Historia y ficción

30/04/2008
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Basándose en los descubrimientos teóricos de Karl Marx, Louis Althusser (1966) sintetizó el concepto de ideología como aquella realidad objetiva que conforma una “totalidad orgánica” junto con los niveles económico y político. Es decir, una ideología no es una realidad que depende exclusivamente de la subjetividad de cada individuo sino aquello que los individuos de un grupo o de la sociedad comparten como idea de la realidad. Está de más decir que una ideología es una construcción interesada de una forma de entender esa realidad que la produce y es reproducida por ella. Algo diferente, la idea de los paradigmas de T. S. Kuhn (1962), aunque radicalmente vincula la epistemología científica con una sociedad en un determinado momento histórico, está más desvinculada de las motivaciones políticas del momento. No obstante, al igual que en la Grecia de los primeros filósofos profesionales, la verdad sigue siendo un sinónimo de realidad y ésta o aquella —diferente a la Revelación religiosa— estaban siempre detrás de un proceso cognitivo de revelación progresiva. No en otro precepto se basan las ciencias y las humanidades de cualquier tipo: aún lo más evidente es producto de una interpretación, de una operación intelectual de conferirle sentido al mundo.

En una investigación académica asumimos el ejercicio de una aspiración utópica: la objetividad. Sabemos que la objetividad absoluta no existe —incluso en las ciencias físicas es cuestionada, desde el momento en que el observador modifica inevitablemente el fenómeno observado o éste depende de aquel— y que también es una paradoja: pretende no ser un punto de vista particular, cuando nace en el Renacimiento como ejercicio de la perspectiva cónica, que significaba un punto de vista. La misma idea de que la Tierra gira alrededor del Sol pertenece al conjunto de los (imaginarios) puntos de vista exteriores al Sistema solar, ya que desde cualquier otro punto de vista, interior al mismo, la realidad objetiva mostraría lo contrario. Y si no hay punto de vista de observación privilegiado, entonces no hay objetividad absoluta en el sentido de ser válido para todos los casos posibles.

Pero si bien la objetividad absoluta no es posible, podemos pensar que sí lo es un grado relativo, en su sentido opuesto al de subjetividad como simple percepción de un individuo. Para el caso de la crítica, si digo que Cien años de soledad es un libro maravilloso, que me ha llevado de nuevo a mis años de infancia, no estaré aportando el juicio que se espera de un lector especializado. En un reciente concurso de novela de la Editorial Bruguera, su única jurado, la reconocida escritora española y miembro de la RAE, Ana María Matute, leyó las diez obras finalistas y premió una porque “Este es mi mundo literario. Hace años [yo] hubiera podido escribir este libro”. Nada más subjetivo y opuesto a la tradicional labor del crítico que, aún reconociendo la imposibilidad de una objetividad absoluta, se plantea el desafío de poner de lado sus percepciones primarias. De otra forma, también podemos entender la guía telefónica de nuestra ciudad como una Gran novela, llena de nombres, espacios urbanos y números que representan para nosotros amor, indiferencia, odio, curiosidad y una gama infinita de otras emociones personales que se le escapan a otro lector.

 Por otro lado, en el caso de la literatura crítica (política) o aquella literatura equívocamente llamada “literatura comprometida”, el problema es doble. El crítico no debe abandonar su pretensión original de objetividad relativa, pero ésta, que además pretende ser un punto de vista ideológicamente neutral, puede convertirse en una “neutralidad cómplice”. Hace muchos años la revista Times publicó la fotografía de un fusilamiento. Muchos lectores escribieron al semanario preguntándose qué hacía el enviado de Times fotografiando la barbaridad en lugar de tomar partido por la defensa de la víctima (se trataba de un acto ilegal en un país lejano, es decir, una barbaridad contra la que se supone un periodista puede hacer algo a favor de la víctima a diferencia de la pena de muerte que administran los Estados). Más allá de las discriminaciones infundadas del concepto de justicia, de legalidad y legitimidad, aquí reconocemos la dimensión ética como problema en un periodista: se plantea que su compromiso con la víctima es superior a su compromiso con la información, con la supuesta neutralidad del periodista, razón por la cual obtiene pase libre en un lado y en el otro de una guerra, como la cruz roja etc. En el caso del crítico comprometido, no renunciará a un primer momento de objetividad pero tampoco se afirmará en la idea de neutralidad. Si bien aquella, la objetividad, no tiene concesiones, ésta, la neutralidad (ética, ideológica) no existe desde el momento en que es siempre funcional al poder mayor. Entendido aquí “poder” como aquella diferencia relativa que resuelve un conflicto, por lo cual se convierte en poder absoluto. Es decir, la neutralidad ética, en este sentido, no puede existir (nada menos neutral que la ética). Sólo existe un heroico ejercicio, —nunca libre de sospechas— de objetividad.

Desde un punto de vista crítico, es válido analizar el paradigma histórico en El Quijote o en Cien años de soledad, tanto como psicoanalizar a uno de sus personajes, aún asumiendo que nunca existió en el mismo plano ontológico que su autor o que el rey Enrique III de Inglaterra. En este caso, se desprende otro problema, quizás más allá de la crítica literaria, perteneciente a la filosofía: ¿qué significa un análisis psicológico de Sancho Panza? ¿Involucra a (1) su autor, (2) a su tiempo, como podría significar el análisis de un autor a través de su obra ensayística? Estoy convencido que sí. El paradigma manifiesto de una novela, por más esfuerzos de ficción y transmutación que realice su autor, de una forma u otra revelará un paradigma dominante, porque no es posible carecer de él. Es decir, si aceptemos la premisa onettiana —opuesta a la de Ernesto Sábato— de que los personajes nada tienen que ver con su autor, aún así podemos asumir una posición que no se contradice con ninguno de los dos: los personajes piensan y sienten como individuos independientes del autor, pero al expresarse reflejan su época y el paradigma que enmarca su cosmovisión. Los protagonistas de una novela de 1960 toman Coca-Cola, conducen automóviles, critican una película, etc. Es decir, representan una época, un espacio y un tiempo. ¿Por qué no habrían de representar igualmente sus ideas políticas, sus cosmogonías, sus supersticiones, aún cuando representen un drama en el siglo XVI o en los tiempos de las independencias iberoamericanas? Es decir, ¿por qué no habría de tomarse en serio los pensamientos y las creencias de los personajes al igual que tomamos en serio los pensamientos de sus autores?

Aquí radica, entiendo, uno de los elementos radicales del análisis literario del género de ficción. Ahora, de la misma forma en que la ideología o la religión de una persona no se manifiestan de forma explícita en cada uno de sus actos o de sus opiniones —a veces nunca de forma explícita—, sí podemos asumir que estas dimensiones siempre articulan un modo de ser y de pensar (si no son la misma cosa). Así también la literatura no se reduce ni está determinada por el paradigma de una época, pero hay momentos en que ese paradigma compartido se manifiesta en la actividad literaria. Por tratarse de un paradigma asumimos que no es particular de cada autor o de cada personaje, es decir, dicho paradigma o “forma de ver el mundo” debe ser razonablemente un factor común de obras diversas.

Entendido este fenómeno en un marco histórico y teórico más general, debemos remover la letra que ha sido escrita sobre los restos de un texto anterior, tal vez un texto básico. Este ejercicio hermenéutico está lleno de riesgos. Es decir, una lectura como cualquiera, pero una lectura que asume, como los antiguos gnósticos, la existencia de un más allá del texto cubierto por diferentes velos. Pero aquí develar no significa un acto absoluto en sí mismo. Su validez, su verdad, consistirá en su capacidad de integrarse, por una continuidad inteligible, a otras narraciones que no son ella misma. Por lo tanto, asumimos una idea opuesta a la posmoderna: el autor no sólo existe; además es una de las principales claves de lectura. Junto con el autor, todos los más allá textuales —la ideología, el contexto cultural, etc.— que le dan sentido a cualquier texto. Sin un más allá textual, sin eso que llaman “meta-literatura” —como si la literatura fuese posible sin algo más que letras—, no hay signo sino música o pintura abstracta, un cúmulo de dibujos o fonemas monótonos repitiéndose infinitamente.

Si además consideramos que la narrativa de ficción y la narración de la historia tienen más semejanzas que diferencias, no sólo debemos replantearnos el espacio desde el cual leemos la historia sino la ficción misma. Ni una es tan objetiva ni la otra es tan inocente, ni una se limita al género realista ni la otra está libre de la realidad que la rodea.

- Jorge Majfud, The University of Georgia.


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