Ya ni me azaraba cuando veía policías

17/09/2008
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“Cuando la Policía cogía a alguien con “mercancía”, ahí mismo se tenía que mostrar un papelito con un nombre y un teléfono, y se le decía al policía, sabe qué llame a este señor, él llamaba y, al rato, soltaban al muchacho”, relata Roberto*, un joven de 20 años de edad con más de cinco años de experiencia en buena parte de la cadena del narcotráfico en el Bajo Cauca antioqueño.

El relato de este joven evidencia que en el cultivo, procesamiento y venta de la pasta para elaborar la cocaína no sólo participan grupos armados ilegales; también lo hacen cientos de menores de edad, miembros de la fuerza pública y transportadores, protegidos por una red de contactos que evitan capturas y decomisos de “mercancía”, y dejan fluir las transacciones sin mayores alteraciones.

“Por eso ni me azaraba cuando veía a los policías”, agrega Roberto, quien abandonó la región durante la primera marcha cocalera, en febrero de este año. Se vino a Medellín, pero aquí sólo ha encontrado riesgos, a tal punto que hoy se enfrenta a una disyuntiva: o retorna al negocio de la coca o se deja reclutar por bandas urbanas que operan en el barrio donde.

Roberto vivió en el corregimiento Puerto Valdivia, puerta de entrada al Bajo Cauca antioqueño y a cuatro horas de Medellín por la vía que conduce a la Costa Atlántica. Se inició como raspachín, pero su habilidad y ambición lo llevó bastante lejos; no obstante, por diversas circunstancias, abandonó esta actividad y hoy busca en la capital antioqueña alternativas legales, sin que hasta el momento haya tenido la misma suerte que lo acompañó cuando estaba en el narcotráfico.

En esta subregión de Antioquia han ocurrido, durante este año, tres marchas cocaleras; con cerca de 4.000 hectáreas cultivadas de hoja de coca, es la zona que más cultivos ilícitos tiene el departamento; según las autoridades, se ha convertido en un escenario de guerra entre grupos paramilitares dedicados al narcotráfico; y en sus corregimientos y veredas se vive una crisis social de grandes proporciones cuyos efectos se sienten en Medellín y en los demás municipios que integran el área metropolitana.

En palabras de Roberto

“Mi familia se fue a vivir a Puerto Valdivia a finales del 2002. Yo tenía 14 años. Cuando entré a estudiar allá comencé a ver que los muchachos entraban y salían del monte. Yo no sabía por qué hasta que caí en cuenta que todos ellos raspaban hoja de coca. Les iba muy bien: sólo trabajaban hasta medio día y cada ocho días recibían hasta 300 mil pesos. Se mantenían con plata y hasta dejaban de estudiar. Imagínese, y uno sin nada. Entonces vi la oportunidad, le pedí el favor a un señor y me llevó para una finca.

Comencé a raspar y me iba muy bien, sacaba muy buena plata y me ofrecían muy buenas oportunidades. En la semana me llegué a ganar 400 mil pesos, trabajando desde la 6 de la mañana hasta medio día. Eso me gustó mucho, pues uno viendo la plata ahí en un momentico, y me salí de estudiar para dedicarme a eso.

La raspada dura por ahí mes y medio, y cuando se acababa la hoja, me dedicaba a machetiar maleza, fumigar y abonar. Diario hay trabajo. Y si en una finca no hay raspa, entonces uno se va para otro lado y así, de finca en finca. Es que por allá hay mucha coca. Medellín es chiquito para lo que yo he visto de coca. Para llegar hasta las fincas, caminaba desde el pueblo por ahí cuatro horas.

En esa fincas, la mayoría de los raspachines son menores de edad. Yo llegué a trabajar en una finca con 45 pelaos, me tocó ver niños de 7 años raspando. Esos pelaos eran de Puerto Valdivia y de Medellín. Ellos aquí vivían en el barrio El Bosque, en Moravia. Se dedicaban a trabajar de caleta en caleta. Los tipos que los traían eran de esos barrios. Yo llegué a distinguir a un señor que tenía cuatro fincas, todas con coca.

Me pagaban cada ocho días en la finca, entonces qué se hace: bajar al pueblo a gastar, y a gastar, y a gastar, y cuando se acababa la plata, pues otra vez a buscar trabajo y para el monte. En el pueblo no tiene nada de raro ver a un menor de edad entrando a una cantina, a los putiaderos. Yo vi pelaos de 10 años en una cantina hasta las 6 de la mañana, puros raspachines.

Yo, como le dije, comencé raspando, pero se me fue metiendo las ganas de más y más plata. Quería ganar más, por eso comencé a aprender otras cosas. Me quedaba pendiente del caletiador, que es la persona que procesa la hoja para sacar la pasta, entonces le cogí la clave y aprendí.

¿Sabe de qué me dí cuenta? En época de fumigaciones el negocio se pone bueno para los compradores porque consiguen la base barata. A quienes les están fumigando las fincas salen al pueblo a ofrecer la “mercancía” porque quieren vender rápido. Uno puede comprar el gramo a 1.800 pesos, muy barato. Hay gente que compra a ese precio y la guarda para cuando esté más cara”.

Paras, guerrilla y soldados

“Cuando yo llegué a Puerto Valdivia estaban los paramilitares. A ellos había que venderles toda la pasta que se procesaba en las caletas. Si ellos se daban cuenta que los campesinos también le vendían a la guerrilla los mataban. A mí me tocó ver mucho eso. Si los paracos se daban cuenta que un caletiador estaba piratiando, es decir, vendiéndole a otro distinto de ellos, lo metían en una bolsa con amonio y lo ahogaban. Hubo también muchos muertos porque había campesinos que vendían mala “mercancía”, es decir, mal procesada.

Eso se volvió un problema para todos, ¿pero sabe qué pasó? La guerrilla y los paracos se pusieron de acuerdo y decidieron comprar por mitades. Si uno por ejemplo sacaba 60 kilos de pasta, había que venderla mitad y mitad. Si alguien no cumplía con eso, también lo mataban. La guerrilla llegaba y la compraba en la caleta; a los paracos había que sacársela al pueblo.

En ese pueblo no habían soldados. A comienzos del 2006 se desmovilizaron los paracos del bloque Mineros, que era los que estaban ahí, y llegó el Ejército a las fincas a quemar caletas, pero después dejaron de quemarlas. ¿Sabe por qué? Con cinco o seis soldados llegaba a cualquier caleta un teniente y decían que iban a quemarla, el dueño hablaba con el militar y “arreglaban”, usted me entiende. Ellos recibían por ahí tres o cuatro millones de pesos, reportaban por radio que habían quemado tal o cual caleta, y se iban.

Imagínese, ellos pasaban cada que estábamos raspando, cada mes y medio, por cada finca. A todos les iba muy bien. Una vez pillaron como a diez menores de edad en una caleta y pensamos que se los iban a llevar, pero nada, tomaron fotos y se fueron porque ya iban con la liga. Incluso, si los ligaban bien, se ofrecían para escoltar la pasta hasta el pueblo.

El otro problema era la guerrilla, que le caía a los pelaos para convencerlos de que se fueran con ellos. Por lo menos 20 amigos míos se fueron para la guerrilla, varios de ellos menores de edad. Ofrecían 3 millones de pesos mensuales y un fierro; además, decían que los dejaban salir a la casa. Pero después llegaban esos pelaos y nos decían que no aceptáramos, porque después no nos dejaban salir. Los paracos también estaban detrás de los pelaos menores de edad para utilizarlos de “carritos”, para que llevaran “mercancía”, usted me entiende, a otros lados”.

Cadena de corrupción

“Luego de aprender a “caletiar”, me cogieron confianza y bajaba a Puerto Valdivia, a entenderme con compradores y vendedores. Comenzaron a llegar compradores sin problemas cuando se desmovilizaron los paracos. Ahí nada cambió: la guerrilla seguía comprando en el monte y, en el pueblo, la gente que llegaba de Medellín y otros lados.

Hay compradores que llegaban hasta por 130 kilos y ofrecían 2.500 pesos por el gramo. Qué hacía yo, rebuscármela entre los caletiadores y tratar de conseguir el gramo a 2.200 pesos, de esa manera me ganaba 300 pesos por gramo. Yo llegué a conseguir hasta 3 millones de pesos en un día. Toda esa plata se recibía de contado, nadie fía nada.

Luego de que el comprador pagaba, había que hacérsela llegar a donde él dijera. Por lo general, se mandaba a Medellín y a otros lugares, como por ejemplo algunas fincas que quedan por el Alto de Matazano. Eso también lo llegué a hacer, pues me cogieron bastante confianza. “La mercancía” se enviaba en camiones que transportan queso, legumbres o cualquier cosa. A los tipos de los camiones ya los conocía. Ellos llegan a los lavaderos o a echarle gasolina la carro, entonces aprovechaba y escondía la pasta.

Los que también trabajan en eso son los buses de una empresa muy famosa que viaja a la Costa. ¿Sabe cuánto costó hacer una caleta en un bus de esos? 45 millones de pesos. En una noche yo llegué a cargar y despachar hasta ocho buses. Uno llamaba al conductor y le decía que estaba listo, entonces él me decía que le pusiera la mano, paraba donde yo estaba, me subía con dos o tres maletines grandes y me bajaba más adelante. Ya en el bus se encargaban de encaletarla y llevarla a Medellín o a dónde uno les dijera”.

“Yo llegué hasta un punto en el negocio que ya me iba a tocar trabajar con gente que me daba miedo, pero con quien yo estaba me tranquilizaba porque me decía que no estaban con chichipatos, que estaban trabajando con unos “duros” de la Fiscalía. Entonces pensé: aquí no hay que tener miedo.

¿Cómo sé que eran fiscales? Yo vi varias cosas: una vez un tipo que me tenía confianza me dijo que le ayudara a enviar mercancía para Medellín, yo dije que listo. En la noche llegaron primero unos hombres vestidos de negro, en una camioneta, y luego un bus de los que le dije. Yo subí la mercancía y se fueron.

Y mire esto: cuando la Policía cogía a alguien con “mercancía”, ahí mismo se tenía que mostrar un papelito con un nombre y un teléfono, y se le decía al policía, sabe qué llame a este señor, él llamaba y, al rato, soltaban al muchacho. Yo ya ni me azaraba cuando veía a los policías. Yo no sé a quién llamaban, pero eso era muy efectivo.

Fin del viaje

“Como le dije, uno mandaba la pasta a donde le dijeran los compradores. Mucha de la “mercancía” que yo mandé la recibían en el barrio Moravia y el Bosque, eso queda cerca a la universidad de Antioquia, en Medellín. Otros paquetes se dejaban en fincas del Alto de Matazano.

En esos barrios y también en San Antonio de Prado (corregimiento de Medellín) hay cristalizaderos. Muchas veces a los pelaos los dejan ahí para trabajar como empacadores. La droga, ya pura, la distribuyen en las plazas de vicio y otra parte la guardan, la acumulan y la exportan. Pero yo ahí no trabajo, me da miedo, pues aquí en Medellín el negocio es a otro costo, los que están ahí son muy azarosos.

Yo salí de Puerto Valdivia en febrero de este año, con la primera marcha de campesinos. Había muchos problemas. Y no he vuelto por allá. No sé cómo anden las cosas. Estoy tratando de buscar un trabajo normal, en lo que resulte. Por ahora trabajo en construcción, en eso me gano en quince días lo que en el pueblo me ganaba en un día.

El problema que tengo ahora es que no me dan trabajo todos los días y las bandas que hay en el barrio me están presionando para que esté con ellos, me han convidado para que hagamos varios robos por ahí. Pero yo no quiero eso, trato de evitarlos para que no me sigan presionando. Lo que pasa es que no sale casi nada, entonces no sé que hacer: si aceptar trabajo en las bandas, devolverme a Puerto Valdivia o seguir buscando trabajo. La verdad, no sé que hacer”.

* Por razones de seguridad, el nombre fue modificado.

- Agencia de Prensa IPC, Medellín, Colombia
www.ipc.org.co

https://www.alainet.org/fr/node/129815?language=en
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