Para una semiótica de la violencia

Sexo y Poder

10/12/2006
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  • Opinión
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En 1992 el chileno Ariel Dorfman estrenó su obra La Muerte y la Doncella.  Aunque sin referencias explícitas, el drama alude a los años de la dictadura de Augusto Pinochet y a los primeros años de la recuperación formal de la democracia en Chile.  Paulina Salas es el personaje que representa a las mujeres violadas por el régimen y por todos los regímenes dictatoriales de la época, de la historia universal, que practicaron con sadismo la tortura física y la tortura moral.  La violación sexual tiene, en este caso y en todos los demás, la particularidad de combinar en un mismo acto casi todas las formas de violencia humana de la que son incapaces el resto de las bestias animales.  Razón por la cual no deberíamos llamar a este tipo de bípedos implumes “animales” sino “cierta clase tradicional de hombre”.

Otro personaje de la obra es un médico, Roberto Miranda, que también representa a una clase célebre de sofisticados colaboradores de la barbarie: casi siempre las sesiones de tortura eran acompañadas con los avances de la ciencia: instrumentos más avanzados que los empleados por la antigua inquisición eclesiástica en europea, como la picana eléctrica; métodos terriblemente sutiles como el
principio de incertidumbre
, descubierto o redescubierto por los nazis en la culta Alemania de los años treinta y cuarenta.  Para toda esta tecnología de la barbarie era necesario contar con técnicos con muchos años de estudio y con una cultura enferma que la legitimara.  Ejércitos de médicos al servicio del sadismo acompañaron las sesiones de tortura en América del Sur, especialmente en los años de la mal llamada Guerra Fría. 

El tercer personaje de esta obra es el esposo de Paulina, Gerardo Escobar.  El abogado Escobar representa la transición, aquel grupo encargado de zurcir con pinzas las sangrantes y dolorosas heridas sociales.  Como ha sido común en América Latina, cada vez que se inventaron comisiones de reconciliación se apelaron primero a necesidades políticas antes que morales.  Es decir, la verdad no importa tanto como el orden.  Un poco de verdad está bien, porque es el reclamo de las víctimas; toda no es posible, porque molesta a los violadores de los Derechos Humanos.  Quienes en el Cono Sur reclamamos toda la verdad y nada más que la verdad fuimos calificados, invariablemente de extremistas, radicales y revoltosos, en un momento en que era necesaria la Paz.  Sin embargo, como ya había observado el ecuatoriano Juan Montalvo (Ojeada sobre América, 1866), la guerra es una desgracia propia de los seres humanos, pero la paz que tenemos en América es la paz de los esclavos.  O, dicho en un lenguaje de nuestros años setenta, es la paz de los cementerios. 

Paulina lo sabe.  Una noche su esposo regresa a casa acompañado por un médico que amablemente lo auxilió en la ruta, cuando el auto de Gerardo se descompuso.  Paulina reconoce la voz de su violador.  Después de otras visitas, Paulina decide secuestrarlo en su propia casa.  Lo ata a una silla y lo amenaza para que confiese.  Mientras lo apunta con un arma, Paulina dice: “pero no lo voy a matar porque sea culpable, Doctor.  Lo voy a matar porque no se ha arrepentido un carajo.  Sólo puedo perdonar a alguien que se arrepiente de verdad, que se levanta ante sus semejantes y dice esto yo lo hice, lo hice y nunca más lo voy a hacer”.

Finalmente Paulina libera a su supuesto torturador sin lograr una confesión de la parte acusada.  No se puede acusar a Dorfman de crear una escena maniqueísta donde Paulina no se toma venganza, acentuando la bondad de las víctimas.  No, porque la historia presente no registra casos diferentes y mucho menos éstos han sido la norma.  La norma, más bien, ha sido la impunidad, por lo cual podemos decir que La Muerte y la Doncella es un drama, además de realista, absolutamente verosímil.  Además de estar construido con personajes concretos, representan tres clases de latinoamericanos.  Todos conocimos alguna vez a una Paulina, a un Gonzalo y a un Roberto; aunque no todos pudieron reconocerlos por sus sonrisas o por sus voces amables.

Un problema que se deriva de este drama trasciende la esfera social, política y tal vez moral.  Cuando el esposo de Paulina observa que la venganza no procede porque “nosotros no podemos usar los métodos de ellos, nosotros somos diferentes”, ella responde con ironía: “no es una venganza.  Pienso darle todas las garantías que él me dio a mí”.  En varias oportunidades Paulina y Roberto deben quedarse solos en la casa.  Sin la presencia conciliadora y vigilante del esposo, Paulina podría ejercer toda la violencia contra su violador.  De esta situación se deriva un problema: Paulina podría ejercer toda la fuerza física hasta matar al médico.  Incluso la tortura.  Pero ¿cómo podría ejercer la otra violencia, tal vez la peor de todas, la violencia moral? “Pienso darle todas las garantías que él me dio a mí”, podría traducirse en “pienso hacerle a él lo mismo que él me hizo a mí”.

Es entonces que surge una significativa asimetría: ¿por qué Paulina no podría violar sexualmente a su antiguo violador? Es decir, ¿por qué ese acto de aparente violencia, en un nuevo coito heterosexual, no resultaría una humillación para él y sí una nueva humillación para ella?

El mi novela La reina de América (2001) cuando la protagonista logra vengarse de su violador, ahora investida con el poder de una nueva posición económica, contrata a hombres que secuestran al violador y, a su vez, lo violan en una relación forzosamente homosexual mientras ella presencia la escena, como en un teatro, la violencia de su revancha.  ¿Por qué no podía ser ella quién humillara personalmente al agresor practicando su propia heterosexualidad? ¿Por qué esto es imposible? ¿Es parte del lenguaje ético-patriarcal que la víctima debe conservar para vengarse? ¿Deriva, entonces, tanto la violencia moral como la dignidad, de los códigos establecidos por el propio sexo masculino (o por el sistema de producción al que responde el patriarcado, es decir, a la forma de sobrevivencia agrícola y preindustrial)?

Octavio Paz, mejorando en El laberinto de la soledad (1950) la producción de su coterráneo Samuel Ramos (
El perfil del hombre en la cultura de México, 1934), entiende que “quien penetra” ofende, conquista.  “Abrirse (ser “chingado”, “rajarse”), exponerse es una forma de derrota y humillación.  Es hombría no “rajarse”.  “Abrirse”, significa una traición.  “Rajada” es la herida femenina que no cicatriza.  El mismo Jean-Paul Sarte veía al cuerpo femenino como portador de una abertura.

Opuesto a la virginidad de María (Guadalupe), está la otra supuesta madre mexicana: la Malinche, “la chingada”.  Desde un punto de vista psicoanalítico, son equiparables —¿sólo en la psicología masculina, portadora de los valores dominantes?— la tierra mexicana que es conquistada, penetrada por el conquistador blanco, con Marina, la Malinche que abre su cuerpo.  (El conquistador que sube a la montaña o pisa la Luna, ambos sustitutos de lo femenino, no clava solo una bandera; clava una estaca, un falo.) Malinche no hace algo muy diferente que los caciques que le abrieron las puertas al bárbaro de piel blanca, Hernán Cortés.  Malinche tenía más razones para detestar el poder local de entonces, pero la condena su sexo: la conquista sexual de la mujer, de la madre, es una penetración ofensiva.  La traición de los otros jefes masculinos —olvidemos que eran tribus sometidas por otro imperio, el azteca— se olvida, no duele tanto, no significa una herida moral.

Pero es una herida colonial.  El patriarcado no es una particularidad de las antiguas comunidades de base en la América precolombina.  Más bien es un sistema europeo e incipientemente un sistema de la cúpula imperial inca y azteca.  Pero no de sus bases donde todavía la mujer y los mitos a la fertilidad —no a la virginidad— predominaban.  La aparición de la virgen india ante el indio Juan Diego se hace presente en la colina donde antes era de culto de la diosa Tonantzin, “nuestra madre”, diosa de la fertilidad entre los aztecas. 

Ahora
, más acá de este límite antropológico, que establece la relatividad de los valores morales, hay elementos absolutos: tanto la víctima como el victimario reconocen un acto de violación: la violencia es un valor absoluto y que el más fuerte decide ejercer sobre el más débil.  Esto es fácilmente definido como un acto inmoral.  No hay dudas en su valor presente.  La especulación, el cuestionamiento de cómo se forman esos valores, esos códigos a lo largo de la historia humana pertenecen al pensamiento especulativo.  Nos ayudan a comprender el por qué de una relación humana, de unos valores morales; pero son absolutamente innecesarios a la hora de reconocer qué es una violación de los derechos humanos y qué no lo es.  Por esta razón, los criminales no tienen perdón de la justicia humana —la única que depende de nosotros, la única que estamos obligados a comprender y reclamar.

- Jorge Majfud, The University of Georgia.

https://www.alainet.org/fr/node/118635?language=en
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