El legado de Pavarotti

09/09/2007
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Con inmensa tristeza el mundo se enteró de la desaparición física del más grande tenor de los últimos tiempos, Luciano Pavarotti. El de Módena fue recibido en México, nada menos que en el Palacio de la Bellas artes, como parte de su preparación de la que fue su impresionante gran carrera, que tuvo su más significativo acierto en ser el artífice de acercar la opera a las grandes masas, diríamos al pueblo todo del mundo.

El tenor de los nueve dos de pecho, que cantara con magistral pureza y sonoridad, en la muy difícil área de la opera de Gaetano Donizzeti, La Hija del Regimiento, demuestra que a pesar de sus extravagancias, fue un profesional disciplinado y entregado al público que lo admiró y amó a cambio de su arte singularísima.

El desaparecido tenor, a quien se le conoció solo con el sobrenombre de: La Voz, derramó en varias ocasiones su lirismo en nuestro país: aparte de su presentación en Bellas Artes en 1969, regresó ya como un icono del Bel Canto al Palacio de los Deportes en dos ocasiones, nuevamente en el coliseo de mármol blanco de la Avenida Juárez, en Coatzacoalcos, Veracruz, en Chichén Itza y en La Laguna Salada del desierto de Baja California, con motivo del centenario de la creación de la ciudad capital, Mexicali. La última vez fue en Guadalajara en 2005.

Nosotros estuvimos en Laguna Salada, Mexicali, Baja California y esto escribimos, y que usted puede consultar en la página de radioformula.com.mx del 20 de octubre de 2003, y sentimos la necesidad de repetirlo, porque ese concierto representó excelsitud y declive o declive y excelsitud:

“En una comunión, nunca antes vista y menos por 42 mil almas conmovidas, entre el desierto, la bóveda celeste, el silencio de un mar remoto en el tiempo y el bell canto, nos llevó al goce puro del arte ante la ausencia de interferencias de las modernidades, bueno, hasta el equipo de sonido se portó correcto, en el concierto de Luciano Pavarotti y la joven soprano Annalisa Raspagliosi, que se ofreció en el marco de los festejos del centenario de la fundación de Mexicali, la enjundiosa ciudad fronteriza.

Si grande era la expectativa de llevar al cabo un concierto en medio de la nada, una laguna que ya no lo es más por la falta del líquido, ésta se convirtió en angustia cuando al iniciarse el “Concierto Pavarotti Sin Fronteras”, el más grande tenor de la segunda mitad del Siglo pasado y principios del actual, se le quebró la voz al interpretar Por la Gloria de Advorardi. La exclamación, en una sola frase interrogante del público presente: ¿qué le pasa a Pavarotti? aumentó con la expresión de angustia de un rostro que siempre se nos presenta alegre o en la actuación que requiere la obra a interpretar. Luciano estaba en la incertidumbre.

De ninguna manera era parte del montaje, verdaderamente Pavarotti estaba afectado, ¿el polvo, que a todos nos cubría de pies a cabeza, le había lastimado la garganta? Después de limpiarse hasta en dos ocasiones con los nada gratos sonidos guturales, las cuerdas vocales, cosa ésta que nunca hace un cantante y menos de la categoría del italiano, resonaron mortificantes a los oídos de una audiencia que había pagado hasta mil dólares la entrada.

El profesionalismo y la técnica tenían que imponerse, no había de otra, exacto, cuando, como se dice en el argot de la ópera, la guapa soprano romana le estaba dando un auténtico baño al divo de divos; Pavarotti a la mitad del foro, en italiano melifluo ofreció disculpas contrito y sincero: La influenza me ha afectado, dijo, en otras condiciones hubiera suspendido el concierto, por respeto a este público no lo puedo hacer. Trataré de afinar la voz.

A pesar de los pesares “el milagro del desierto” se hizo realidad, así lo dije en voz alta y ahora me permito repetirlo. Ahí donde pudiera existir una radio lagartija, la voz de la piedra; donde la quietud fue mancillada por una sola tarde–noche con señales de satélite a todo el mundo; donde la flora y la fauna marina desaparecida, fue suplida por una parafernalia nunca antes pensada de luces y sonidos que embrujaban el ambiente; exacto ahí el grueso tenor, en base a su depurada técnica, ordenaba a su garganta, sopena de un mal mayor, respondiera a la expectativa que de siempre ha creado en los públicos del mundo.

Los que entienden de estas cosas de la opera y de las interpretaciones de los grandes, saben que cantar en las condiciones que lo hizo Pavarotti, puede sobrevenir el desgarre que cancela para siempre la voz; voz grandiosa como la de Luciano, que lo ha llevado a todos los escenarios y a todos los triunfos y a todas las ganancias inimaginables.

El concierto continuaba, y la Raspagliossi seguía ganando los aplausos no exentos de entusiasta exclamaciones que premiaban su actuación; fue hasta el dúo de La Boheme cuando el público se entregó al tenor italiano, no obstante que esos espectadores, mexicalenses, bajacalifornianos y llegados de todas partes del país, e inclusive, del extranjero, no daban crédito, que por el peso, Pavarotti tuviera que cantar sentado.

A partir de ese momento se sublimó el tenor de 68 años de edad, quien en plenas facultades, pero ya con la bruma del tiempo, que no perdona, ha tomando la magnífica decisión de iniciar con este concierto en el Desierto de Mexicali su despedida mundial. Un público que le perdonó todo, que esperó paciente que fuera subiendo en una escala de sublimidad; el Vesti la Giubba de Pagliacci de Leon Cavallo prendió los aplausos, para terminar con un ancore, acompañado de la Analissa, en el brindis de La Traviata, con el cual hizo cantar a 42 mil gargantas. Así se convirtió el silencio del desierto en el canto de la bóveda celeste.

Luciano Pavarotti ha fallecido, pero su inmensa herencia cultural que nos legó en películas, videos y discos, quedará para la eternidad y mientras un ser humano viva lo disfrutará en la tierra y en el cielo.

- Teodoro Rentería Arróyave es periodista y escritor mexicano, vicepresidente de la Federación Latinoamericana de Periodistas, FELAP.
www.ciap-felap.org
www.fapermex.com
https://www.alainet.org/fr/node/123116
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