Dios se lo pague
08/08/2007
- Opinión
Alperico aprovechó su visita para regalarle al Tatius el último número de Forbes. Había un afán casi religioso en su generosidad.
—Según esta revista —dijo Alperico, eufórico, mirando a su amigo Manuel—, las cuatrocientas personas más ricas de Estados Unidos poseen más capital que los cuatro países del Mercosur. ¿Qué más prueba de la eficiencia de la gran empresa? ¿Qué serían los países sin esa fabulosa producción de capitales? ¿Sabían ustedes que este año el hombre más rico del mundo es un mexicano?
El entusiasmo eufórico de Alperico me hizo recordar aquellas palabras del historiador y diplomático español Salvador de Madariaga. Verifiqué luego el momento preciso: “La aristocracia inglesa se halla sólidamente asentada sobre el consentimiento del pueblo. […] no se trata de una aristocracia que tiene a su merced un pueblo sino un pueblo que dispone de una aristocracia y que se ufana de tenerla. Porque el pueblo inglés tiene su aristocracia como el banquero su automóvil de lujo. La aristocracia es pues, una manifestación y no la causa de una tendencia general del pueblo inglés: el aristocratismo, que es tan vivaz en el hombre del pueblo (y sobre todo en su mujer) como en el cortesano”. (Ingleses, franceses, españoles. Ensayo de psicología comparada, 1942)
Lástima que Madariaga no completó su razonamiento: no se trata de un imperio que tiene a su merced a las colonias sino de las colonias que disponen de un imperio y se ufanan de tenerlo. El colonialismo es pues, una manifestación y no la causa de la tendencia general del mundo a ser colonizado. Etcétera.
—Tengo una reunión en una hora —quise decir.
Desde hacía tiempo, me había propuesto no involucrarme en discusiones inútiles. Traté de escapar a tiempo, pero no pude.
—¿Pero saben quién es el hombre más rico del mundo, sí o no? —insistió Manuel.
—Creo que vi una foto en el diario —dije—. Una enorme sala llena de dólares hasta la mitad, muy bien ordenaditos. Se parecía a la cámara de Atahualpa, versión moderna. O a la piscina de monedas del tío del pato Donald. Debe ser muy relajante darse un baño de ese tipo, no?
—No, no. Ese dinerito era de un chino mentiroso que ni siquiera habla bien español. El hombre más rico del mundo es un latinoamericano.
—¿Se dan cuenta? —preguntó Alperico—
—Mexicano, para ser más precisos —precisó Manuel.
—Sí, estaba enterado —reconoció el Tatius—. El hombre más rico del mundo.
—¿Quién diría unos años atrás?
—Según el Banco Mundial, en realidad todavía existe en México un 53 por ciento de pobreza moderada y 20 por ciento de pobreza extrema, aunque esta realidad ha mejorado un 3 por ciento en la última década.
—Ese señor ha hecho muchas donaciones, muchas más de las que harías tú, el señor aquí presente o cualquier otro en toda su buena vida.
Por alguna razón el tal Manuel había adivinado el volumen de mi cuenta bancaria.
—Si, el sistema es generoso —dijo el Tatius—. Hasta convierte a un multimillonario rodeando de pobres en un hombre bueno rodeando de inútiles. Como el “Dios se lo pague” de aquellos esclavos que agradecían los golpes de su amo porque no habían sido tan fuertes como se lo merecían.
—Yo votaría a ese señor para presidente, no a un perdedor, a un fracasado, a un desempleado…
—Yo votaría por alguien que definiera mejor qué es eso de éxito —dije—. Nos evitaría tanta sangre, sudor y lágrimas.
—Por perdedor —dijo el Tatius— supongo que se refieren a esos hombres y mujeres invisibles que sostienen la economía de nuestros países, ¿no?
Alperico cruzó una mirada cómplice con Manuel.
—No sé a quiénes te refieres —dijo—. Es más que obvio quiénes sostienen la economía en nuestros países. No los vagos, por supuesto. La riqueza brota desde la fuente de los ricos y al desbordarse derrama hacia los pobres.
Esta metáfora de la copa desbordando generosidad, tan repetida hoy en día en las radios y la televisión, se parecía tanto a la más antigua alegoría de las migas de pan cayendo de la mesa… Pero, por alguna razón, había cobrado un significado opuesto.
—Sin dudas es así —reconocí—. Un amigo colombiano una vez me contó un chiste de gusto muy dudoso. No me consta que sea verdad. Como en un pueblo las estadísticas indicaban que todas las mujeres sufrirían en su vida al menos una violación, el cartel de bienvenida advertía: “si no hay forma de evitarlo, relájense y disfrútelo”.
—Y sería mejor todavía —continuó el Tatius— si la copa de los millonarios no tuviese una capacidad casi infinita.
—Tal vez la copa no derrama porque esté llena sino porque esa es su estrategia de sobreviencia —especulé en voz alta.
—Por eso los fracasados son expulsados de su tierra y luego rechazados en tierras ajenas (suponiendo que los países tienen dueño). Claro que es sólo un rechazo moral, porque si fuera de hecho no habría quién construyera casas ni quien hiciera posible los alimentos frescos y baratos en la mesa de los exitosos.
—En la vida se gana y se pierde —sentenció Manuel—. Hay triunfadores y fracasados.
—¿Qué sería de tanto millonario exitoso si desaparecieran estos fracasados? No me refiero a que se quedarían sin servicio doméstico, sin qué llevarse a la boca y sin techo. Me refiero a que sus fortunas quebrarían en un país sin esas remesas de sangre y sudor, vía madre pobre.
—En un país libre cada uno es responsable de su suerte. Tómalo o déjalo; nadie obliga a nadie.
—Libertad hecha a medida, como un traje de sastre. Pero cuando el saco aprieta un poco aquí y sobra de allá y le queda mejor a otro, entornes ya no sirve, ya no es traje, ya no es libertad.
—Oferta y demanda, querido. Quien puede pagar por el traje, se lo lleva.
—Como siempre. Esa es la moral del mercado.
—Y la nuestra.
—Claro, un pobre tercermundista tiene más opciones: uno, morirse de hambre, de frío, de calor o humillados en su propia tierra; dos, arriesgar la vida cruzando desiertos o tirándose al agua para ver si sobreviven al mortal abrazo del sol. Si logran atravesar el infierno, nunca, o casi nunca alcanzarán el paraíso sino el indefinido purgatorio. Los trabajadores ilegales son los intocables de nuestro maravilloso sistema. Un exitoso especulador (no digamos lavador de dinero) logra un estatus legal casi inmediato en cualquier país en el que ponen pie. Un trabajador, en cambio, debe ocultarse como el peor de los criminales, porque el trabajo es el castigo por el pecado original, según algunos excitados religiosos y según Paris Hilton y sus amigos.
—No me venga con sensiblerías de idiotas —Alperico ya había olvidado de simular suficiencia—. ¿En qué país no existen pobres? En Estados Unidos son más del 12 por ciento…
—Sí, una buena porción de violencia moral —el Tatius seguía simulando la suya—. Pero un norteamericano pobre no arriesgará su vida cruzando un desierto para sobrevivir o mantener a su familia. Por lo general, un pobre norteamericano (exceptuando los homeless), debe sufrir del aburrimiento de sus casas con aire acondicionado, una educación escasa, el desinterés generalizado por el origen de su triste confort y una cultura aún más superficial que la media. El estado les paga para que se queden quietos en sus casas, que es mejor que gastar dinero en cárceles y lidiar con una permanente inquietud civil. Una buena digestión sustituye cualquier crítica social.
—Bueno, che, no seas exagerado —protesté—. Es mejor que morirse de hambre.
—A ese precio, yo prefiero morirme de hambre.
—El capitalismo no tiene un pelo de tonto, en eso estamos de acuerdo.
—El sistema es virtuoso —siguió el Tatius—; si hay problemas, eso se debe a la moral defectuosa de algunos individuos. De algunos millones. La obsesión generalizada sobre lo que llaman “responsabilidad personal” les impide ver cualquier otra realidad más allá de fronteras cerradas. A veces esas fronteras son nacionales, a veces familiares, individuales… Casi siempre, dentro de estas fronteras meten a Dios, o a esa idea particular de Dios que a un tiempo predica la universalidad y practica todo tipo de sectas para Very Important Person. Se banderean con Dios, la Patria y la Familia, pero los saca de quicio la Humanidad.
—Por humanidad quieres decir internacionalismo —dijo Manuel—. Te descubro fácil, bolche de cuarta.
Alperico sonrió, dijo que tenía cosas más productivas que hacer y se fue como había llegado, saludando al perro del Tatius que lo miraba de reojo, midiendo cuidadosamente el accionar de esa mano que acariciaba su nuca. La sospecha del canino era comprensible.
Pasé por la biblioteca central y anoté aquella cita en que otro mexicano se confesaba: “Sonrientes o coléricos, con la mano abierta o cerrada, los Estados Unidos ni nos oyen ni nos miran pero caminan, y al caminar, se meten por nuestras tierras y nos aplastan. Es imposible detener a un gigante; no lo es, aunque tampoco sea fácil, obligarlo a oír a los otros: si escucha se abre la posibilidad de la convivencia. Por razón de sus orígenes (el puritano habla con Dios y consigo mismo, no con los otros) y, sobre todo, de su poderío, los norteamericanos sobresalen en el monólogo: son elocuentes y, también, conocen el valor del silencio. Pero la conversación no es su fuerte: no saben ni escuchar ni replicar” (Octavio Paz, Posdata, 1969, a El Laberinto de la Soledad).
Se me ocurrió pensar que no se trataba sólo de un carácter nacional, sino de uno de los rasgos del éxito. Para confirmarlo estaban Alperico y Manuel, que si bien no eran exitosos en nada se consideraban como tales. Y la imaginación es el primer requisito para cualquier realidad.
- Jorge Majfud, The University of Georgia.
—Según esta revista —dijo Alperico, eufórico, mirando a su amigo Manuel—, las cuatrocientas personas más ricas de Estados Unidos poseen más capital que los cuatro países del Mercosur. ¿Qué más prueba de la eficiencia de la gran empresa? ¿Qué serían los países sin esa fabulosa producción de capitales? ¿Sabían ustedes que este año el hombre más rico del mundo es un mexicano?
El entusiasmo eufórico de Alperico me hizo recordar aquellas palabras del historiador y diplomático español Salvador de Madariaga. Verifiqué luego el momento preciso: “La aristocracia inglesa se halla sólidamente asentada sobre el consentimiento del pueblo. […] no se trata de una aristocracia que tiene a su merced un pueblo sino un pueblo que dispone de una aristocracia y que se ufana de tenerla. Porque el pueblo inglés tiene su aristocracia como el banquero su automóvil de lujo. La aristocracia es pues, una manifestación y no la causa de una tendencia general del pueblo inglés: el aristocratismo, que es tan vivaz en el hombre del pueblo (y sobre todo en su mujer) como en el cortesano”. (Ingleses, franceses, españoles. Ensayo de psicología comparada, 1942)
Lástima que Madariaga no completó su razonamiento: no se trata de un imperio que tiene a su merced a las colonias sino de las colonias que disponen de un imperio y se ufanan de tenerlo. El colonialismo es pues, una manifestación y no la causa de la tendencia general del mundo a ser colonizado. Etcétera.
—Tengo una reunión en una hora —quise decir.
Desde hacía tiempo, me había propuesto no involucrarme en discusiones inútiles. Traté de escapar a tiempo, pero no pude.
—¿Pero saben quién es el hombre más rico del mundo, sí o no? —insistió Manuel.
—Creo que vi una foto en el diario —dije—. Una enorme sala llena de dólares hasta la mitad, muy bien ordenaditos. Se parecía a la cámara de Atahualpa, versión moderna. O a la piscina de monedas del tío del pato Donald. Debe ser muy relajante darse un baño de ese tipo, no?
—No, no. Ese dinerito era de un chino mentiroso que ni siquiera habla bien español. El hombre más rico del mundo es un latinoamericano.
—¿Se dan cuenta? —preguntó Alperico—
—Mexicano, para ser más precisos —precisó Manuel.
—Sí, estaba enterado —reconoció el Tatius—. El hombre más rico del mundo.
—¿Quién diría unos años atrás?
—Según el Banco Mundial, en realidad todavía existe en México un 53 por ciento de pobreza moderada y 20 por ciento de pobreza extrema, aunque esta realidad ha mejorado un 3 por ciento en la última década.
—Ese señor ha hecho muchas donaciones, muchas más de las que harías tú, el señor aquí presente o cualquier otro en toda su buena vida.
Por alguna razón el tal Manuel había adivinado el volumen de mi cuenta bancaria.
—Si, el sistema es generoso —dijo el Tatius—. Hasta convierte a un multimillonario rodeando de pobres en un hombre bueno rodeando de inútiles. Como el “Dios se lo pague” de aquellos esclavos que agradecían los golpes de su amo porque no habían sido tan fuertes como se lo merecían.
—Yo votaría a ese señor para presidente, no a un perdedor, a un fracasado, a un desempleado…
—Yo votaría por alguien que definiera mejor qué es eso de éxito —dije—. Nos evitaría tanta sangre, sudor y lágrimas.
—Por perdedor —dijo el Tatius— supongo que se refieren a esos hombres y mujeres invisibles que sostienen la economía de nuestros países, ¿no?
Alperico cruzó una mirada cómplice con Manuel.
—No sé a quiénes te refieres —dijo—. Es más que obvio quiénes sostienen la economía en nuestros países. No los vagos, por supuesto. La riqueza brota desde la fuente de los ricos y al desbordarse derrama hacia los pobres.
Esta metáfora de la copa desbordando generosidad, tan repetida hoy en día en las radios y la televisión, se parecía tanto a la más antigua alegoría de las migas de pan cayendo de la mesa… Pero, por alguna razón, había cobrado un significado opuesto.
—Sin dudas es así —reconocí—. Un amigo colombiano una vez me contó un chiste de gusto muy dudoso. No me consta que sea verdad. Como en un pueblo las estadísticas indicaban que todas las mujeres sufrirían en su vida al menos una violación, el cartel de bienvenida advertía: “si no hay forma de evitarlo, relájense y disfrútelo”.
—Y sería mejor todavía —continuó el Tatius— si la copa de los millonarios no tuviese una capacidad casi infinita.
—Tal vez la copa no derrama porque esté llena sino porque esa es su estrategia de sobreviencia —especulé en voz alta.
—Por eso los fracasados son expulsados de su tierra y luego rechazados en tierras ajenas (suponiendo que los países tienen dueño). Claro que es sólo un rechazo moral, porque si fuera de hecho no habría quién construyera casas ni quien hiciera posible los alimentos frescos y baratos en la mesa de los exitosos.
—En la vida se gana y se pierde —sentenció Manuel—. Hay triunfadores y fracasados.
—¿Qué sería de tanto millonario exitoso si desaparecieran estos fracasados? No me refiero a que se quedarían sin servicio doméstico, sin qué llevarse a la boca y sin techo. Me refiero a que sus fortunas quebrarían en un país sin esas remesas de sangre y sudor, vía madre pobre.
—En un país libre cada uno es responsable de su suerte. Tómalo o déjalo; nadie obliga a nadie.
—Libertad hecha a medida, como un traje de sastre. Pero cuando el saco aprieta un poco aquí y sobra de allá y le queda mejor a otro, entornes ya no sirve, ya no es traje, ya no es libertad.
—Oferta y demanda, querido. Quien puede pagar por el traje, se lo lleva.
—Como siempre. Esa es la moral del mercado.
—Y la nuestra.
—Claro, un pobre tercermundista tiene más opciones: uno, morirse de hambre, de frío, de calor o humillados en su propia tierra; dos, arriesgar la vida cruzando desiertos o tirándose al agua para ver si sobreviven al mortal abrazo del sol. Si logran atravesar el infierno, nunca, o casi nunca alcanzarán el paraíso sino el indefinido purgatorio. Los trabajadores ilegales son los intocables de nuestro maravilloso sistema. Un exitoso especulador (no digamos lavador de dinero) logra un estatus legal casi inmediato en cualquier país en el que ponen pie. Un trabajador, en cambio, debe ocultarse como el peor de los criminales, porque el trabajo es el castigo por el pecado original, según algunos excitados religiosos y según Paris Hilton y sus amigos.
—No me venga con sensiblerías de idiotas —Alperico ya había olvidado de simular suficiencia—. ¿En qué país no existen pobres? En Estados Unidos son más del 12 por ciento…
—Sí, una buena porción de violencia moral —el Tatius seguía simulando la suya—. Pero un norteamericano pobre no arriesgará su vida cruzando un desierto para sobrevivir o mantener a su familia. Por lo general, un pobre norteamericano (exceptuando los homeless), debe sufrir del aburrimiento de sus casas con aire acondicionado, una educación escasa, el desinterés generalizado por el origen de su triste confort y una cultura aún más superficial que la media. El estado les paga para que se queden quietos en sus casas, que es mejor que gastar dinero en cárceles y lidiar con una permanente inquietud civil. Una buena digestión sustituye cualquier crítica social.
—Bueno, che, no seas exagerado —protesté—. Es mejor que morirse de hambre.
—A ese precio, yo prefiero morirme de hambre.
—El capitalismo no tiene un pelo de tonto, en eso estamos de acuerdo.
—El sistema es virtuoso —siguió el Tatius—; si hay problemas, eso se debe a la moral defectuosa de algunos individuos. De algunos millones. La obsesión generalizada sobre lo que llaman “responsabilidad personal” les impide ver cualquier otra realidad más allá de fronteras cerradas. A veces esas fronteras son nacionales, a veces familiares, individuales… Casi siempre, dentro de estas fronteras meten a Dios, o a esa idea particular de Dios que a un tiempo predica la universalidad y practica todo tipo de sectas para Very Important Person. Se banderean con Dios, la Patria y la Familia, pero los saca de quicio la Humanidad.
—Por humanidad quieres decir internacionalismo —dijo Manuel—. Te descubro fácil, bolche de cuarta.
Alperico sonrió, dijo que tenía cosas más productivas que hacer y se fue como había llegado, saludando al perro del Tatius que lo miraba de reojo, midiendo cuidadosamente el accionar de esa mano que acariciaba su nuca. La sospecha del canino era comprensible.
Pasé por la biblioteca central y anoté aquella cita en que otro mexicano se confesaba: “Sonrientes o coléricos, con la mano abierta o cerrada, los Estados Unidos ni nos oyen ni nos miran pero caminan, y al caminar, se meten por nuestras tierras y nos aplastan. Es imposible detener a un gigante; no lo es, aunque tampoco sea fácil, obligarlo a oír a los otros: si escucha se abre la posibilidad de la convivencia. Por razón de sus orígenes (el puritano habla con Dios y consigo mismo, no con los otros) y, sobre todo, de su poderío, los norteamericanos sobresalen en el monólogo: son elocuentes y, también, conocen el valor del silencio. Pero la conversación no es su fuerte: no saben ni escuchar ni replicar” (Octavio Paz, Posdata, 1969, a El Laberinto de la Soledad).
Se me ocurrió pensar que no se trataba sólo de un carácter nacional, sino de uno de los rasgos del éxito. Para confirmarlo estaban Alperico y Manuel, que si bien no eran exitosos en nada se consideraban como tales. Y la imaginación es el primer requisito para cualquier realidad.
- Jorge Majfud, The University of Georgia.
https://www.alainet.org/fr/node/122605?language=en
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