El socialismo del siglo XXI y los movimientos sociales: historia de un desencuentro

01/02/2007
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Empieza a posicionarse en el debate político de América Latina la necesidad de reconstruir el socialismo, que luego de la larga noche neoliberal se convirtió en una presencia silente pero que, como los fantasmas que anunciaba Marx en el Manifiesto Comunista, recorría las utopías, las resistencias y las prácticas emancipatorias de los movimientos sociales.

A diferencia de su nacimiento europeo en el siglo XIX, este debate sobre el socialismo del siglo XXI viene de la mano de los denominados “gobiernos progresistas” de América Latina y que comprende una variopinta convergencia de ubicaciones ideológicas entre varios gobiernos que son críticos al neoliberalismo, y que de una manera u otra adscriben a la izquierda, y en cuyos extremos se ubican el “socialismo” chileno, fuertemente liberal, y, al otro, la “revolución bolivariana” de Hugo Chávez en Venezuela.

En el medio aparecen los gobiernos de Evo Morales en Bolivia, Lula en Brasil, Tabaré Vásquez en Uruguay, Rafael Correa en Ecuador, Néstor Kirchner en Argentina, y Daniel Ortega en Nicaragua.

Pocas veces en la historia política de América Latina ha existido una coincidencia ideológica de gobiernos que adscriben, de una forma u otra, a las tesis de la izquierda política. Es sobre este escenario que se ha propuesto la idea del socialismo del siglo XXI.

Ahora bien, hay que indicar que América Latina ha sido la región más castigada por las políticas de estabilización y reforma estructural del Fondo Monetario Internacional, del Banco  Mundial, y del BID. La región se convirtió en una especie de laboratorio del modelo neoliberal que, además de su propuesta económica, innovó en sus técnicas de intervención directa sobre las organizaciones sociales.

El modelo neoliberal llegó a aberraciones tan incongruentes y desmesuradas como fueron los casos emblemáticos de Cochabamba, Bolivia, en donde se llegó al extremo de privatizar el agua de lluvia; en México, donde se destruyó la producción local de maíz; en Brasil donde se llegó a la catástrofe ecológica con el proyecto minero del Gran Carajas, financiada por el Banco Mundial; en Argentina donde se privatizó absolutamente todo el sector público; en Ecuador, donde se financió la destrucción de las organizaciones de los pueblos indígenas, con el proyecto del Banco Mundial, Prodepine.

No solo eso, sino que las políticas neoliberales consolidaron procesos perversos de concentración del ingreso, exclusión social y fragmentación comunitaria. A medida que la región avanzaba en el camino del neoliberalismo, la institucionalidad existente se desvanecía, la corrupción se consolidaba y las políticas clientelares, corporativas y patrimonialistas de los partidos políticos extendían su dominio sobre las sociedades generando comportamientos perversos.

El Banco Mundial por intermedio de una serie de proyectos de intervención sobre las organizaciones sociales, consolidó las políticas asistencialistas a través de programas de caridad pública que destruían los lazos comunitarios, las lógicas de organización interna y las dinámicas de resistencia y movilización social.

Ajuste macroeconómico fondomonetarista y violencia social se convirtieron en fenómenos correlativos: todos los gobiernos que adoptaban medidas de shock al tenor de las recomendaciones establecidas en las Cartas de Intención signadas con el FMI, veían erosionar su credibilidad y perder su legitimidad política de manera acelerada.

El sistema político latinoamericano acusó los golpes de haberse convertido en el instrumento de gestión política de las medidas de estabilización fondomonetarista. De ahí, por ejemplo, que las convulsiones sociales luego de la imposición de duros paquetes de ajuste propuesto por el FMI, hayan sido la norma desde inicios de la década de los ochenta, con su secuela de represión, confrontación social y pérdida de legitimidad de la democracia.

En todos los países de la región, las políticas recesivas del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial provocaban pobreza, desindustrialización, reprimarización, desempleo, problemas ambientales y conflictos sociales. Sin embargo, la clase política de la región, asumió las políticas recesivas del FMI y del Banco Mundial como un sino ineluctable y de las cuales no habían posibilidades de escapatoria.

Se quiso incluso convertir a la estabilidad preconizada por el FMI como un bien público que estaba por fuera de todo control social. Es en ese sentido, de blindar las políticas de ajuste de todo control social y político, que en la región se produjeron una serie de reformas políticas para dotar de autonomía a los bancos centrales de la región, autonomía de sus pueblos y dependencia absoluta de las directrices del FMI y del Banco Mundial, se entiende.

Las elites y el sistema político de los países latinoamericanos, casi sin excepción, adscribieron sin reservas el recetario de la estabilidad fiscal y de precios y sacrificaron a sus economías y a sus pueblos para salvar a la moneda y, obviamente, a sus propios negocios.

Mientras la situación social se revelaba cada vez más dramática, los indicadores de concentración del ingreso y el aparecimiento de nuevas fortunas y nuevos grupos financieros iban creciendo en América Latina. Era evidente que existía una separación entre el sistema político y las demandas de las sociedades que habían sufrido las consecuencias del esquema de estabilización del FMI. Era también evidente que el sistema político, en realidad, respondía a requerimientos de grupos de poder más que a necesidades sociales.

Empero de ello, en vez de políticas redistributivas la mayoría de gobiernos adoptaron políticas de focalización de la pobreza y convirtieron a la pobreza en un fenómeno de asistencialismo estatal desvinculándolo de su relación con la imposición del modelo neoliberal. Estas políticas asistencialistas permitían que los gobiernos de la región controlen y manipulen fácilmente a los electores a través de un conjunto de redes clientelares que podían convertirse en garantía de estabilidad política de los gobiernos de turno, financiadas con créditos del Banco Mundial, el BID y la cooperación internacional al desarrollo.

Para cerrar la brecha de las disidencias internas y generar un consenso social sobre la necesidad histórica del modelo neoliberal, a mediados de los noventa se impuso en la región el debate sobre la gobernabilidad del Estado, y de la necesidad de la participación de la ciudadanía en los procesos de privatización, desregulación y descentralización del Estado, fortaleciendo el régimen presidencialista y criminalizando la protesta social. Parecía que el modelo neoliberal se perpetuaba y que las opciones de transformación social se perdían. Fue la época de Fukuyama y el fin de la historia. Fue la época del Consenso de Washington.

Sin embargo, empezaron a sentirse señales de ruptura en la hegemonía y el consenso de este modelo neoliberal en la región. Los años noventa presentan la emergencia de poderosos movimientos sociales, entre ellos los movimientos indígenas de Ecuador, Bolivia y México, con planteamientos diferentes a aquellos que copaban la agenda política incluida aquella de la izquierda y con gran capacidad de movilización y convocatoria.

Los movimientos sociales permiten una revitalización de las resistencias al modelo neoliberal. Habría que recordar que el modelo neoliberal puso un énfasis especial en la destrucción de la capacidad política de movilización social de la clase obrera. Destruir a la clase obrera fue condición sine qua non para el ajuste y la reforma estructural del FMI.  Las políticas neoliberales arrasaron con las organizaciones obreras y las obligaron a una estrategia puramente defensiva.

Los movimientos sociales, por su misma constitución flexible y dinámica, pudieron enfrentar al modelo neoliberal de manera más eficaz que la clase obrera. No solo eso, sino que los movimientos sociales eran portadores de propuestas críticas y emancipatorias alternativas a aquellas de la clase obrera, enriqueciendo el horizonte de posibilidades emancipatorias.

Gracias a los movimientos sociales se pudieron poner temas en la agenda política que antes estaban invisibilizados pero que convocaban y movilizaban, por ejemplo, las diferencias étnicas como constituyentes de referencialidad política, o las preocupaciones de género, o las de la ecología política, o el movimiento de los sin tierra, etc.

Entonces, tenemos una década de los noventa con un agotamiento de las políticas de ajuste, estabilización y reforma estructural, con la necesidad imperiosa de reconstituir la hegemonía por parte de las elites que buscan en la gobernabilidad la posibilidad de recrear el modelo neoliberal, y también una movilización fuerte y diversa, con agendas políticas, asimismo, diversas y plurales.

En México, en 1994 insurge el Ejército Zapatista de Liberación Nacional; en Brasil el Movimiento de los Sin Tierra logra movilizaciones impresionantes; en Ecuador, la Confederación de Nacionalidades Indígenas, CONAIE se convierte en el referente político fundamental del país; en Bolivia aparecen las asociaciones de campesinos del Chapare, la federación de juntas de vecinos de El Alto, FEJUVE, la CONAMAQ, en Argentina está la presencia del movimiento de los piqueteros, etc.

Son estos movimientos sociales los que cambian la estrategia de la oposición al neoliberalismo y los que logran frenar la continuación de la agenda neoliberal en la región. Ahora bien, sobre estas movilizaciones y sobre este entramado organizativo se va rearticulando el sistema político de la región y va cambiando el color de la geografía política hacia un arcoiris de representación más diversa, plural y crítica con respecto al neoliberalismo y que converge hacia posiciones de izquierda.

Las movilizaciones sociales generan una conciencia crítica y comprometida que educa políticamente a sus sociedades y que permite una recomposición política tanto del sistema de partidos, cuanto de la clase política y de los discursos políticos. En América Latina se habla con fuerza de plurinacionalidad, de interculturalidad, de reforma agraria, de derechos de tercera generación, de distribución del ingreso, de oposición a los tratados de libre comercio, etc.

Las proclamas del EZLN, y los encuentros “intergalácticos” sirven para que reemerja una intelectualidad crítica, para que el discurso de la izquierda se reposicione y gane legitimidad, y para que puedan expandirse los fuertes cuestionamientos a la deriva neoliberal de la globalización capitalista hechos por la izquierda latinoamericana.

El neoliberalismo no puede en contra de esa prolífica, vasta y difusa resistencia que presentan los movimientos sociales en todo el continente. Intenta absorberlos y metabolizarlos a la dinámica del sistema político a través de su institucionalización, o de su oenegización, pero las prácticas políticas, los discursos, la matriz organizativa, se le escapa como agua entre los dedos a los funcionarios del Banco Mundial, del BID y de las ONGs neoliberales.

América latina siempre fue la patria de lo real maravilloso, y la resistencia social al neoliberalismo se extiende hacia formas organizativas nuevas, creativas, irreverentes. Esas resistencias se expresan de manera tímida en un primer momento en el sistema político a través de la presencia de líderes de izquierda vinculados a los movimientos sociales y que captan el control de varios poderes locales en la región, quizá el ejemplo más emblemático sea aquel del Partido de los Trabajadores de Brasil y su manejo del poder local en Porto Alegre.

La izquierda vinculada a los movimientos sociales demuestra que puede realizar una gestión diferente del Estado y que tiene un proyecto alternativo al neoliberalismo. La transición de la movilización social hacia el sistema político era cuestión de tiempo, y, efectivamente, los movimientos sociales del continente cruzan el Rubicón del sistema político y empiezan a dar batalla en un terreno reservado exclusivamente a las elites tradicionales: el congreso y el ejecutivo. Los movimientos sociales, y los partidos políticos que los apoyan, logran importantes avances en los parlamentos o congresos con fuertes representaciones parlamentarias. Se inscribe en el horizonte de posibilidades de la izquierda latinoamericana la posibilidad del acceso a los gobiernos por la vía electoral, y la redefinición de las relaciones de poder.

Pero aquello que marcará de manera importante esa transición será Venezuela, la denominada “revolución bolivariana”, y su Presidente Hugo Chávez.  En efecto, Chávez logra algo que para la izquierda siempre había sido un escollo difícil de vencer cuando ganaba una elección: la estabilidad en el gobierno. El momento en el que Chávez logra resistir con éxito la contrarrevolución se marca un punto de quiebre en el sistema político venezolano y también en la geografía política de la región. Es a partir de ese punto de quiebre que Chávez puede derrotar, puede decirse de manera definitiva a la derecha y sus aliados.

Al tiempo que lo logra, Chávez se constituye en el centro de las disputas geopolíticas enfrentándose de manera directa a la administración norteamericana, desplazando de esa posición, por vez primera en cuatro décadas, a Cuba.

Es a partir de ese momento, cuando es absolutamente visible que la revolución “bolivariana” es irreversible, que el discurso del socialismo se convierte en el centro del debate político en la región. No hay que olvidar que en una región en la que el discurso dominante estuvo atravesado por más de dos décadas por las coordenadas del pensamiento neoliberal, hablar de socialismo era ya una proeza en sí misma.

Chávez puede hablar del socialismo del siglo XXI y del partido único, porque le representa la apertura de un espacio político para lograr la derrota definitiva a la derecha política de su país. Al llevarla hacia ese territorio, la derecha se siente desarmada porque no puede renovar un discurso que siempre adscribió a las tesis liberales y se identificó de manera total con el proyecto neoliberal.

No solo eso, sino que Chávez logra insertar a la región en una disputa geopolítica mundial cuando se relaciona con países árabes y europeos que son fuertemente críticos a la administración norteamericana. Estas jugadas políticas hacen que el centro de gravedad de la disputa política se traslade a Caracas.

Esto significa un reposicionamiento de los gobiernos de la región, sobre todo de Brasil que había intentado convertir a Lula en el referente de la izquierda al menos de América del Sur y con ello posicionar a Brasil como una potencia con representación subregional. Pero Lula está atado a la agenda de Itamaraty y a los designios de la burguesía paulista. Cada giro político de Chávez deja más descolocado a Lula y aparece más a la derecha que su par venezolano.

Ahora bien, mientras el discurso del socialismo del siglo XXI viene de la mano de los gobiernos progresistas de la región, en especial de Hugo Chávez, los movimientos sociales experimentan un proceso de reflujo organizativo, al tiempo que sus dinámicas no empatan totalmente con las prácticas de los gobiernos progresistas; pueden darse al efecto tres ejemplos significativos: la distancia que ha puesto el MST con el  gobierno de Lula en Brasil; la distancia que puso el EZLN con la candidatura de López Obrador en México; y la distancia que ha puesto la CONAIE con el gobierno de Rafael Correa en Ecuador.

En efecto, no son los movimientos sociales los que están hablando del socialismo del siglo XXI, son los gobiernos autodenominados de izquierda los que lo hacen; de hecho, ese debate no está en el centro de la agenda política de los movimientos sociales que siempre se pensaron a sí mismos como parte de la tradición libertaria, crítica y emancipatoria del socialismo; es más bien la necesidad de legitimación y de geopolítica del gobierno venezolano el que reposiciona en la región este debate.

El socialismo del siglo XXI es, en realidad, un discurso de Estado y está hecho a la medida de legitimación de un estrategia gubernamental del partido único como partido de Estado.

No nace ni se inscribe en la dinámica de los movimientos sociales. No incorpora esa riqueza de movilizaciones, debates, y discusiones suscitadas al interior de las organizaciones sociales. No se imbrica con las agendas plurales y diferentes que son parte de estos movimientos sociales. No se genera desde el respeto a la democracia interna de las organizaciones sociales. Su posicionamiento está más en función de una ideología gubernamental que en una práctica histórica emancipatoria y crítica.

Ahora bien, se trata de un debate pertinente, necesario e imprescindible, qué duda cabe, pero el escenario de confrontaciones y de lucha de clases se ha ido desplazando poco a poco de las calles y las organizaciones sociales, hacia las instituciones del Estado; y está  controlado por liderazgos construidos y legitimados desde las movilizaciones sociales y que son parte de los denominados gobiernos progresistas o de izquierda, en otras palabras, el escenario de confrontación del socialismo del siglo XXI está en lo institucional, no está en lo social y organizativo.

Por paradójico que pueda parecer, el debate sobre el socialismo del siglo XXI no expresa la riqueza y fuerza organizativa de los movimientos sociales sino más bien lo contrario. Expresa uno de los momentos más críticos de los movimientos sociales, aquel de su posible institucionalización, vale decir, su derrota y eliminación como sujetos políticos y su conversión en bases de apoyo, movilización y sustento a gobiernos progresistas y de izquierda. Como Cronos que devoraba a sus hijos, la izquierda institucional que ahora controla los gobiernos de la región quiere devorar a los movimientos sociales, que son la fuente de su legitimidad.

Al constituirse en un discurso que se inscribe a contrapunto de las dinámicas de los movimientos sociales, obliga a estos movimientos a subsumirse a estas posiciones y a invisibilizar sus agendas y sus dinámicas en beneficio de las estrategias gubernamentales. De esta manera, obliga a los movimientos sociales a actuar de manera defensiva ante gobiernos que aparentemente son parte de su propia dinámica. Y están a la defensiva porque estos gobiernos, para legitimarse e incluso para derrotar a la derecha, no resisten la tentación de cooptar e institucionalizar en beneficio propio la dinámica de la organización social. Pasó con el movimiento piquetero en Argentina, cuya cooptación por parte del gobierno lo liquidó como sujeto de resistencia social, está pasando en Venezuela en donde las fronteras que separan el movimiento social del gobierno son indistinguibles.

El problema del discurso del socialismo del siglo XXI es que debe resolver la antinomia de legitimarse desde las dinámicas sociales y las luchas y movilizaciones populares, y al mismo tiempo legitimar a los gobiernos que adscriben a este discurso. No son dinámicas compatibles porque el marco institucional en el que se inscriben ambas es aquel del Estado moderno, es decir, el liberalismo. El socialismo del siglo XXI tiene que resolver las antinomias de la modernidad y del estado para poder convertirse en una alternativa real. El problema es más vasto, complejo y difícil de su simple enunciación. Pero la misma historia de resistencias, luchas y movilizaciones de nuestros pueblos, como decía Allende, podrán abrir esas alamedas para construir el socialismo del siglo XXI.

https://www.alainet.org/fr/node/119031
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