Cena de navidad
25/12/2007
- Opinión
La Misa del Gallo se redujo a los primeros minutos del 25 de diciembre. El padre Alfonso se dejó contagiar por la aflicción de los fieles, ansiosos por regresar a sus casas y disfrutar de la cena antes de que los niños se fueran a la cama. Abrevió la homilía, se saltó algunas oraciones, deseó a todos una Feliz Navidad y les dio la bendición final. Una decena de feligreses se le acercó en la sacristía para manifestarle sus votos de buenas fiestas, y pusieron sus regalos en un rincón: camisas, calcetines, libros, esas cosas adecuadas para un hombre de Dios.
Una vez que se quitó los ornamentos el padre Alfonso se quedó solo. Miserablemente solo, en plena noche de Navidad. El celibato es un don y sabía que lo había merecido. A lo largo de veinte años de sacerdocio le llovieron muchas tentaciones, aunque no era la fascinación por las mujeres lo que le llevaba a dudar de su consagración. Las admiraba, se sentía gratificado por encontrarlas bellas y atrayentes. Señal de que había en él un macho, lo que en lo íntimo le envanecía. Le perturbaba la conciencia del padre que nunca fue. Muchas veces sentía nostalgia de los hijos que no tenía.
Le atormentaba verse solo a la hora de las comidas. Comer es comunión, compartir, unir a los alimentos el diálogo ameno y alegre. El alimento le entraba insulso y con frecuencia se sorprendía soñando con los ojos abiertos en una mesa rodeada por su familia imaginaria.
Aquella noche la soledad le golpeó fuerte. Una soledad teñida de amargura procedente de una expectativa frustrada. Se sentía morir. Ninguno de sus feligreses le había invitado a la cena.
El padre Alfonso abrió los envoltorios de colores brillantes y encontró lo que deseaba: un pastel y una garrafa de vino. Los metió en el saquito donde llevaba los sacramentos a los enfermos y se dirigió a la zona bohemia.
Shirley tenía los ojos hinchados, el pecho sofocado, el corazón oprimido. Había llorado copiosamente desde la caída de la tarde recordando las navidades de su infancia en el norte de Minas Gerais. Se acordó de la familia que la había repudiado, del marido que la abandonó, del hijo que se avergonzaba de ella. Sintió odio de la vida, de la desgracia a que estaba condenada. Confundida, tenía gana y miedo de sentir odio a Dios también.
Si pudiera no hubiera trabajado aquella noche. Pero no le quedaba alternativa. Las deudas la obligaban a ir a la calle y esperar el dinero circulante que llegaba escondido tras la fantasiosa excitación de su fortuita clientela.
Miró al hombre del saquito en la mano, camisa sin cuello, zapatos oscuros. Quizás regresara del trabajo. Lo encuadró en la tipología adquirida por tantos años de calle: tenía el aspecto ingenuo de los que sólo buscan aliviarse y a la hora de pagar prefieren ser generosos a enfrentar una prostituta enojada dispuesta a armar escándalo.
Intercambiaron miradas y ella se esforzó por mostrar una sonrisa seductora. Él se detuvo y preguntó; ella le señaló un hotelito en la esquina. Caminaron uno al lado del otro en silencio, ella sobreponiendo su profesionalismo a los sentimientos desgarrados, él aprensivo con el recelo de poder ser pillado por algún conocido. Subieron las escaleras opacamente iluminadas, en cuyos escalones las cucarachas se apartaban ariscas.
Al quitarse el primer botón de su vestido ella intentó decir algo pero él se le adelantó, y le explicó que no estaba allí en busca de sexo sino de compañía, pero que le pagaría lo convenido. Le habló de su sacerdocio y de su soledad y le preguntó si estaría dispuesta a orar con él y a compartir su cena.
Shirley se sentó en la cama, puso su rostro entre las manos y se desahogó en llanto. Ahora se trataba de un lloro de alivio, de gratitud por algo que no sabía definir, casi de alegría. Luego habló de sus navidades en el campo, del nacimiento de tamaño natural que su padre armaba en el predio de la finca, del pavo engordado durante meses para la ocasión, del rezo dirigido por una vecina a falta de iglesia y de sacerdote en aquellas lejanías.
El padre Alfonso le propuso hacer una oración. Ella se arrodilló, él la tomó de la mano e hizo que se sentara de nuevo; él ocupó la única silla de la habitación, abrió el evangelio de Lucas y leyó, despacio, el relato del nacimiento de Jesús. A continuación le preguntó si quería recibir la Eucaristía. A Shirley le pareció recibir un golpe: ¿cómo ella, una prostituta, podría recibir la hostia sin haberse confesado siquiera? El sacerdote leyó el texto de Mateo 21,28: “Las prostitutas les precederán en el Reino de Dios”. Y afirmó que era él, y esa sociedad cínica, injusta, desigual, quienes debieran confesarse con ella y pedir perdón por haberla obligado a una vida tan degradante.
Después de la comunión el padre Alfonso sacó dos copas del saquito, las llenó de vino y partió el pastel. Ambos estuvieron conversando sobre sus vidas hasta que empezó a clarear el día.
- Frei Betto es escritor, autor de “Tipos típicos. Perfiles literarios”, Premio Jabuti 2005, entre otros libros.
Una vez que se quitó los ornamentos el padre Alfonso se quedó solo. Miserablemente solo, en plena noche de Navidad. El celibato es un don y sabía que lo había merecido. A lo largo de veinte años de sacerdocio le llovieron muchas tentaciones, aunque no era la fascinación por las mujeres lo que le llevaba a dudar de su consagración. Las admiraba, se sentía gratificado por encontrarlas bellas y atrayentes. Señal de que había en él un macho, lo que en lo íntimo le envanecía. Le perturbaba la conciencia del padre que nunca fue. Muchas veces sentía nostalgia de los hijos que no tenía.
Le atormentaba verse solo a la hora de las comidas. Comer es comunión, compartir, unir a los alimentos el diálogo ameno y alegre. El alimento le entraba insulso y con frecuencia se sorprendía soñando con los ojos abiertos en una mesa rodeada por su familia imaginaria.
Aquella noche la soledad le golpeó fuerte. Una soledad teñida de amargura procedente de una expectativa frustrada. Se sentía morir. Ninguno de sus feligreses le había invitado a la cena.
El padre Alfonso abrió los envoltorios de colores brillantes y encontró lo que deseaba: un pastel y una garrafa de vino. Los metió en el saquito donde llevaba los sacramentos a los enfermos y se dirigió a la zona bohemia.
Shirley tenía los ojos hinchados, el pecho sofocado, el corazón oprimido. Había llorado copiosamente desde la caída de la tarde recordando las navidades de su infancia en el norte de Minas Gerais. Se acordó de la familia que la había repudiado, del marido que la abandonó, del hijo que se avergonzaba de ella. Sintió odio de la vida, de la desgracia a que estaba condenada. Confundida, tenía gana y miedo de sentir odio a Dios también.
Si pudiera no hubiera trabajado aquella noche. Pero no le quedaba alternativa. Las deudas la obligaban a ir a la calle y esperar el dinero circulante que llegaba escondido tras la fantasiosa excitación de su fortuita clientela.
Miró al hombre del saquito en la mano, camisa sin cuello, zapatos oscuros. Quizás regresara del trabajo. Lo encuadró en la tipología adquirida por tantos años de calle: tenía el aspecto ingenuo de los que sólo buscan aliviarse y a la hora de pagar prefieren ser generosos a enfrentar una prostituta enojada dispuesta a armar escándalo.
Intercambiaron miradas y ella se esforzó por mostrar una sonrisa seductora. Él se detuvo y preguntó; ella le señaló un hotelito en la esquina. Caminaron uno al lado del otro en silencio, ella sobreponiendo su profesionalismo a los sentimientos desgarrados, él aprensivo con el recelo de poder ser pillado por algún conocido. Subieron las escaleras opacamente iluminadas, en cuyos escalones las cucarachas se apartaban ariscas.
Al quitarse el primer botón de su vestido ella intentó decir algo pero él se le adelantó, y le explicó que no estaba allí en busca de sexo sino de compañía, pero que le pagaría lo convenido. Le habló de su sacerdocio y de su soledad y le preguntó si estaría dispuesta a orar con él y a compartir su cena.
Shirley se sentó en la cama, puso su rostro entre las manos y se desahogó en llanto. Ahora se trataba de un lloro de alivio, de gratitud por algo que no sabía definir, casi de alegría. Luego habló de sus navidades en el campo, del nacimiento de tamaño natural que su padre armaba en el predio de la finca, del pavo engordado durante meses para la ocasión, del rezo dirigido por una vecina a falta de iglesia y de sacerdote en aquellas lejanías.
El padre Alfonso le propuso hacer una oración. Ella se arrodilló, él la tomó de la mano e hizo que se sentara de nuevo; él ocupó la única silla de la habitación, abrió el evangelio de Lucas y leyó, despacio, el relato del nacimiento de Jesús. A continuación le preguntó si quería recibir la Eucaristía. A Shirley le pareció recibir un golpe: ¿cómo ella, una prostituta, podría recibir la hostia sin haberse confesado siquiera? El sacerdote leyó el texto de Mateo 21,28: “Las prostitutas les precederán en el Reino de Dios”. Y afirmó que era él, y esa sociedad cínica, injusta, desigual, quienes debieran confesarse con ella y pedir perdón por haberla obligado a una vida tan degradante.
Después de la comunión el padre Alfonso sacó dos copas del saquito, las llenó de vino y partió el pastel. Ambos estuvieron conversando sobre sus vidas hasta que empezó a clarear el día.
- Frei Betto es escritor, autor de “Tipos típicos. Perfiles literarios”, Premio Jabuti 2005, entre otros libros.
Traducción de J.L.Burguet
https://www.alainet.org/fr/node/119389
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