La muerte, ¿tema tabú?

01/11/2008
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El próximo 2 de noviembre es el día de los difuntos, de los que murieron. Será en el futuro el día de cada uno de nosotros. ¿Pero quién encara este destino inapelable?

Entre niños de seis años invitados a escribir cartas a Dios, dice uno: “Dios, cada día nace mucha gente y muere mucha gente. Debieras prohibir los nacimientos y las muertes, y permitir al que ya nació vivir para siempre”.

Tiene sentido. Se evitaría la superpoblación del planeta y el sufrimiento de morir o ver desaparecer seres queridos. ¿Pero quién garantiza que, privados de la certeza de la finitud, esa raza de superhombres no haría de nuestra convivencia una experiencia infernal? Simone de Beauvoir dio la respuesta en su novela “Todos los hombres son mortales”.

Es ese ideal de infinitud el que fomenta la cultura de la inmortalidad diseminada por la prometedora industria del elixir de la eterna juventud: cosméticos, gimnasios, libros de autoayuda, cuidados nutricionales que prometen salud y longevidad. Nada de todo ello es contraindicado, excepto cuando se lleva hasta la obsesión, que produce anorexia, o a la actitud ridícula de algunos viejos que se avergüenzan de sus propias arrugas y fantasían con ser adolescentes.

Tuve siete amigos con cáncer en los últimos dos años. Dos, en estado terminal, me llamaron para conversar sobre la muerte. Uno de ellos hizo esta observación: “Antes era tabú hablar de sexo. Hoy lo es el hablar de la muerte”. Estuve de acuerdo. La muerte antes era vista como un fenómeno natural, corona inevitable de la existencia. Hoy es sinónimo de fracaso, casi una lacra social.

La muerte se ha clandestinizado en esta sociedad que ensalza la cultura del alargamiento indefinido de la vida, de la juventud perenne, de la exaltación de la estética corporal. Ya ni se tiene el derecho de permanecer viejo. Los que ya tenemos acceso al Estatuto de la Ancianidad somos tratados con eufemismos que intentan disimular la “vergüenza” de la vejez: tercera edad, mejor edad o, como leí en un rótulo de un microbús, “la turba de la dign/idad”. Puestos a usar eufemismos, sugiero éste más realista: turba de la eterna edad, puesto que estamos cercanos a ella.

En tiempos de mis abuelos se moría en casa, rodeado de parientes y amigos, en el espacio doméstico lleno de personas y objetos que constituían la razón de ser de la existencia del enfermo. Hoy se muere en el hospital, un lugar extraño, rodeado de personas -médicos, enfermeras, auxiliares- cuyos nombres desconocemos. Se suprime la agonía merced a los avances de la ciencia: el coma inducido, la medicación que elimina el dolor. Apenas hay cantos ni velas ni cinta amarilla. El rito del paso -unción de los enfermos, luto, misa de 9 días, anuncios- es casi imperceptible.

“Morir es cerrar los ojos para ver mejor”, dijo José Martí con ocasión de la muerte de Marx. Las religiones tienen respuestas para las situaciones límite de la condición humana, especialmente la muerte. Lo cual es un consuelo y una esperanza para quien tiene fe. Pero fuera del ámbito religioso, sin embargo, la muerte es un accidente, no un suceso normal de la condición humana.

Se muere abundantemente en las películas y en las telenovelas, pero no hay velorio ni entierro. Los personajes son seres descartables, como las víctimas inclementes del narcotráfico. O las figuras virtuales de los juegos electrónicos que enseñan a los niños a matar sin culpa.

La muerte es, como afirmó Sartre, la más solitaria experiencia humana. Y la ruptura definitiva del ego. En la óptica de la fe es el desdoblamiento del ego en su contrario: el amor, el ágape, la comunión con Dios.

La muerte nos reduce al verdadero yo, sin los adornos de condición social, apellido, títulos, propiedades, importancia o cuenta bancaria. Es la ruptura de todos los vínculos que nos atan a lo accidental. Los místicos la encaran con tranquilidad para ejercer el desapego respecto a todos los valores finitos Cultivan, en la subjetividad, valores infinitos. Y hacen de la vida un don de sí: amor. Por eso Teresa de Ávila suspiraba: “Muero por no morir”.

El Padre Vieira, cuyo cuarto centenario de su nacimiento se conmemora este año, advertía en el sermón del 1º domingo de Adviento, en 1650: “En el nacimiento somos hijos de nuestro país; en la resurrección seremos hijos de nuestras obras”.

- Frei Betto es escritor, autor de “La obra del Artista. Una visión holística del Universo”, entre otros libros.

Traducción de J.L.Burguet
https://www.alainet.org/fr/node/130649
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