Uruguay ante los nuevos procesamientos
No hay caducidad para la justicia
23/11/2006
- Opinión
Nuestra democracia está comenzando a cumplir etapas que hasta hace poco tiempo parecían inalcanzables en materia de justicia, aunque mantiene infinidad de asignaturas pendientes tanto en ese plano como en muchos otros, cumpliéndose –en este aspecto– con la decisión del gobierno progresista de hacer todo lo posible para llevar ante los tribunales a los responsables de las acciones contrarias a los derechos humanas concretadas durante la dictadura.
Que el ex dictador, Juan María Bordaberry y el canciller de la dictadura, Juan Carlos Blanco estén procesados, más allá de lo que digan los juristas, de las perfecciones o imperfecciones de los trámites que se asignan a alguna argumentación estampada en el auto de procesamiento, es un hecho que marca una inflexión histórica a tener en cuenta.
Ya el camino había comenzado a recorrerse con las extradiciones de tres militares a Chile, acusados de ser coparticipes del asesinato de Eugenio Berrios y los demás enjuiciamientos de militares y policías.
Por otra parte hay otro hecho sintomático, de alguna manera, con imperfecciones y carencias, la Justicia -pese a la existencia de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado que se viene aplicando en el país desde hace dos décadas– está actuando sin violentar ninguna norma, otorgándole a las personas que son procesadas todas las garantías al debido proceso que están establecidas.
Por supuesto, lo sabemos muy bien, que importantes sectores de la ciudadanía exigen la anulación de la Ley de Caducidad, para lo cual –según lo que afirman los más destacados juristas– no existe un mecanismo legal idóneo. No hay forma de anular una norma legal si no es dentro de los plazos que marca la Constitución de la República, que son dentro de los 180 días de su promulgación. No se puede concretar esa acción, por más que haya justicia en el reclamo, dentro la legislación uruguaya luego de 20 años de ser aplicada la norma que, además, fue ratificada mayoritariamente por la población en un plebiscito democrático.
Sin embargo, más allá de ese escollo, la propia norma legal abre posibilidades –como todos bien sabemos– que son de aplicación y pueden servir para sancionar de manera severa a quienes han violentado los derechos humanos, como está ocurriendo en estos momentos en el país. Por otra parte el sometimiento del país a la normativa internacional sobre derechos humanos, determina que no exista ninguna norma interna que pueda amparar a los delitos de lesa humanidad.
¿Quién iba a pensar una década atrás que José Gavazzo, esa especie de símbolo del terrorismo de Estado, iba a pasar sus días en una cárcel por sus acciones salvajes contra los indefensos presos políticos?
¿Quién se atrevería a adelantar durante cualquier gobierno anterior que grupos de antropólogos perforarían zonas de los cuarteles, buscando cementerios clandestinos, trabajos que en algunos casos, encontraron restos humanos que prueban la acción de los bárbaros erigidos en dueños de vidas y derechos de quienes fueron el blanco de las persecuciones?
Es fácil entender lo que pasó en el país. El cambio de la correlación política influyó en todo el contexto –no podemos negarlo– y la presencia en la cima del Estado de un gobierno progresista, el del Frente Amplio, es un reaseguro importante para quienes deben actuar, inclusive los jueces. Antes solo tenían para hacerlo su valentía personal y la fuerza de sus convicciones, elementos loables, pero que no alcanzaban para que se lograran los objetivos de comenzar a darle vigencia a la justicia que debe imperar en la democracia, elemento necesario para su consolidación.
Hoy las cosas han cambiado de manera rotunda. El Poder Ejecutivo resolvió que sea la Justicia la que analice previamente cada uno de los expedientes para incluir los eventuales delitos en la llamada Ley de Caducidad, jerarquizando a un poder que en esa materia había sido sometido por vía de la imposición política. Y el Poder Judicial, sin ser intervenido en ninguna de sus potestades, se siente respaldado para hincarle el diente a esta problemática tan difícil.
No sabemos que dirán los tribunales de alzada sobre los trámites de procesamiento contra Bordaberry y Blanco, si en realidad la semiprueba objetiva en la participación de los crímenes de que se acusa a los dos ex dictadores podrá mantenerse. Pero, más allá de sus resoluciones (¡porque en este país es necesaria la Justicia, no la venganza ni el revanchismo!), la verdad es que sobre Bordaberry pende otro delito por el que, seguramente, deberá también ser procesado y en que su responsabilidad objetiva es más clara: el de atentado a la Constitución.
La doctora Hebe Martínez Burlé lo ha sostenido reiteradamente al exponer en esta causa. Para la magistratura no es muy difícil llegar a la conclusión aludida de que el ex dictador violó la Constitución, porque si bien fue timoneado por el líder castrense, Gregorio Alvárez, otro de los grandes responsables del oprobio histórico vivido por el Uruguay, no caben dudas, en apariencia y en lo previo, de sus acciones que lo llevaron a ser un factor decisivo en el golpe de Estado que hizo que el país ingresara en una de las etapas más difíciles y dramáticas de su historia.
No estamos felices por el encarcelamiento de estos tristes personajes, pero si satisfechos. Y en ello permítasenos reiterar una argumentación que nos parece fundamental, porque vemos que el período de excepcionalidad que regía en el país desde el fin de la dictadura casi hasta los últimos meses, en donde los peores delitos cometidos (de lesa humanidad) no eran castigados, ha terminando.
En el Uruguay las cárceles están sobresaturadas de delincuentes de distintas modalidades, pero hasta hace relativamente pocos meses ninguno de los delitos más graves cometidos en aquella época oscura, había motivado siquiera una detención. Quizás los más graves por su crueldad y por los hechos narrados por los sobrevivientes de las situaciones brutales, insólitamente dramáticas.
Hablamos de los delitos de lesa humanidad, los que deberían considerarse no amparados por ninguna norma interna y menos aún, por la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, tal como lo estima la normativa internacional sobre el tema.
Con este cambio cualitativo que se ha producido en el Uruguay, muchas cosas se han modificado para bien de nuestra democracia, dejando de existir desde el punto de vista judicial, hijos y entenados.
Estamos viviendo lo que podríamos denominar el comienzo de una normalización institucional, porque se terminaron los privilegios que gozaban quienes, amparados en la sombra del propio Estado, cobrando salarios salidos del Presupuesto nacional, fueron capaces de cometer las más inicuas tropelías contra la vida humana. Doblemente culpables y cuya impunidad significaba una afrenta contraria a los elementos más sagrados que deben sustentar una democracia.
Y todo ello es posible sin violentar la normativa existente ni dejar de lado lo establecido en la Constitución de la República que impide –obviamente– que se anule una Ley esencialmente injusta, pero que ya tiene 20 años de aplicación.
Está claro.
- Carlos Santiago es periodista uruguayo.
Que el ex dictador, Juan María Bordaberry y el canciller de la dictadura, Juan Carlos Blanco estén procesados, más allá de lo que digan los juristas, de las perfecciones o imperfecciones de los trámites que se asignan a alguna argumentación estampada en el auto de procesamiento, es un hecho que marca una inflexión histórica a tener en cuenta.
Ya el camino había comenzado a recorrerse con las extradiciones de tres militares a Chile, acusados de ser coparticipes del asesinato de Eugenio Berrios y los demás enjuiciamientos de militares y policías.
Por otra parte hay otro hecho sintomático, de alguna manera, con imperfecciones y carencias, la Justicia -pese a la existencia de la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado que se viene aplicando en el país desde hace dos décadas– está actuando sin violentar ninguna norma, otorgándole a las personas que son procesadas todas las garantías al debido proceso que están establecidas.
Por supuesto, lo sabemos muy bien, que importantes sectores de la ciudadanía exigen la anulación de la Ley de Caducidad, para lo cual –según lo que afirman los más destacados juristas– no existe un mecanismo legal idóneo. No hay forma de anular una norma legal si no es dentro de los plazos que marca la Constitución de la República, que son dentro de los 180 días de su promulgación. No se puede concretar esa acción, por más que haya justicia en el reclamo, dentro la legislación uruguaya luego de 20 años de ser aplicada la norma que, además, fue ratificada mayoritariamente por la población en un plebiscito democrático.
Sin embargo, más allá de ese escollo, la propia norma legal abre posibilidades –como todos bien sabemos– que son de aplicación y pueden servir para sancionar de manera severa a quienes han violentado los derechos humanos, como está ocurriendo en estos momentos en el país. Por otra parte el sometimiento del país a la normativa internacional sobre derechos humanos, determina que no exista ninguna norma interna que pueda amparar a los delitos de lesa humanidad.
¿Quién iba a pensar una década atrás que José Gavazzo, esa especie de símbolo del terrorismo de Estado, iba a pasar sus días en una cárcel por sus acciones salvajes contra los indefensos presos políticos?
¿Quién se atrevería a adelantar durante cualquier gobierno anterior que grupos de antropólogos perforarían zonas de los cuarteles, buscando cementerios clandestinos, trabajos que en algunos casos, encontraron restos humanos que prueban la acción de los bárbaros erigidos en dueños de vidas y derechos de quienes fueron el blanco de las persecuciones?
Es fácil entender lo que pasó en el país. El cambio de la correlación política influyó en todo el contexto –no podemos negarlo– y la presencia en la cima del Estado de un gobierno progresista, el del Frente Amplio, es un reaseguro importante para quienes deben actuar, inclusive los jueces. Antes solo tenían para hacerlo su valentía personal y la fuerza de sus convicciones, elementos loables, pero que no alcanzaban para que se lograran los objetivos de comenzar a darle vigencia a la justicia que debe imperar en la democracia, elemento necesario para su consolidación.
Hoy las cosas han cambiado de manera rotunda. El Poder Ejecutivo resolvió que sea la Justicia la que analice previamente cada uno de los expedientes para incluir los eventuales delitos en la llamada Ley de Caducidad, jerarquizando a un poder que en esa materia había sido sometido por vía de la imposición política. Y el Poder Judicial, sin ser intervenido en ninguna de sus potestades, se siente respaldado para hincarle el diente a esta problemática tan difícil.
No sabemos que dirán los tribunales de alzada sobre los trámites de procesamiento contra Bordaberry y Blanco, si en realidad la semiprueba objetiva en la participación de los crímenes de que se acusa a los dos ex dictadores podrá mantenerse. Pero, más allá de sus resoluciones (¡porque en este país es necesaria la Justicia, no la venganza ni el revanchismo!), la verdad es que sobre Bordaberry pende otro delito por el que, seguramente, deberá también ser procesado y en que su responsabilidad objetiva es más clara: el de atentado a la Constitución.
La doctora Hebe Martínez Burlé lo ha sostenido reiteradamente al exponer en esta causa. Para la magistratura no es muy difícil llegar a la conclusión aludida de que el ex dictador violó la Constitución, porque si bien fue timoneado por el líder castrense, Gregorio Alvárez, otro de los grandes responsables del oprobio histórico vivido por el Uruguay, no caben dudas, en apariencia y en lo previo, de sus acciones que lo llevaron a ser un factor decisivo en el golpe de Estado que hizo que el país ingresara en una de las etapas más difíciles y dramáticas de su historia.
No estamos felices por el encarcelamiento de estos tristes personajes, pero si satisfechos. Y en ello permítasenos reiterar una argumentación que nos parece fundamental, porque vemos que el período de excepcionalidad que regía en el país desde el fin de la dictadura casi hasta los últimos meses, en donde los peores delitos cometidos (de lesa humanidad) no eran castigados, ha terminando.
En el Uruguay las cárceles están sobresaturadas de delincuentes de distintas modalidades, pero hasta hace relativamente pocos meses ninguno de los delitos más graves cometidos en aquella época oscura, había motivado siquiera una detención. Quizás los más graves por su crueldad y por los hechos narrados por los sobrevivientes de las situaciones brutales, insólitamente dramáticas.
Hablamos de los delitos de lesa humanidad, los que deberían considerarse no amparados por ninguna norma interna y menos aún, por la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, tal como lo estima la normativa internacional sobre el tema.
Con este cambio cualitativo que se ha producido en el Uruguay, muchas cosas se han modificado para bien de nuestra democracia, dejando de existir desde el punto de vista judicial, hijos y entenados.
Estamos viviendo lo que podríamos denominar el comienzo de una normalización institucional, porque se terminaron los privilegios que gozaban quienes, amparados en la sombra del propio Estado, cobrando salarios salidos del Presupuesto nacional, fueron capaces de cometer las más inicuas tropelías contra la vida humana. Doblemente culpables y cuya impunidad significaba una afrenta contraria a los elementos más sagrados que deben sustentar una democracia.
Y todo ello es posible sin violentar la normativa existente ni dejar de lado lo establecido en la Constitución de la República que impide –obviamente– que se anule una Ley esencialmente injusta, pero que ya tiene 20 años de aplicación.
Está claro.
- Carlos Santiago es periodista uruguayo.
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