Pensar críticamente
27/02/2007
- Opinión
“Verdad científica, en la práctica, es lo
que hoy afirman algunos científicos sin
provocar gran escándalo entre sus colegas”.
Oscar Varsavsky: Hacia una política científica nacional
que hoy afirman algunos científicos sin
provocar gran escándalo entre sus colegas”.
Oscar Varsavsky: Hacia una política científica nacional
Poder actuar en la vida bajo la onda de un talante crítico vale oro. Contar con la voluntad personal para asumir críticamente todo cuanto acontece en la vida pública y privada es una fortuna. Por eso mismo, estar desprovistos de estas valiosísimas condiciones del espíritu es una desgracia. El pensamiento que resuena está siempre acompañado por la capacidad crítica para tomar distancia de lo establecido. El arte que retumba en nuestra sensibilidad ha sido creado con toda seguridad bajo el influjo de un torrente crítico (que desafía el canon y contesta las convenciones del poder) La calidad intelectual de una corriente de pensamiento—en el terreno que sea—está siempre asociada a la voluntad ética de colocarse críticamente frente al status quo. Los grandes pensadores que circulan en nuestras referencias han sido principalmente impugnadores de su tiempo.
Lo anterior viene a cuento a propósito del debate sobre la ciencia y sus implicaciones ético-políticas. Discusión que involucra de inmediato el agudo problema del compromiso del intelectual, las complejas relaciones entre el conocimiento y el poder, la actividad de investigación y la militancia política, los límites entre la teoría y la práctica, las elecciones morales y las elecciones epistemológicas, los gustos estéticos y los gustos ideológicos.
Si uno rastrea un poco en la historia cómo se ha escenificado este problema notará que existen tres modalidades típicas: la primera, caracterizada por la explícita asunción de un autor de su compromiso científico y político (allí no hay nada que interpretar puesto que el autor ha dejado clara su pertenencia a un determinado constructo ideológico); la segunda es aquella situación en la que el autor hace lo imposible por disimular sus inclinaciones políticas e ideológicas (allí la labor es ardua puesto que es preciso aplicar métodos de denuncia y puesta en evidencia de los ocultamientos y simulacros); la tercera modalidad es tal vez la más frecuente y extendida; consiste en una candidez epistemológica muy conmovedora donde el investigador o el artista de verdad no tienen idea de los presupuestos de su quehacer (aquí no queda otro remedio que compadecer el drama de esta ingenuidad y contribuir a que ocurra alguna sacudida existencial)
En la vida real estas fronteras son muy borrosas propendiéndose a una mezcla muy variada de estos elementos en atención a los contextos institucionales y a los rasgos propios de cada coyuntura. En todo caso, el síndrome del ocultamiento de los intereses y las afinidades ideológico-políticas es un antiguo dispositivo de los que se ha valido el cientificismo y sus mandarines para escamotear la discusión de fondo sobre las implicaciones políticas de la ciencia (que por cierto no son sólo el “uso” sino los fundamentos mismos de esa racionalidad científico-técnica)
La voluntad crítica del pensamiento y la sensibilidad es la más valiosa herramienta que heredamos de la Modernidad. Sin ella el trabajo intelectual deviene acoplamiento burocrático a los dictámenes del poder. Sin voluntad crítica el pensamiento es pura ingeniería al servicio de los aparatos imperantes. La dimensión crítica del pensamiento es una condición constitutiva de su fuerza revolucionaria. Es muy raro que una postura acrítica tenga algún efecto emancipatorio. La acriticidad representa la clausura de la creatividad, de la pulsión subversiva de un pensar libre. Entre más comprometida es una posición teórica más crítica ha de ser su capacidad para impugnar lo establecido (cualquiera sea el tenor de lo establecido)
En el terreno político la función crítica del pensar se vuelve especialmente decisiva: porque protege contra la funcionalización burocrática, porque vacuna contra el seguidismo y la subordinación, porque refuerza la autonomía creativa que es consustancial a un pensamiento revolucionario. Los aparatos políticos son pocos proclives a cualquier forma de crítica (más allá de la retórica de la “ato-crítica” y otros tipos de flagelación a los militantes) Los aparatos de Estado son igualmente reacios a estas veleidades intelectuales. Así que entre aparatos difícilmente encontraremos el ambiente apropiado para el cultivo de un pensamiento crítico. Es justamente contra ellos como se abre camino una experiencia emancipatoria que irrumpe al mismo tiempo contra las miserias del poder en la vida ordinaria de la gente y contra todos los modos de dominación en la vida del intelecto. Una y otra cosa siempre andan juntas. Las batallas cotidianas frente a las diversas hegemonías corren parejas con las luchas permanentes por una reflexividad libertaria. La pulsión voluntaria no basta para lograrlo pero es de seguro una poderosa palanca para movilizar el espíritu, para estremecer la sensibilidad, para provocar todas las audacias de un talento verdaderamente subversivo.
La voluntad crítica no se inyecta como los antibióticos pero bueno sería que muchos entusiastas militantes del tareismo, de la práctica y de lo concreto recibiesen una dosis temprana para librarlos del infierno del servilismo.
https://www.alainet.org/fr/node/119713
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