Cuatro historias de Navidad

24/12/2007
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En Belén Caleb atiende a la puerta. Al ver quién llamó la cierra de inmediato, mientras el visitante sigue golpeando como si quisiera derribar la pared.

La mujer, Cozbi, quiere saber quién es. “Mi hermano”. “¿José?”, pregunta ella. “Sí, tuvo el descaro de preñar a una joven de Nazaret sin haberse casado, como lo manda nuestra ley. Ahora viene avergonzado a pedir posada en nuestra casa. ¡Cómo voy a recibir a quien viola los preceptos dictados por Yahvé a Moisés! Mejor busca otro lugar”.

II

Eleazar, al fin, realizó su viejo sueño: un pequeño predio en los alrededores de Belén. En el pasto mezcló vacas, cabras y corderos. Montó un bebedero de madera y armó, alrededor, un toldo de bambú cubierto con hojas de palmera.

De madrugada Efraín, pastor contratado por el dueño de la tierra, golpea fuerte por el lado de fuera de la ventana. El patrón, somnoliento, parece recibir como una pesadilla la noticia: “Invadieron sus tierras, señor. Hay una pareja acampada en la caballeriza. Escuché un lloro mudo. Parece que la mujer dio a luz un niño”.

“Avisa a la guardia. Al salir el sol trataremos de sacarlos de ahí”, refunfuña Eleazar, interesado en reconciliar el sueño.

Al día siguiente el Diario de Belén pone en titulares: “Familia sin techo y sin tierra invade una propiedad rural en la periferia de la ciudad”. Y añadía en el cuerpo de la noticia:” Una muchacha de Nazaret, embarazada por un carpintero, dio a luz en pleno campo. La criatura es del sexo masculino”.

III

Guiadas por la estrella de David las tres reinas magas, Ada, María y Sela, llegan a la pesebrera. Después de alabar a Yahvé, cuecen un caldo de gallina para María, alimentan a José con panes ácimos y bastantes garbanzos, lavan los pañales del bebé, barren el establo. Al ir a por agua a la fuente comentan entre sí: “El niño no se parece nada al padre…”

IV

La noticia del nacimiento del niño no tarda en llegar al palacio de Herodes, en Jerusalén, y queda alarmado; porque él es el rey de los judíos, a pesar de la sangre árabe que corre por sus venas. Sabe, sin embargo, que tiene los días contados, carcomido por el cáncer. La proximidad de la muerte le aterroriza tanto como los augurios que amenazan su trono.

Le pide a Corinto, comandante de la guardia, que convoque en palacio una reunión de los jefes de los sacerdotes y de los doctores de la ley, los escribas.

La invitación que le lleva Corinto deja a Anás excitado. En lo íntimo se considera el verdadero rey de Palestina. Comparece en compañía de dos decenas de miembros del sanedrín -el consejo supremo del poder judío, integrado por 71 notables, y del cual él, en su condición de sumo sacerdote, es el presidente.

Herodes es introducido en la sala a bordo de una litera de marfil llevada por cuatro esclavos. Anás apenas consigue controlar su curiosidad por conocer el motivo de tan inesperada convocatoria. El rey quiere saber de los sanedritas dónde y cuándo debe nacer el Mesías que tanto esperan. Gamaliel se atusa su espesa barba y dice: “Nacerá en Belén, de Judea, pues está escrito en el profeta Miqueas: ‘Y tú, Belén, de ningún modo eres la menor entre las ciudades de Judá, pues de ti saldrá para mí aquel que debe guiar a Israel’. El cuándo sucederá eso -se excusa el doctor de la ley- no está al alcance de nuestro saber”.

Herodes no admite que su soberanía sea desafiada por rumores en torno a un niño-mesías. Ordena que la guardia de operaciones especiales, comandada por el fornido Tirano, se dirija a Belén y pase a filo de espada a todos los niños varones menores de dos años. Al amanecer, las tropas herodianas ocupan Belén. Los ojeadores van de casa en casa. Mandan que todos los pequeños, incluídos los que no caminan bien todavía, sean sacados a la calle por sus madres. Las demás mujeres deben permanecer encerradas en casa, con las puertas y ventanas trancadas, en compañía de los hombres y de los niños.

Toda la gente de Belén presintió que, por esta vez, Azrael, el ángel exterminador, se volvió contra ellos. Las madres quedaron separadas de los hijos que, desnudos, son tirados a lo largo de las calles. Los bebés lloran con un lloro de abandono, insistente, como si un presagio los moviese a aspirar con avidez el aire que, en breve, ya no podrán respirar. Con los rostros volteados hacia las paredes de las casas y de los muros, y vigiladas por los soldados, las madres escarban las piedras con las uñas y lavan el musgo con sus lágrimas.

Tras observar a cada niño en busca de algún rasgo mesiánico, Tirano da la señal para degollarlo. El verdugo se agacha, empuja la cabeza de la víctima para estirar el cuello, yergue la espada y de un tajo separa la cabeza del cuerpo. Algunas madres, desesperadas, se atreven a mirar en dirección de los hijos, pero son acalladas por la punta de un puñal que les traspasa el corazón. Tirano pasa al filo de su propia espada a las mujeres que rompen el cerco de los centinelas y se abrazan a los hijos como si quisieran hacerlos retornar al útero.

Desde aquella trágica mañana en Belén los poderosos crueles son conocidos como ‘tiranos’.

- Frei Betto es escritor, autor de la biografía de Jesús “Entre todos los hombres”, entre otros libros.

Traducción de J.L.Burguet
https://www.alainet.org/fr/node/124901
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