Derechos Humanos: 60 años
24/01/2008
- Opinión
El 10 de diciembre de este año cumple 60 años la Declaración Universal de los Derechos Humanos, firmada por el Brasil.
Según Amnistía Internacional, todavía hoy se tortura a los presos en más de cien países. Los Estados Unidos también lo hacen, como el presidente Bush no se avergüenza en reconocer al defender públicamente ‘métodos duros’ aplicados a los sospechosos de terrorismo.
En el Brasil, la policía convierte con frecuencia una redada en una matanza, los presos pobres son sometidos a sevicias en las comisarías, los defensores de los derechos humanos sufren amenazas de muerte, y quienes cometen todo eso continúan gozando de impunidad.
Ha habido avances en nuestro país en estos últimos años, no hay duda. El gobierno creó la Secretaría Nacional de Derechos Humanos y la tortura ha sido tipificada en la ley como crimen hediondo (sin fianza). Pero sigue existiendo una gran distancia entre las estructuras constitucionales de defensa de los derechos humanos y los persistentes abusos, así como ausencia de garantías para protegerlos en ciertas regiones del país, sobre todo en el Norte.
Aun vivimos en la paradoja de popularizar el tema de los derechos humanos y al mismo tiempo convivir con horrendas violaciones de esos mismos derechos, ahora transmitidas en directo, vía satélite, hasta nuestras ventanas electrónicas. Lo que asusta y preocupa es el hecho de que, entre los violadores, figuran con frecuencia instituciones y autoridades -gobiernos, policías, soldados destinados a misiones pacificadoras, etc.-, cuya función legal es velar por la difusión, comprensión y cumplimiento de los derechos humanos.
La falta de un programa sistemático de educación en derechos humanos en la mayoría de los países signatarios de la Declaración Universal favorece el que se considere violación la tortura, pero no la agresión al medio ambiente; el robo, pero no la miseria que afecta a millones de personas; la agresión, pero no la intervención extranjera en países soberanos; el irrespeto a la propiedad, pero no la negación del derecho a la propiedad a la mayoría de la población.
En América Latina el abanico del irrespeto a los derechos humanos se extiende desde las selvas de Guatemala al altiplano del Perú; desde el bloqueo estadounidense a Cuba hasta las políticas económicas neoliberales que protegen el déficit primario e ignoran el drama de los niños de la calle y los millones de analfabetos.
Para el Evangelio toda vida es sagrada. Jesús se puso en el lugar de los que ven violados sus derechos al decir que tuvo hambre, tuvo sed, estuvo oprimido… (Mateo 25, 31-46).
Un programa de educación en derechos humanos debe tomar en cuenta, ante todo, la cualificación de los mismos agentes educadores, sean instituciones -ONGs, iglesias, gobiernos, escuelas, partidos políticos, sindicatos, movimientos sociales, etc.-, sean personas.
En muchos países la ley ampara los derechos inalienables de todos, sin distinción entre ricos y pobres, pero queda confinada, sin embargo, a una mera formalidad jurídica que no asegura a toda la población una vida justa y digna. De poco sirve que las Constituciones de nuestros países proclamen que todos tienen igual derecho a la vida si no son garantizados los medios materiales que lo hagan efectivo.
Los derechos fundamentales no pueden restringirse a los derechos individuales enunciados por las revoluciones burguesas del siglo 18. La libertad no consiste en el contractualismo individualista que sacraliza el derecho de propiedad y permite al propietario la “libre iniciativa” de aumentar sus ganancias incluso a costa de la explotación ajena.
En un mundo asolado por la miseria de casi la mitad de su población, el Estado no puede constituirse simplemente en mero árbitro de la sociedad, sino que debe intervenir de modo que asegure a todos sus derechos sociales, económicos y culturales. El reconocimiento de un derecho inherente al ser humano no es suficiente para asegurar su ejercicio en la vida de quienes ocupan una posición subalterna en la estructura social.
Hay derechos de naturaleza social, económica y cultural -como el derecho al trabajo, a la huelga, a la salud, a la educación gratuita, a la estabilidad en el empleo, a la vivienda digna, al descanso, etc.- que dependen, para su viabilidad, de la acción política y administrativa del Estado. En ese sentido, el derecho personal y colectivo a la organización y actuación políticas se vuelve hoy la condición de posibilidad de un Estado verdaderamente democrático. (Traducción de J.L.Burguet)
- Frei Betto es escritor, autor de “La mosca azul. Reflexión sobre el poder”, entre otros libros.
Según Amnistía Internacional, todavía hoy se tortura a los presos en más de cien países. Los Estados Unidos también lo hacen, como el presidente Bush no se avergüenza en reconocer al defender públicamente ‘métodos duros’ aplicados a los sospechosos de terrorismo.
En el Brasil, la policía convierte con frecuencia una redada en una matanza, los presos pobres son sometidos a sevicias en las comisarías, los defensores de los derechos humanos sufren amenazas de muerte, y quienes cometen todo eso continúan gozando de impunidad.
Ha habido avances en nuestro país en estos últimos años, no hay duda. El gobierno creó la Secretaría Nacional de Derechos Humanos y la tortura ha sido tipificada en la ley como crimen hediondo (sin fianza). Pero sigue existiendo una gran distancia entre las estructuras constitucionales de defensa de los derechos humanos y los persistentes abusos, así como ausencia de garantías para protegerlos en ciertas regiones del país, sobre todo en el Norte.
Aun vivimos en la paradoja de popularizar el tema de los derechos humanos y al mismo tiempo convivir con horrendas violaciones de esos mismos derechos, ahora transmitidas en directo, vía satélite, hasta nuestras ventanas electrónicas. Lo que asusta y preocupa es el hecho de que, entre los violadores, figuran con frecuencia instituciones y autoridades -gobiernos, policías, soldados destinados a misiones pacificadoras, etc.-, cuya función legal es velar por la difusión, comprensión y cumplimiento de los derechos humanos.
La falta de un programa sistemático de educación en derechos humanos en la mayoría de los países signatarios de la Declaración Universal favorece el que se considere violación la tortura, pero no la agresión al medio ambiente; el robo, pero no la miseria que afecta a millones de personas; la agresión, pero no la intervención extranjera en países soberanos; el irrespeto a la propiedad, pero no la negación del derecho a la propiedad a la mayoría de la población.
En América Latina el abanico del irrespeto a los derechos humanos se extiende desde las selvas de Guatemala al altiplano del Perú; desde el bloqueo estadounidense a Cuba hasta las políticas económicas neoliberales que protegen el déficit primario e ignoran el drama de los niños de la calle y los millones de analfabetos.
Para el Evangelio toda vida es sagrada. Jesús se puso en el lugar de los que ven violados sus derechos al decir que tuvo hambre, tuvo sed, estuvo oprimido… (Mateo 25, 31-46).
Un programa de educación en derechos humanos debe tomar en cuenta, ante todo, la cualificación de los mismos agentes educadores, sean instituciones -ONGs, iglesias, gobiernos, escuelas, partidos políticos, sindicatos, movimientos sociales, etc.-, sean personas.
En muchos países la ley ampara los derechos inalienables de todos, sin distinción entre ricos y pobres, pero queda confinada, sin embargo, a una mera formalidad jurídica que no asegura a toda la población una vida justa y digna. De poco sirve que las Constituciones de nuestros países proclamen que todos tienen igual derecho a la vida si no son garantizados los medios materiales que lo hagan efectivo.
Los derechos fundamentales no pueden restringirse a los derechos individuales enunciados por las revoluciones burguesas del siglo 18. La libertad no consiste en el contractualismo individualista que sacraliza el derecho de propiedad y permite al propietario la “libre iniciativa” de aumentar sus ganancias incluso a costa de la explotación ajena.
En un mundo asolado por la miseria de casi la mitad de su población, el Estado no puede constituirse simplemente en mero árbitro de la sociedad, sino que debe intervenir de modo que asegure a todos sus derechos sociales, económicos y culturales. El reconocimiento de un derecho inherente al ser humano no es suficiente para asegurar su ejercicio en la vida de quienes ocupan una posición subalterna en la estructura social.
Hay derechos de naturaleza social, económica y cultural -como el derecho al trabajo, a la huelga, a la salud, a la educación gratuita, a la estabilidad en el empleo, a la vivienda digna, al descanso, etc.- que dependen, para su viabilidad, de la acción política y administrativa del Estado. En ese sentido, el derecho personal y colectivo a la organización y actuación políticas se vuelve hoy la condición de posibilidad de un Estado verdaderamente democrático. (Traducción de J.L.Burguet)
- Frei Betto es escritor, autor de “La mosca azul. Reflexión sobre el poder”, entre otros libros.
https://www.alainet.org/fr/node/125336
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