. En el resto del mundo, la historia fue diferente: la cobranza de las deudas acabó justificando la invasión y la dominación política de muchas de las nuevas colonias creadas en el siglo XIX. Durante el siglo XX, los Estados Unidos y la Unión Soviética tuvieron una importancia muy grande en la independencia de las colonias afro-asiáticas. Ya en el fin de la Primera Guerra Mundial, los presidentes W. Wilson y V. Lenin defendieron el derecho a la autodeterminación de los pueblos, y a partir de entonces estos dos países asumieron el liderazgo en la defensa del derecho al desarrollo económico nacional. En las décadas siguientes, el “socialismo” – visto como una estrategia de industrialización – y el “desarrollismo” se transformaron en la utopía o esperanza de estos pueblos y en caminos alternativos para la realización de un mismo objetivo: el desarrollo económico, la movilidad social y la disminución de las asimetrías de riqueza y de poder del sistema mundial. A fines de la década de 1970, mientras tanto, el “desarrollismo” ya perdería aliento en la mayoría de los países periféricos, así como el socialismo, que poco tiempo después también entra en crisis y pierde su fuerza atractiva como estrategia de reducción del atraso económico. En este momento, el establishment de la política externa norteamericana comenzó a rever su política internacional y su apoyo financiero a los proyectos de desarrollo nacionales. Una respuesta casi inmediata a la propia “crisis de hegemonía americana” y a la crisis económica mundial de los años setenta. Además de esto, fue también una alternativa frente al desafío ubicado en 1973 por el éxito de la estrategia OPEP, con relación al control de los precios internacionales del petróleo, y al surgimiento del Grupo de los 77 y de su propuesta de reforma radical en el sentido de la creación de un nuevo orden económico internacional, aprobado en 1974 por la VI Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Inicialmente, la tendencia de la nueva política americana fue dar apoyo selectivo a algunos pocos proyectos nacionales de desarrollo. Pero, ya en los años ochenta, después de la avasalladora crisis de los endeudamientos externos y de las moratorias polonesa y mejicana, la nueva estrategia para la periferia del sistema asumió una forma más precisa, de acuerdo con las ideas básicas de la gran “restauración liberal-conservadora” de la era Reagan/Thatcher. En América Latina, durante la década de 1970, el nuevo modelo de política económica fue experimentado de forma pionera y el modelo que Paul Samuelson llamó “fascismo de mercado” fue implantado en Chile en 1973, en Uruguay en 1974 y en Argentina en 1976. A pesar de esto, fue en la segunda mitad de los años ochenta que se generalizó por todo el continente, en el contexto de la renegociación de las deudas externas de la región. Para todos los países endeudados fue una sola: a cambio de mejores condiciones en el pago de las deudas, fueron exigidos mercados desregulados, economías abiertas, estados no intervencionistas y el abandono radical de todo y cualquier tipo de proyecto de desarrollo nacional. En un primer momento, pareció que se trataba de un simple transformación coyuntural de una política de crecimiento por una política de estabilización de tipo ortodoxa. En los años noventa, con todo, se constató que la política de estabilización se transformaría en una pieza clave de la utopía de la globalización financiera, ofrecida a los países periféricos del sistema mundial. A partir de entonces, como en el siglo XIX, la promesa de desarrollo y la esperanza de movilidad en la jerarquía de poder y riqueza internacional pasaban, como en los tiempos de la Reina Victoria, por la aceptación de las reglas libre-cambistas y de la política económica ortodoxa propuesta por las grandes potencias. En 1996, el asesor internacional de Tony Blair, Richard Cooper, publicó un pequeño libro, The Post-ModernState and World Order(3), donde explicaba con claridad las directrices estratégicas de este nuevo proyecto imperial concebido por los anglosajones para el “resto del mundo”. Cooper parte del reconocimiento de la existencia de una relación directa y necesaria entre el proceso de la globalización financiera, las políticas económicas liberales de la década de noventa y el proyecto de construcción de “un nuevo tipo de imperialismo aceptable al mundo de los derechos humanos y de los valores cosmopolitas”. Para él, las grandes potencias “se volvieron honestas y no quieren más luchar entre sí”, pero, con todo, continúan obligadas a “exportar estabilidad y libertad para los demás países”. De estas relaciones jerárquicas nacerían las tres formas actuales de imperialismo existentes en el mundo. Un “imperialismo cooperativo”, que regiría las relaciones entre el mundo anglosajón y el resto del mundo desarrollado; un “imperialismo basado en la ley de la selva”, propio de las relaciones entre este grupo de países que “se volvieron honestos” y los “estados pre-modernos” o “fracasados”, incapaces de asegura sus propios territorios nacionales. Y, por fin, el “imperialismo voluntario de la economía global, dirigido por un consorcio internacional de instituciones financieras cmo el FMI y el Banco Mundial”, propia para los países que adoptan “la nueva teología de la ayuda, que enfatiza la gobernabilidad y defiende el apoyo a los estados que se abran y acepten, pacíficamente la interferencia de las organizaciones internacionales y de los estados extranjeros”. En síntesis, un proyecto de “ultra-imperialismo” entre las grandes potencias mundiales, la “ley de la selva” para los estados “pre-modernos” y el imperialismo de “libre-comercio” para los países que Adam Smith llamó de “nuestros aliados más fieles, aficionados y agradecidos”. La “era Bush” no rompió y no abandonó este proyecto de nuevo imperialismo “aceptable al mundo de los derechos humanos”. Por el contrario, al atacar Afganistán, Irak y al sustentar la política de Israel en Oriente Medio, los norteamericanos – con el apoyo casi incondicional de los ingleses – demostraron que están dispuestos a aplicar la “ley de la selva” con relación a los estados que ellos consideran “pre-modernos” o “fracasados”. Y en todos los foros internacionales o multilaterales han insistido, con fuerza creciente, en la defensa del libre-comercio y en el proceso de desregulación y apertura de las economías nacionales de los países en desarrollo, enfatizando la necesidad de que sus estados se abran y acepten no sólo los dictámenes de los mercados financieros internacionales sino la tutela de sus organismos internacionales. El problema con relación al “mundo de la selva” es que, en los últimos quince años, los Estados Unidos demostraron no saber lo que hacer con los países bombardeados y ocupados. En el campo político militar, aumentan día a día las dificultades americanas en Afganistán, donde no existe prácticamente gobierno central fuera de Kabul y, en Irak, donde las tropas americanas están siendo hostilizadas y atacadas permanentemente y el gobierno americano continúa perplejo, sin estrategias de retroceso o de avance, resistiéndose al camino de una política colonial explícita y en una superestimación del poder militar para resolver los impasses del conflicto. Les gustaría, seguramente, replicar en Irak la misma estrategia que adoptaron después de la Segunda Guerra Mundial en Alemania y en Japón, siendo que algunos ya llegaron a soñar con una repetición de la Unión Europea. Pero, en la práctica, parecen cada vez más comprometidos con un proyecto colonial poco nítido y que no cuenta con el apoyo de las demás potencias aliadas. Con relación al mundo del “imperialismo voluntario de la economía global”, los números e indicadores económicos no dejan la menor duda: la promesa de la convergencia de la riqueza no se cumplió en los últimos quince años y, por el contrario, la renta se concentró aún más en los países que adoptaron la “nueva teología de la ayuda”. Además de esto, las crisis financieras se sucedieron durante la década de los noventa no sólo en Argentina, sino en Méjico, en el Este Asiático, en Rusia, en Brasil, y, más recientemente, nuevamente en Argentina. A comienzos del nuevo siglo, pocos aún creen en las virtudes de las políticas recetadas por el “consorcio mundial de organismos financieros”, liderado por el FMI. Los Estados Unidos, por su parte, miran con desconfianza hacia los países que tuvieron éxito económico sin seguir los caminos “voluntarios” de la economía global. En las palabras de John Mearsheimer, “la política de los Estados Unidos en la China está mal orientada, porque una China rica no será un poder que acepte el status quo internacional. Por el contrario, será un estado agresivo y determinado a conquistar una hegemonía regional. No porque China al quedar rica empiece a tener instintos malvados, sino porque la mejor manera para cualquier estado de maximizar sus perspectivas de supervivencia es tornarse hegemónico en el nordeste de Asia, no es del interés de América que esto suceda” (2001;pp402)(4). La tesis de Mearsheimer aunque sobre China, puede ser aplicada a India y a todos los países que aún no perteneciendo al “mundo de la selva”, tampoco están dispuestos a aceptar las reglas impuestas por el “imperialismo voluntario de la economía global”. En estos casos tal vez se debiese hablar de un cuarto tipo de imperialismo que no aparece explicitado en la propuesta de Richard Cooper. Aquí, el que estaría siendo propuesto es una especie de “ataque preventivo”, de naturaleza económica, tendiendo a bloquear el desarrollo de los países que se propongan mudar su posición dentro de la jerarquía mundial de la riqueza y del poder. Mirando por el lado de las “ex-colonias” – en particular América Latina – lo que se tiene en este momento, después de una década de experimentación neoliberal, es una balanza global negativa y, en algunas situaciones, con efectos catastróficos, como fue el caso de la crisis de Argentina de 2001. En casi todos los países del continente los resultados fueron los mismos, apuntando en la dirección del bajo crecimiento económico y de la profundización de las desigualdades sociales. La frustración de las expectativas creadas en los años 90 por la utopía de la globalización y por las nuevas políticas neoliberales, contribuyó en las victorias electorales de nuevos liderazgos políticos que se están proponiendo gobernar e innovar la historia latinoamericana en este inicio del siglo XXI. Y todo indica que, a la sombra inmediata del poder global de los Estados Unidos, puede estarse abriendo un nuevo espacio y una gran oportunidad para la redefinición de ls relaciones tradicionales de poder dentro del continente y que apuntan a una mayor integración política y económica de los países latinoamericanos y a una renegociación de la hegemonía de los Estados Unidos en este espacio de la periferia del sistema mundial. América Latina: cambios y perspectivas En este inicio del Siglo XXI, también en América Latina están sucediendo cambios veloces y sorprendentes, en un continente que en general se mueve de forma sincrónica a pesar de su enorme heterogeneidad interna. Basta mirar retrospectivamente hacia los grandes movimientos de la historia latinoamericana para percibir la existencia de notables convergencias como por ejemplo, durante las “guerras de formación”, en la primera mitad del siglo XIX; o en el momento de su integración “periférica” a la economía industrial europea, a partir de 1870; o incluso en el período de su reacción “desarrollista” frente a la crisis mundial de la década de 1930. Cabe recordar que después de los Estados Unidos, los países latinoamericanos fueron los primeros estados que se formaron fuera de Europa. Nacieron en bloque y casi simultáneamente, por razones ligadas a la decadencia de los imperios ibéricos y a la expansión de las nuevas potencias que asumen el liderazgo del sistema mundial a partir de los siglos XIVV y XVIII. El reconocimiento de sus independencias por parte de estas nuevas potencias pasó por negociaciones que involucraron, invariablemente, la firma de Tratados de Libre Comercio, primeramente con Inglaterra y más tarde con los demás países europeos y con los Estados Unidos. Como consecuencia, América Latina se transformó en el primer laboratorio de experimentación de la estrategia de “reracionamiento no colonial con los territorios del nuevo mundo”, defendida por Adam Smith. Del punto de vista de América Latina esto significó en la práctica la aceptación de una hegemonía política, económica y financiera externa por parte de sus nuevos estados independientes. Hegemonía que los ingleses ejercieron durante el siglo XIX y que después cedieron a su ex-colonia norteamericana. Por esto mismo es que la “convergencia” o “simultaneidad” que caracterízó la historia de los países latinoamericanos aumentó después de la Segunda Guerra Mundial y durante toda la Guerra Fría, período en que la política externa norteamericana incentivó en la región una oposición sistemática a todos los partidos y gobiernos nacionalistas o de izquierda. En particular, después de la frustrada invasión de Cuba en 1961, a la que se sucedieron una serie de golpes militares e instalación de regímenes dictatoriales en casi todo el continente. Con el fin de la Guerra Fría, en la década de 1990, la “inducción” norteamericana y la convergencia de los pueblos latinoamericanos se desviaron hacia el campo de las políticas económicas. En el contexto de la renegociación de sus deudas externas, casi todos los gobiernos de la región adoptaron un programa común de políticas y reformas liberales que abrió, desreguló y privatizó sus economías nacionales. Es bien cierto que esta virada neoliberal ya había comenzado anteriormente, con la instalación de los regímenes militares en Chile, en 1973, en Uruguay en 1974 y en Argentina en 1976. Después de este período, fue en los años 80 y 90 que los demás países del continente abandonaron, en conjunto, el proyecto “nacional-popular”, “desarrollista” y “latinoamericanista”, que había sido hegemónico entre 1930 y 1980. Este fue sustituido por un programa común de estabilización monetaria y de desregulación y privatización de las economías nacionales de la región. En todos estos casos, las nuevas políticas económicas fueron justificadas con los mismos argumentos: la globalización era un hecho nuevo, provisor e irrecusable, que imponía una política de apertura e interdependencia irrestricta como único camino de defensa de los intereses nacionales en un mundo donde ya no existían más las fronteras nacionales y, por lo tanto, donde no se justificaban ideologías o políticas nacionalistas. Con el paso del tiempo, entre tanto, el nuevo modelo económico instalado por las políticas liberales no cumplió su promesa de crecimiento económico sustentado y de disminución de las desigualdades sociales. En el cambio de rumbo del nuevo milenio, la frustración de estas expectativas contribuyó decisivamente en la nueva inflexión sincrónica del continente y que está en pleno curso: una virada democrática y a la izquierda de muchos gobiernos de América Latina.. La elección, a fines de 2005, para presidente de Bolivia del líder indígena y socialista, Evo Morales y de la militante socialista chilena, Michele Bachelet, a comienzos de 2006, fueron apenas acontecimientos de una tendencia que tuvo inicio con las elecciones de Hugo Chávez, Luiz Inácio Lula da Silva, Néstor Kirchner y Tabaré Vázquez. Por su parte, este marco de cambio político-electoral está colocando nuevamente en evidencia varias ideas, propuestas y políticas del tipo “nacional-popular”, “desarrollista” o “latinoamericanista”, que habían sido enterradas por la avalancha neoliberal de los años 90. Son ideas y propuestas que se remontan a la Revolución Mejicana y, en particular, al programa de gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, adoptada en la década de 1930. Cárdenas fue un nacionalista y su gobierno hizo una reforma agraria radical, estatizó la producción del petróleo, creó los primeros bancos estatales de desarrollo industrial y de comercio exterior de América Latina, invirtió en la construcción de infraestructura, practicó políticas de industrialización y de protección del mercado interno, implantó una legislación laboral y adoptó una política externa independiente y anti-imperialista. Después de Cárdenas, con pequeñas variaciones, este programa se transformó en un denominador común de varios estados latinoamericanos y que fueron reconocidos como gobiernos “nacional-populares” o “nacional-desarrollistas”, como fue le caso de Vargas en Brasil, de Perón en Argentina, Velasco Ibarra en Ecuador y de Paz Estensoro en Bolivia, entre otros. No fueron gobiernos socialistas o marxistas, pero sus ideas, políticas y posiciones internacionales se transformaron en una referencia básica de toda la izquierda latinoamericana. Apenas como ejemplo de esta afirmativa, fueron estos mismos programas de gobierno que inspiraron la revolución campesina boliviana de 1952, el gobierno democrático de izquierda de Jacobo Arbenz en Guatemala, entre 1951 y 1954, la primera fase de la revolución cubana entre 1959 y 1962, y el gobierno militar-reformista del general Velasco Alvarado en Perú, entre 1968 y 1975. Los años de 1970 a 1973 asistieron a la retomada de estas ideas y propuestas en Chile, a través del programa de gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende, que proponía una radicalización del “modelo mejicano” con la aceleración de la reforma agraria y la nacionalización de las empresas extranjeras productoras de cobre, al mismo tiempo en que defendía la creación de un “núcleo industrial estratégico”, de propiedad estatal, que debería haber sido el embrión de una futura economía socialista. Del punto de vista de la política internacional, todos estos programas y gobiernos siempre defendieron algún tipo de “integración latinoamericana”. Sin embargo, solamente en la década de 1960 es que fueron tomadas las primeras iniciativas de integración regional con el objetivo de fortalecer el proceso de industrialización de la región. En 1960 fue firmado el acuerdo de creación del Mercado Común Latinoamericano de Libre Comercio (ALALC, hoy ALADI). En 1969, Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador y Perú crearon el Mercado Común Andino. Y finalmente, en 1986, fue creado el MERCOSUR. Casi todas estas experiencias mostraron resultados alentadores en una primera fase, pero se fueron desacelerando y perdiendo aliento económico y político. Esta situación es consecuencia, por un lado, de la resistencia de intereses internos contrarios a la integración y, por otro, de la propia naturaleza competitiva de la mayoría de las economías nacionales de la región, volcadas a la exportación muchas veces de los mismos productos y para los mismos mercados externos. En los tiempos actuales el proyecto de integración latinoamericana volvió al primer plano de la agenda y de los debates de la política externa brasileña, transformándose en una especie de columna vertebral y en el denominador común de las políticas externas de los gobiernos “post-neoliberales” del continente. Una integración alternativa al proyecto del ALCA propuesto por los Estator Unidos, lo que significa, de inmediato, un gran desafío para los latinoamericanos. Nunca está demás recordar que América fue y es el único continente donde jamás hubo ningún tipo de disputa hegemónica. En un primer momento la hegemonía fue británica y, más tarde, norteamericana. Pero entre los dos países anglosajones, al contrario de cualquier disputa importante, hubo casi siempre una amplia colaboración después del desmontaje y la caída de los imperios ibéricos. A pesar de esto, es difícil vislumbrar un futuro simple y linear en este continente que navega lejos del epicentro de las disputas geopolíticas de las grandes potencias mundiales. Los europeos hay apoyado de forma discreta los nuevos movimientos diplomáticos y económicos latinoamericanos. Pero, seguramente, no pretenden involucrarse excesivamente con la zona incontestable del poder global de los EE.UU., aunque vean con simpatía la posibilidad de algún tipo de competencia en el continente que contribuya para su proyecto de “multipolarización” del sistema político mundial. Nada que asuste a los americanos, pero que pueda abrir las puertas del continente a una mayor influencia política de la Unión Europea. Por esto mismo es que están apoyando la entrada de Brasil en el Consejo de Seguridad de la ONU, y el presidente francés, Jacques Chirac, no ha perdido oportunidad de demostrar su simpatía y apoyo a todas las iniciativas internacionales del presidente Lula. América Latina siempre ocupó un lugar secundario en la agenda internacional de los Estados Unidos y, actualmente, el gobierno Bush mantiene una posición ambigua frente a los nuevos descubrimientos y proyectos de América Latina. Es en este espacio que, de a poco, se está consolidando un nuevo eje y una nueva dirección en la política externa latinoamericana. Una oportunidad sin precedentes para que el continente se levante sobre sus propias piernas y se proponga colectivamente no sólo como protagonista, sino como tema de la nueva agenda internacional definida por las grandes potencias mundiales. En este punto, vale observar un poco la historia pasada y el período de apogeo del poder político y económico mundial de Gran Bretaña, después de 1850, cuando el poder británico era análogo al que, en este principio de siglo XXI, posee los Estados Unidos. Y, sin embargo, en aquel mismo período y a pesar del poder inglés, se dieron cambios geopolíticos decisivos y que transformaron radicalmente la historia del mundo y de sus estados nacionales. Baste recordar las revoluciones democráticas que sacudieron toda Europa a partir de 1848; el gran movimiento nacionalista que pasó a la historia como la “primavera de los pueblos”; o incluso, en la década de 1860, la revolución Meiji en Japón, la Guerra Civil en los Estados Unidos, y la unificación de Alemania y de Italia. En síntesis, el poder de las Grandes Potencias es fundamental para la globalización de los mercados y para la jerarquización de los estados, pero el Sistema Mundial no “determina” necesariamente el destino final de cada una de sus regiones, estados o grupos sociales, sino que apenas delimita las chances y oportunidades que serán aprovechadas – o no – según los intereses y proyectos de las fuerzas victoriosas y dominantes dentro de cada uno de los países o regiones que componen el sistema. Desde este punto de vista, es innegable que después de 2001 está en curso un cambio importante en las relaciones entre América Latina y los Estados Unidos y que éste podría abrir amplias oportunidades de transformación del lugar del continente en el sistema geopolítico regional y mundial. Lo esencial, desde nuestro punto de vista, es que los Estados Unidos están perdiendo legitimidad y capacidad de intervención dentro de su zona de influencia latinoamericana. Muchos atribuyen esta tendencia a la prioridad absoluta que fue dada por la política externa norteamericana a la “guerra global al terrorismo” y a las intervenciones militares en el Oriente Medio. Pero esta explicación es apenas parcial, porque desvaloriza los cambios políticos que se dieron en el propio continente y desconoce las transformaciones económicas que están sustentando materialmente la voluntad política de los nuevos gobiernos latinoamericanos, los mismos que se proponen cuestionar o renegociar la hegemonía norteamericana en el continente. Los Estados Unidos comenzaron a perder apoyo y capacidad de intervención en la región – sobre todo en América del Sur – en la medida en que sus poblaciones fueron eligiendo gobiernos identificados, en su mayoría, con una postura crítica con relación a las políticas neoliberales patrocinadas por el “Consenso de Washington” durante la década de 90. Sobre todo, el poder de intervención de los Estados Unidos comenzó a perder fuerza en el continente:  después del apoyo al fracasado golpe militar venezolano de 2002;  después de vaciamiento del proyecto del ALCA, patrocinado por Brasil y Argentina y encajonado en la Reunión de la Cúpula de las Américas, en Mar del Plata;  y, finalmente, después que Argentina rompió con el FMI en 2003 y decretó, unilateralmente, lo que vino a ser una moratoria exitosa. El fracaso posterior de la Ronda de Doha, en gran medida debido a la posición norteamericana, apenas completó el cuadro de deterioro de la imagen de los Estados Unidos en el continente, agravado por la oposición de la opinión pública latinoamericana a la política militar de los Estados Unidos en Oriente Medio. Pero, por detrás de todo esto, existen algunos cambios en el escenario económico mundial y regional que han contribuido decisivamente, en el fortalecimiento de las posiciones “autonomistas” de los nuevos gobiernos latinoamericanos, en particular dentro de América del Sur. En este punto es donde se observan los efectos más directos e inmediatos del cambio del eje geo-económico mundial sobre América Latina. Por un lado, porque el crecimiento acelerado de las economías asiáticas ha sido el responsable del aumento de las tasas de crecimiento de casi todas las economías nacionales de la región. Por otro lado, particularmente el crecimiento de las economías con fuertes excedentes minerales y energéticos, como el caso del níquel en cuba y del petróleo en los países andinos. Los nuevos precios, sobre todo del petróleo, del gas y de los minerales, permitieron aumentos de royalties e impuestos que fortalecieron la capacidad fiscal de todos estos estados, permitiendo financiar no sólo sus políticas de infraestructura sino las políticas sociales masivas. Además de esto, los nuevos precios de la energía y de los minerales permitieron la formación de voluminosas reservas en monedas fuertes dentro de la región. Siendo que en caso de Venezuela, sus 30 billones de reservas vienen permitiéndole actuar en la región como una especie de “banco central informal”, toda vez que se dispone a comprar títulos de las deudas públicas nacionales de los países de la región. Una decisión del gobierno venezolano que contribuyó decisivamente al vaciamiento y la súbita desaparición del FMI del escenario financiero (y mediático) de América del Sur. Otro aspecto importante es que los países petroleros y China vienen compitiendo cada vez más con los Estados Unidos en materia de mercados y de inversiones externas. La propia China dispone hoy de un volumen de reservas de tal magnitud, que la deja en condiciones de arbitrar por cuenta propia cada vez que quiera hacer intervenciones financieras innovadoras como las que vienen siendo hechas por Venezuela en el continente latinoamericano. Es en este contexto que se debe encuadrar y comprender la impotencia de los Estados Unidos, por ejemplo, frente a las nuevas compras de armamentos hechas por Venezuela y Argentina en el mercado ruso. En todo esto, o más paradojal es que, mientras se mantenga el actual marco de “bonanza” y crecimiento de la economía mundial, liderado por los Estados Unidos y China, lo más probable es que la capacidad de intervención material de los Estados Unidos dentro del continente continúe disminuyendo, al mismo tiempo en que podrá crecer la base material y el margen de maniobra de lso países que se propongan aumentar sus grades de libertad con relación a la política externa, militar y económica de los Estados Unidos. Pero nada de esto está predeterminado por los cambios globales del sistema mundial o por las transformaciones materiales de la economía latinoamericana. De aquí en adelante será inevitable, como siempre, que los horizontes y el futuro dependerán de la forma en que las fuerzas políticas internas del continente se posicionen frente a las oportunidades creadas por las transformaciones globales. En este punto, lo más probable es que se de una estimulación, creciente en toda América Latina, de la lucha entre dos fuerzas polares que ya vienen enfrentándose durante casi todo el siglo XX. De un lado los “libre-cambistas”, que desde la independencia defienden el mismo tipo de política económica y de política externa favorable a un desarrollo dependiente, asociado y alineado – con Inglaterra, hasta 1930 – y, con los Estados Unidos, a partir de 1945. Y del lado opuesto, los sectores políticos, sociales e intelectuales favorables a un desarrollo nacional y a una política externa volcada hacia la expansión del poder político y económico soberano de América Latina. (Traducido para La ONDA digital por Cristina Iriarte) - José Luis Fiori es Profesor Titular de Economía Política Internacional del Instituto de Economía de la Universidad Federal de Río de Janeiro (1) SPYKMAN, N.J. (1944), THE GEOGRAPHY OF THE PEACE, Harcourt, Brace Company, New York (2) KENNAN, G.F. (1947) “The sources of Soviet Conduct”, in Foreign Affairs, XXV, Nº 4, July (3) COOPER, R. (1996). THE POST – MODERN STATE AND THE WORLD ORDER. London, Demos (4) MEARSHEIMER, J. (2001). THE TRAGEDY OF THE GREAT POWER POLITICS. New York, Norton &Compa LA ONDA® DIGITAL
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