La Suprema impasible
11/07/2007
- Opinión
En las sociedades democráticas deben ser muy pocas las personas que estén dispuestas a defender argumentos que vayan en contra de la división de poderes del Estado, que junto a la constitución de los derechos fundamentales es uno de los principios que caracteriza el Estado de Derecho moderno, muy valorado ante las experiencias totalitarias que atravesaron el siglo XX.
El equilibrio entre los diversos poderes y la existencia de un esquema de frenos y contrapesos, deben asegurar que ninguno de los órganos detentadores del poder público esté situado jerárquicamente por encima de los otros. Para que ello opere, sin embargo, han de existir mecanismos que protejan a cada poder contra la injerencia indebida de los otros en el ejercicio de sus atribuciones, al mismo tiempo que se hacen necesarios mecanismos de control recíproco entre los poderes estatales, a fin de que ninguno de ellos llegue a ejercer sus funciones de modo ilimitado. Existiendo tales mecanismos, el ejercicio de la autonomía de cada poder se vuelve en garantía de un Estado de Derecho maduro.
Chile ha tendido en los últimos años a acercarse a este ideal regulativo. Sin duda es muy distinta la forma en que operan los poderes del Estado en democracia que cómo lo hacían bajo dictadura. ¿Pero es ello suficiente? ¿La creciente autonomía de los poderes es indicador exclusivo para evaluar la madurez de un régimen democrático? Responder afirmativamente implica sostener la primacía de lo formal por sobre contenidos materiales que, a mi juicio, también deben poseer las prácticas democráticas para preciarse de tales. Visto así, el régimen democrático chileno no solo no es perfecto, como cualquier democracia, sino tremendamente frágil.
Tomemos el caso del poder judicial. Éste, en forma persistente, salvo honrosas excepciones, pareciera tener por principio operativo la reproducción de la impunidad en casos de violaciones graves de Derechos Humanos. Y si suena exagerado y reiterativo el concepto de "impunidad", puedo asegurar que no es por causa de estar atrapado en una compulsión a la repetición de lo mismo, sino porque la práctica reiterada del máximo tribunal de la nación no ofrece muchas alternativas de descripción de su conducta. Es cosa de ver lo que acaba de resolver respecto del ex presidente Alberto Fujimori.
En efecto, a pesar de que el peruano-japonés enfrenta acusaciones de graves violaciones de Derechos Humanos y de corrupción, la Corte Suprema ha decidido rechazar su extradición al país vecino que lo reclama para juzgarlo. Y como ha insistido Amnistía Internacional, las autoridades chilenas tienen el deber según del derecho internacional de otorgar la extradición de Fujimori a Perú, o investigar las acusaciones de violaciones generalizadas y sistemáticas, que incluyen homicidios, desapariciones forzadas y torturas, prácticas de terrorismo de Estado de las cuales nuestro país tiene memoria cercana, por lo que es de suponer que sus poderes públicos poseen una sensibilidad especial ante su ocurrencia. Sin embargo, no es así. El Estado chileno no lo extradita y tampoco investiga, decisión con la que se vuelve cómplice de los efectos sociales de tales crímenes de lesa humanidad: la denegación de justicia a las víctimas.
Queda entredicho entonces la calidad de nuestra democracia. Pero la decisión, sin odio y sin amor, del juez Orlando Alvarez tiene al menos la virtud de dejar en claro que haber conquistado la autonomía de los poderes del Estado que estaban insoportablemente intervenidos durante la dictadura militar no es garantía suficiente para asegurar el ejercicio de una democracia como Dios manda. Pues mientras la protección y promoción de los Derechos Humanos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales no sea la columna vertebral, el piso ontológico básico del operar de los poderes públicos, no basta contentarse con que "las instituciones funcionen". Y para darse cuenta de aquello no se requiere volver al espíritu de las leyes de Montesquieu. Basta con asomarse a los testimonios de las familias peruanas que reclaman por el destino truncado de sus deudos. Claro, siempre y cuando se tenga la capacidad de padecer y sentir.
El equilibrio entre los diversos poderes y la existencia de un esquema de frenos y contrapesos, deben asegurar que ninguno de los órganos detentadores del poder público esté situado jerárquicamente por encima de los otros. Para que ello opere, sin embargo, han de existir mecanismos que protejan a cada poder contra la injerencia indebida de los otros en el ejercicio de sus atribuciones, al mismo tiempo que se hacen necesarios mecanismos de control recíproco entre los poderes estatales, a fin de que ninguno de ellos llegue a ejercer sus funciones de modo ilimitado. Existiendo tales mecanismos, el ejercicio de la autonomía de cada poder se vuelve en garantía de un Estado de Derecho maduro.
Chile ha tendido en los últimos años a acercarse a este ideal regulativo. Sin duda es muy distinta la forma en que operan los poderes del Estado en democracia que cómo lo hacían bajo dictadura. ¿Pero es ello suficiente? ¿La creciente autonomía de los poderes es indicador exclusivo para evaluar la madurez de un régimen democrático? Responder afirmativamente implica sostener la primacía de lo formal por sobre contenidos materiales que, a mi juicio, también deben poseer las prácticas democráticas para preciarse de tales. Visto así, el régimen democrático chileno no solo no es perfecto, como cualquier democracia, sino tremendamente frágil.
Tomemos el caso del poder judicial. Éste, en forma persistente, salvo honrosas excepciones, pareciera tener por principio operativo la reproducción de la impunidad en casos de violaciones graves de Derechos Humanos. Y si suena exagerado y reiterativo el concepto de "impunidad", puedo asegurar que no es por causa de estar atrapado en una compulsión a la repetición de lo mismo, sino porque la práctica reiterada del máximo tribunal de la nación no ofrece muchas alternativas de descripción de su conducta. Es cosa de ver lo que acaba de resolver respecto del ex presidente Alberto Fujimori.
En efecto, a pesar de que el peruano-japonés enfrenta acusaciones de graves violaciones de Derechos Humanos y de corrupción, la Corte Suprema ha decidido rechazar su extradición al país vecino que lo reclama para juzgarlo. Y como ha insistido Amnistía Internacional, las autoridades chilenas tienen el deber según del derecho internacional de otorgar la extradición de Fujimori a Perú, o investigar las acusaciones de violaciones generalizadas y sistemáticas, que incluyen homicidios, desapariciones forzadas y torturas, prácticas de terrorismo de Estado de las cuales nuestro país tiene memoria cercana, por lo que es de suponer que sus poderes públicos poseen una sensibilidad especial ante su ocurrencia. Sin embargo, no es así. El Estado chileno no lo extradita y tampoco investiga, decisión con la que se vuelve cómplice de los efectos sociales de tales crímenes de lesa humanidad: la denegación de justicia a las víctimas.
Queda entredicho entonces la calidad de nuestra democracia. Pero la decisión, sin odio y sin amor, del juez Orlando Alvarez tiene al menos la virtud de dejar en claro que haber conquistado la autonomía de los poderes del Estado que estaban insoportablemente intervenidos durante la dictadura militar no es garantía suficiente para asegurar el ejercicio de una democracia como Dios manda. Pues mientras la protección y promoción de los Derechos Humanos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales no sea la columna vertebral, el piso ontológico básico del operar de los poderes públicos, no basta contentarse con que "las instituciones funcionen". Y para darse cuenta de aquello no se requiere volver al espíritu de las leyes de Montesquieu. Basta con asomarse a los testimonios de las familias peruanas que reclaman por el destino truncado de sus deudos. Claro, siempre y cuando se tenga la capacidad de padecer y sentir.
Manuel Guerrero Antequera
http://manuelguerrero.blogspot.com
https://www.alainet.org/fr/node/122209?language=es
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