Entre cerraduras y rinocerontes

01/11/2006
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Habitan en mí una legión de auroras. Ni sé cómo en un alma tan conturbada puede florecer esa luminosidad que ciega los ojos del espíritu. Quizás sea eso la noche oscura cantada agónicamente por los místicos. Quizás sea la perfección del mirar. Es como estar sediento frente al mar. Agua, mucha agua, pero no se la puede beber. Sólo contemplar la piel rugosa del Planeta, esa voracidad oceánica que devora todos mis sueños.

Por más que me resista, el aluvión me corroe por dentro. A veces me entran ganas de dejar de creer en todas las auroras o creer que no pasan de ser un fuego fatuo en mi oblicuo horizonte. ¡Oh voracidad! El mundo de ahí fuera, embriagado en sus codicias, esa lucha insana por la sobrevivencia animal, y yo aquí, en el apartamento 704 del hotel Donatello, en Modena, en pleno abril lluvioso, tratando de abrigarme del frío que hace dentro de mí.

Es eso, no consigo ver lo que los otros ven, no consigo reír de lo que los otros encuentran gracioso, no consigo dejar de ser yo mismo, desconfiado, taciturno, porque son muchas mis cavilaciones. Por ejemplo, colecciono cerraduras y fotos de rinocerontes. Las cerraduras, es obvio, sirven para cerrar, porque el ser humano no soporta la transparencia; siempre necesita cubrirse: de pelo, máscaras, techo, pared, porque la desnudez es un arte que exige talento. Aunque un hombre y una mujer estén sin ropas, encerrados en un cuarto, entregados a las infinitas posibilidades del juego erótico, no significa que estén desnudos. Están desvestidos. La desnudez es otra cosa. Es meter el cuchillo hasta la cacha, arrebatar la luna con las manos, descubrir todos los recovecos del alma, hasta los más oscuros e ínfimos. Si no soportamos quedar desnudos ante nosotros mismos, ¡cuánto menos delante de los otros! Por eso las cerraduras debieran quedar mudas, aunque casi siempre se manifiestan impidiéndonos.

¿Y por qué fotos de rinocerontes? Hace tiempo soñé que yo era un rinoceronte, de aquellos enormes que pesan toneladas. Me desplazaba con gran dificultad, lo que exigía paciencia de todos ante mi paso. Al atravesar una calle, me encontraba aún a medio camino cuando se abría la luz verde, irritando a los conductores; en el cine necesitaba ocupar media hilera de butacas; en el restaurante comía la mitad de todo lo servido.

Me gustan los ambientes elegíacos, el arte que no expresa quejas, los primitivistas que pintan sus telas con el talento que supera todas las formalidades académicas. Vivo por eflorescencias. Casi toda la semana irrumpen en mí volcánicas primaveras. Son flores de fuego. Trato de fijarlas en retablos y, en ejercicio de iluminación, copiarlas en pergaminos. Porque sólo las flores y las mariposas superan a las obras maestras del arte universal. Pero no soy dado a cazar mariposas.

No me gustan las ideas adornadas. Prefiero las simples, directas, traslúcidas. Hay días en que me recojo en la biblioteca del convento donde vivo y paso horas contemplando iluminaciones de manuscritos antiguos.

Hete aquí que se me apareció en sueños un hombre cuyos zapatos tenían puntas finas y largas; en la cintura profusión de lazos; las mangas eran hinchadas como globos; los puños almidonados. Estaba de pie en un salón rodeado con cortinas de colores brillantes, salpicadas de estrellas de oro entre espacios vacíos llenos de soles. Alrededor capiteles y un pesado artesonado. Y él sabía que la ataraxia es una propiedad de las más hermosas esculturas. De repente comenzó a bailar con movimientos suaves. No había música, sólo apenas una orquesta invisible de rinocerontes inmensos y diminutos, gordos y delgados, altos y bajos, pesados y ligeros. Todos traían cerraduras en sus patas redondeadas y al abrirlas y cerrarlas imprimían el ritmo que conducía al bailarín. Una vez despierto, del otro lado del sueño, quedé preguntándome si tamaña ilogicidad que preside las emanaciones del inconsciente no sería la verdadera lógica que la razón tanto teme y rechaza.

Sólo entonces comprendí por qué René Descartes fue hallado muerto en la Biblioteca Nacional, en Buenos Aires. Una fina espátula plateada le atravesaba el corazón. Se sospecha que el asesino se llama Jorge Luis Borges, más conocido por el apodo de “El brujo”. (Traducción de J.L.Burguet)

- Frei Betto es escritor, autor de “Trece cuentos diabólicos y uno angelical”, entre otros libros.
https://www.alainet.org/fr/node/117937
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