El Buen Vivir, una oportunidad por construir

16/02/2009
  • Español
  • English
  • Français
  • Deutsch
  • Português
  • Opinión
-A +A

“Y volverá a preguntársenos: ¿qué ha dejado a la Kultura Don Quijote? Y diré: ¡el quijotismo, y no es poco! Todo un método, toda una epistemología, toda una estética, toda una lógica, toda una religión sobre todo, es decir, una economía a lo eterno y lo divino, toda una esperanza en lo absurdo racional”.

Miguel de Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida,  1912

Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario

En la Asamblea Constituyente, el Buen Vivir o Sumak Kausai (en kichwa) fue motivo de diversas interpretaciones. En un debate, que en realidad recién empieza, primó el desconocimiento y el temor en algunos sectores. Para unos el Buen Vivir, al que lo entendían ingenuamente como una despreocupada y hasta pasiva dolce vita, les resultaba inaceptable. Otros, quizás temerosos de perder sus privilegios, no dudaron en anticipar que con el Buen Vivir se proponía el retorno a la época de las cavernas.

Algunos asambleístas, contando con el eco perturbador de gran parte de una prensa mediocre e interesada en el fracaso de la Constituyente, acostumbrados a verdades indiscutibles, clamaban por concreciones definitivas. Mientras que otros, incluso algunos que inclusive alentaron este principio fundacional de la Constitución de Montecristi, al perecer no tenían clara la trascendencia de esta decisión…

Para entender lo que implica el Buen Vivir, que no puede ser simplistamente asociado al “bienestar occidental”, hay que empezar por recuperar la cosmovisión de los pueblos y nacionalidades indígenas; planteamiento que también se cristaliza en la discusión constitucional en Bolivia. Eso, de plano, no significa negar la posibilidad para propiciar la modernización de la sociedad, particularmente con la incorporación en la vida de muchos y valiosos avances tecnológicos de la humanidad.

En la comprensión del sentido que tiene y debe tener la vida de las personas, en las sociedades indígenas de nuestro país no existe el concepto de desarrollo, nos recuerda Carlos Viteri Gualinga. Es decir, no hay la concepción de un proceso lineal que establezca un estado anterior o posterior. No hay aquella visión de un estado de subdesarrollo a ser superado. Y tampoco un estado de desarrollo a ser alcanzado. No existe, como en la visión occidental, está dicotomía que explica y diferencia gran parte de los procesos en marcha. Para los pueblos indígenas tampoco hay la concepción tradicional de pobreza asociada a la carencia de bienes materiales o de riqueza vinculada a su abundancia.

Desde la cosmovisión indígena el mejoramiento social -¿el desarrollo?- es una categoría en permanente construcción y reproducción. En ella está en juego la vida misma. Siguiendo con este planteamiento holístico, por la diversidad de elementos a los que están condicionadas las acciones humanas que propician el Buen Vivir, los bienes materiales no son los únicos determinantes. Hay otros valores en juego: el conocimiento, el reconocimiento social y cultural, los códigos de conductas éticas e incluso espirituales en la relación con la sociedad y la Naturaleza, los valores humanos, la visión de futuro, entre otros. El Buen Vivir constituye una categoría central de la filosofía de vida de las sociedades indígenas. Y su aporte nos invita a asumir otros “saberes” y otras prácticas.

Pero eso no es la única fuente de inspiración para impulsar el Buen Vivir. Incluso desde círculos de la cultura occidental se levantan cada vez más voces que podrían estar de alguna manera en sintonía con esta visión indígena. En el mundo se comprende, paulatinamente, la inviabilidad global del estilo de desarrollo dominante.

Frente a los devastadores efectos del calentamiento global, se plantean cambios para que la humanidad pueda escapar con vida de los graves riesgos ecológicos y sociales en ciernes. El crecimiento material sin fin podría culminar en un suicidio colectivo, tal como parece augurar el mencionado recalentamiento de la atmósfera o el deterioro de la capa de ozono, la pérdida de fuentes de agua dulce, la erosión de la biodiversidad agrícola y silvestre, la degradación de suelos o la propia desaparición de espacios de vida de las comunidades locales...

Para empezar el concepto mismo de crecimiento económico debe ser reubicado en una dimensión adecuada, concepto que está íntimamente vinculado al de desarrollo, al menos en su acepción occidental. Valga traer nuevamente a colación la visión crítica del crecimiento económico que tiene Amartya Sen, Premio Nobel de Economía de 1997. Para reforzar la necesidad de una visión más amplia, superadora de los estrechos márgenes cuantitativos del economicismo, él insiste “que las limitaciones reales de la economía tradicional del desarrollo no provinieron de los medios escogidos para alcanzar el crecimiento económico, sino de un reconocimiento insuficiente de que ese proceso no es más que un medio para lograr otros fines. Esto no equivale a decir que el crecimiento carece de importancia. Al contrario, la puede tener, y muy grande, pero si la tiene se debe a que en el proceso de crecimiento se obtienen otros beneficios asociados a él. (…) No sólo ocurre que el crecimiento económico es más un medio que un fin; también sucede que para ciertos fines importantes no es un medio muy eficiente". Y por lo tanto, no es la única vía a la que debería darse necesariamente prioridad.

Incluso a escala global la concepción del crecimiento basado en inagotables recursos naturales y en un mercado capaz de absorber todo lo producido, muestra que más que producir el desarrollo lo que se observa, como señala José María Tortosa, es un “mal desarrollo”. Tortosa va más allá. El afirma que “el funcionamiento del sistema mundial contemporáneo es “maldesarrollador” (…) La razón es fácil de entender: es un sistema basado en la eficiencia que trata de maximizar los resultados, reducir costes y conseguir la acumulación incesante de capital. Ésa es la regla de juego que para nada es atemperada por la “mano invisible” de los sentimientos morales de que hablaba Adam Smith, es decir, por el sentido de la responsabilidad. Si “todo vale”, el problema no es de quién ha jugado qué cuándo, sino que el problema son las mismas reglas del juego. En otras palabras, el sistema mundial está maldesarrollado por su propia lógica y es a esa lógica a donde hay que dirigir la atención.”

Eso no es todo, a más de no obtener el bienestar material, se están afectando la seguridad, la libertad, la identidad de los seres humanos. Ese mal desarrollo, generado desde arriba, sea desde los gobiernos centrales y sus empresas transnacionales, o desde las élites dominantes a nivel nacional, implica entonces una situación de complejidades múltiples que no pueden ser explicadas a partir de versiones monocausales. Por ello está también en cuestión aquella clasificación de países desarrollados y subdesarrollados, tanto como el mismo concepto de desarrollo tradicional. Y, por cierto, aquella lógica del progreso entendida como la acumulación permanente de bienes materiales.

En esta línea de reflexión, desde la vertiente ambiental, podríamos mencionar los reclamos de cambio en la lógica del desarrollo, cada vez más urgentes, de varios pensadores de gran valía, como Nicholas Georgescu-Roegen, Ivan Illich, Herman Daly, José Manuel Naredo, Joan Martínez Allier, Roberto Guimaraes, Eduardo Gudynas, entre otros. Sus cuestionamientos a las estrategias convencionales se nutren de una amplia gama de visiones, experiencias y propuestas propias de la misma civilización occidental. Sus argumentos prioritarios son una invitación a no caer en la trampa de un concepto de “desarrollo sustentable” que no afecte la revalorización del capital, hoy vendido como “capitalismo verde”. También alertan sobre los riesgos de una confianza desmedida en la ciencia su técnica. En definitiva, estos pensadores cuestionan la idea tradicional del progreso material y proponen nuevas formas de organización de la vida misma.

La búsqueda de nuevas formas de desarrollo implica revitalizar la discusión política, ofuscada por la visión economicista sobre los fines y los medios. Al endiosar la actividad económica, particularmente al mercado, se han abandonado muchos instrumentos no económicos, indispensables para el desarrollo. La resolución de los problemas exige una aproximación multidisciplinaria.

La acumulación material -mecanicista e interminable de bienes-, apoltronada en “el utilitarismo antropocéntrico sobre la Naturaleza” (Eduardo Gudynas), no tiene futuro. Los límites de estilos de vida sustentados en esta visión ideológica del progreso son cada vez más notables. El ambiente, es decir los recursos naturales no pueden ser vistos como una condición para el crecimiento económico, como tampoco pueden ser un simple objeto de las políticas de desarrollo. Esto nos conduce a aceptar que la Naturaleza, en tanto una construcción social y en tanto término conceptualizado por los seres humanos, debe ser reinterpretada y revisada íntegramente, sobre todo si la humanidad no está fuera de la Naturaleza. La visión dominante, que pretende ver a la humanidad por fuera de la Nasturaleza,  incluso al definirla como Naturaleza sin considerar al ser humano como parte integral de la misma, ha abierto la puerta para dominarla y manipularla. Se le ha transformado en recursos naturales e incluso en “capital natural” a ser explotados. Cuando, en realidad, la Naturaleza hasta podría existir sin seres humanos…

En este punto hay que rescatar las verdaderas dimensiones de la sustentabilidad. Esto exige, desde la perspectiva de Roberto Guimaraes, tener “como norte una nueva ética del desarrollo, una ética en la cual los objetivos económicos de progreso estén subordinados a las leyes de funcionamiento de los sistemas naturales y a los criterios de respeto a la dignidad humana y de mejoría de la calidad de vida de las personas”. Para él, “el crecimiento, definido como incremento monetario del producto y tal como lo hemos experimentado, constituye un componente intrínseco de la insustentabilidad actual”. Esto, siguiendo al mismo autor, nos conduce al “desplazamiento del crecimiento como un fin último hacia el desarrollo como un proceso de cambio cualitativo”. Y eso -pensando desde ya en lo que podría ser una economía postcrecimiento, como lo entiende Enrique Leff- se logrará, para volver a Guimaraes, “en la medida que se logre preservar la integridad de los procesos naturales que garantizan los flujos de energía y de materiales en la biosfera y, a la vez, se preserve la biodiversidad del planeta”. Para lo que habrá de “transitar del actual antropocentrismo al biopluralismo, otorgando a las especies el mismo derecho ‘ontológico’ a la vida”.

Estos planteamientos de Guimaraes ubican con claridad por donde debería marchar el desarrollo sustentable, si realmente pretende ser una opción de vida, en tanto respeta la Naturaleza y permite un uso de los recursos naturales adaptado a la generación (regeneración) natural de los mismos. La Naturaleza, en definitiva, debe tener la necesaria capacidad de carga y recomposición para no deteriorarse irreversiblemente por efecto de la acción del ser humano. He aquí una aproximación ética explicativa de los derechos que se otorgaron a la Naturaleza en Montecristi.

En suma, el desarrollo debe ser sustentable ambientalmente en tanto compromiso con las generaciones futuras. En esa línea de pensamiento, si aceptamos que es necesaria una nueva ética del desarrollo, hay que incorporar elementos consustanciales a un verdadero proceso de transformaciones radicales, como son la igualdad, las diversas equidades [1] y la justicia social (productiva y distributiva), así como elementos morales, estéticos y espirituales. Y esto dentro de un esfuerzo de democratización permanente de la sociedad, a partir de la construcción de ciudadanías sólidas.

Entonces, de ninguna manera es aceptable un estilo de vida fácil para un grupo reducido de la población, mientras el resto, la mayoría, tiene que trabajar para sostener los privilegios de aquel segmento privilegiado y opresor. Esta es la realidad del régimen de desarrollo actual, una realidad propia del sistema capitalista. Ya lo apuntó -en su obra clásica, Investigación sobre Naturaleza y Causas de la Riqueza de las Naciones (1776)- Adam Smith, profeta del liberalismo: “Allí donde existen grandes patrimonios, hay también una gran desigualdad. Por un individuo muy rico ha de haber quinientos pobres, y la opulencia de pocos supone la indigencia de muchos”. El capitalismo ha demostrado una gran capacidad productiva. Ha podido dar lugar a progresos tecnológicos sustanciales y sin precedentes. Ha conseguido incluso reducir la pobreza en varios países. Sin embargo, produce también procesos sociales desiguales entre los países y dentro de ellos. Sí, se crea riqueza, pero son demasiadas las personas que no participan de esos beneficios.

Aquí cobra renovado vigor las propuestas de Amartya Sen, para quien el “poder de crear riqueza” equivaldría a la posibilidad de “ampliación de las capacidades” del ser humano. No cuentan tanto las riquezas o sea las cosas que las personas puedan producir durante sus vidas, sino lo que las cosas hacen por la vida de las personas: “El desarrollo debe preocuparse de lo que la gente puede o no hacer, es decir si pueden vivir más, escapar de la morbilidad evitable, estar bien alimentados, ser capaces de leer, escribir, comunicarse, participar en tareas literarias y científicas, etc. En palabras de Marx, se trata de 'sustituir el dominio de las circunstancias y el azar sobre los individuos, por el dominio de los individuos sobre el azar y las circunstancias'” (Sen). Una convivencia sin miseria, sin discriminación, con un mínimo de cosas necesarias y sin tener a éstas como la meta final. Esta es, a no dudarlo, una visión equiparable con el Buen Vivir, deseable y posible en un país con tantas posibilidades como el Ecuador.

Por este motivo resulta inapropiado y altamente peligroso aplicar el paradigma desarrollo tal y como es concebido en el mundo occidental. No sólo que no es sinónimo de bienestar para la colectividad, sino que está poniendo en riesgo la vida misma de la humanidad. El Buen Vivir, entonces, tiene una trascendencia mayor a la sola satisfacción de necesidades y acceso a servicios y bienes. En este contexto, desde la filosofía del Buen Vivir se precisa cuestionar el tradicional concepto de desarrollo. La acumulación material permanente de bienes materiales no tiene futuro.

El desarrollo, mejor digámoslo un renovado concepto de desarrollo, visto desde esta perspectiva -planteada también por connotados tratadistas latinoamericanos[2]- implica la expansión de las potencialidades individuales y colectivas, las que hay que descubrir y fomentar. No hay que desarrollar a la persona, la persona tiene que desarrollarse. Para lograrlo, como condición fundamental, cualquier persona ha de tener las mismas posibilidades de elección, aunque no tenga los mismos medios. El Estado corregirá las deficiencias del mercado y actuará como promotor del desarrollo, en los campos que sea necesario. Y si el desarrollo exige la equidad y la igualdad, éstas sólo serán posibles con democracia -no un simple ritual electoral- y con libertad de expresión, verdaderas garantías para la eficiencia económica y el logro del Buen Vivir, en tanto camino y en tanto objetivo.

El Buen Vivir, más que una declaración constitucional, se presenta, entonces, como una oportunidad para construir colectivamente un nuevo régimen de desarrollo. Su contenido no se refleja simplemente en  una sumatoria de artículos constitucionales en donde se mencionan estas palabras: Buen Vivir. Es mucho más que la posibilidad de introducir cambios estructurales a partir del cumplimiento de los diferentes artículos constitucionales en donde se aborda expresamente o no el Buen Vivir. Esta propuesta, siempre que sea asumida activamente por la sociedad, en tanto recepta las propuestas de los pueblos y nacionalidades indígenas, así como de amplios segmentos de la población, puede proyectarse con fuerza en los debates de transformación que se desarrollan en el mundo.

El Buen Vivir, en definitiva, tiene que  ver con una serie de derechos y garantías sociales, económicas y ambientales. También está plasmado en los principios orientadores del régimen económico, que se caracterizan por promover una relación armoniosa entre los seres humanos individual y colectivamente, así como con la Naturaleza. En esencia busca construir una economía solidaria, al tiempo que se recuperan varias soberanías como concepto central de la vida política del país.

Hacia la construcción de una economía solidaria

Desde esa perspectiva, el Buen Vivir, en tanto régimen de desarrollo en construcción y como parte inherente de un Estado plurinacional, tal como se aprobó en Montecristi, busca una vida armónica. Es decir equilibrada entre todos los individuos y las colectividades, con la sociedad y con la Naturaleza. No se puede olvidar que lo humano se realiza (o debe realizarse) en comunidad; con y en función de otros seres humanos, sin pretender dominar a la Naturaleza.

El valor básico de la economía, en un régimen de Buen Vivir, es la solidaridad. Se busca una economía distinta, una economía social y solidaria, diferente de aquella caracterizada por una supuesta libre competencia, que anima al canibalismo económico entre seres humanos y que alimenta la especulación financiera. A partir de esa definición se aspira a construir relaciones de producción, de intercambio y de cooperación que propicien la eficiencia y la calidad, sustentadas en la solidaridad. Se habla de productividad y competitividad sistémicas, es decir medibles en avances de la colectividad y no sólo de individualidades sumadas muchas veces en forma arbitraria.  

El mercado por si solo no es la solución, tampoco lo es el Estado. El subordinar el Estado al mercado, conduce a subordinar la sociedad a las relaciones mercantiles y al egolatrismo individualista. Lejos de una economía sobredeterminada por las relaciones mercantiles, se promueve una relación dinámica y constructiva entre mercado, Estado y sociedad. Se busca construir una sociedad con mercado, para no tener una sociedad de mercado, es decir mercantilizada. No se quiere una economía controlada por monopolistas y especuladores, como en la época neoliberal. Tampoco se promueve una visión estatista a ultranza de la economía.

El mercado, tanto como el Estado, requieren una reconceptualización política, que conduzca a regulaciones adecuadas. El mercado es una relación social sujeta a las necesidades de los individuos y las colectividades, entendida como un espacio de intercambio de bienes y servicios en función de la sociedad y no sólo del capital. “Los mercados pueden ser totalmente inmorales, ineficientes, injustos y generadores del caos social”, nos recuerda Luis de Sebastián. Por lo tanto, siguiendo el pensamiento de Karl Polnayi -“el mercado es un buen sirviente, pero un pésimo amo”-, al mercado hay que organizarlo y controlarlo como a un sirviente, pero no asumirlo como un amo. El Estado deberá, en definitiva, ser ciudadanizado, mientras que el mercado habrá de ser civilizado, lo que, en ambos casos, implica una creciente participación de la sociedad.

Para enfrentar la gravedad de los problemas existentes en la economía ecuatoriana hay que desarmar las visiones simplificadoras y compartamentalizadas. El éxito o el fracaso no es solo una cuestión de recursos físicos sino que depende decisivamente de las capacidades de organización, participación e innovación de los habitantes del país. Existen sobradas razones para afirmar que el principal estrangulamiento para asegurar una vida mejor, en un mundo mejor, para todos y todas, es la ausencia de políticas e instituciones[3] que permitan fortalecer e impulsar las capacidades humanas de cada una de las culturas existentes.

Está claro que en la nueva Constitución, no está en juego simplemente un proceso de acumulación material. Se precisan respuestas políticas que hagan posible un desarrollo impulsado por la vigencia de los derechos fundamentales (derechos humanos en términos amplios y derechos de la Naturaleza), como base para una sociedad solidaria, en el marco de instituciones que aseguren la vida. Las instituciones actualmente vigentes, apegadas a los dogmas ortodoxos, apenas han contribuido a paliar circunstancialmente los elementos más explosivos del subdesarrollo.

Se persigue una economía que garantice el derecho de propiedad bien habida. Pero sobre todo el derecho a la propiedad de quienes nada o muy poco tienen. Esta nueva economía consolida el principio del monopolio público sobre los recursos estratégicos, pero a su vez establece una dinámica de uso y aprovechamiento de esos recursos desde una óptica sustentable, con la necesidad de disponer de mecanismos de regulación y control en la prestación de los servicios públicos. Igualmente considera diversas formas de hacer economía: estatal, pública, privada, mixta, comunitaria, asociativa, cooperativa… Busca, con esto, ampliar la base de productores y propietarios en el Ecuador en un esquema de economía solidaria que articule a activa y equitativamente a todos los segmentos productivos.

La redistribución de la riqueza (de la tierra, por ejemplo) y la distribución del ingreso, con criterios de equidad, así como la democratización en el acceso a los recursos económicos, como son los créditos, están en la mira de esta economía solidaria. Así, las finanzas deben cumplir un papel de apoyo al aparato productivo y no ser más simples instrumentos de acumulación y concentración de la riqueza en pocas manos; realidad que alienta la especulación financiera. Los bancos, por lo tanto, en un plazo perentorio, tendrán que vender todas sus empresas no vinculadas a la actividad financiera, incluyendo sus medios de comunicación.

La Constitución propone también la construcción de una nueva arquitectura financiera, en donde los servicios financieros son de orden público. Allí se reconoce a las finanzas populares como promotoras del desarrollo y se incentiva la creación de una banca pública de fomento, como aglutinadora del ahorro interno e impulsador de economías productivas de características más solidarias. Un tratamiento preferente a las cooperativas de ahorro y crédito, así como a las diversas formas de ahorro popular, también está reconocido constitucionalmente.

El ser humano, al ser el centro de la atención, es el factor fundamental de la economía. Y en ese sentido, rescatando la necesidad de fortalecer y dignificar el trabajo, se proscribe cualquier forma de precarización laboral, como la tercerización; incluso el incumplimiento de las normas laborales puede ser penalizado y sancionado.  Por otro lado se prohíbe toda forma de persecución a los comerciantes y los artesanos informales.

En lo social, se priorizaron las inversiones en educación y salud.[4] En tanto derechos humanos, la educación y la salud serán servicios gratuitos; se incluyó específicamente la gratuidad de la educación en el nivel universitario. La gratuidad en el acceso a la justicia es otro de los derechos consagrados en la Constitución. Se aprobó la universalidad de la seguridad social, de ninguna manera su privatización. Todo este esfuerzo en lo social se complementa con una serie de disposiciones para superar tanto el machismo como el racismo, así como toda forma de exclusión social.

Todas las personas tienen por igual derecho a una vida digna, que asegure la salud, alimentación y nutrición, agua potable, vivienda, saneamiento ambiental, educación, trabajo, empleo, descanso y ocio, cultura física, vestido, seguridad social y otros servicios sociales necesarios Todos estos derechos, para su cumplimiento, exigirán ajustes en la distribución de la riqueza y del ingreso, puesto que su vigencia no sólo puede estar garantizada por posibles ingresos petroleros u otros similares. Los derechos deben ser garantizados por la sociedad para todos sus miembros, en cualquier tiempo o circunstancia, no sólo cuando hay excedentes financieros.

En el nuevo texto constitucional existe una sección completa sobre derechos y garantías para personas con discapacidades, que constituyen, además, una temática transversal a toda la Constitución.

En esta carta magna se consolidan los derechos de los y las emigrantes. No sólo que podrán votar en las elecciones ecuatorianas y que tendrán representantes a la Asamblea Nacional, elegidos por ellos, sino que podrán impulsar varias iniciativas políticas, inclusive de ley. El Estado generará incentivos al retorno del ahorro y de los bienes de las personas migrantes, para que dichos recursos se orienten hacia la inversión productiva de calidad decidida por los propios emigrantes. También se estimulará su afiliación voluntaria al Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social; para lograrlo se contará con el aporte de las personas domiciliadas en el exterior. En un gesto de coherencia con la defensa de los derechos de los compatriotas en el exterior, esta Constitución asegura similares derechos a los extranjeros y a los ecuatorianos: los extranjeros que tengan residencia de cinco años en el Ecuador -por ejemplo- podrán ejercer el derecho al voto, sin necesidad de acuerdos bilaterales con sus países de origen; no podrán ser devueltos o expulsados a un país donde su vida, libertad, seguridad o integridad o la de sus familiares peligren por causa de su etnia, religión, nacionalidad, ideología, pertenencia a determinado grupo social, o por sus opiniones políticas. En esa línea de compromiso se prohíbe la expulsión de colectivos de extranjeros. Los procesos migratorios deberán ser singularizados.

No se espera a que cambie el mundo para recién entonces avanzar en el campo de la migración, se actúa para provocar el cambio del mundo…

En sintonía con estas propuestas en el ámbito de la movilidad humana se impulsa el principio de ciudadanía universal, la libre movilidad de todos los habitantes del planeta y el progresivo fin de la condición de extranjero como elemento transformador de las relaciones desiguales entre los países, especialmente Norte-Sur. Para lograrlo se promueve la creación de la ciudadanía latinoamericana y caribeña; la libre circulación de las personas en dicha región; la instrumentación de políticas que garanticen los derechos humanos de las poblaciones de frontera y de los refugiados; y, la protección común de los latinoamericanos y caribeños en los países de tránsito y destino migratorio.

Con esta Constitución, a diferencia del pensamiento neoliberal todavía dominante, se quiere recuperar lo público, lo universal, lo gratuito, la diversidad, como elementos de una sociedad que busca sistemáticamente la libertad, la igualdad y la equidad, así como la solidaridad en tanto elementos rectores del Buen Vivir. En su articulado, más allá de las simples interpretaciones que hacen los constitucionalistas frustrados, encontramos borradores de una utopía por construir. Una utopía que implica la crítica de la realidad desde los principios plasmados en la Constitución de Montecristi. Una utopía que, al ser un proyecto de vida en común, nos dice lo que debe ser.... alternativa imaginaria, políticamente conquistada, a ser ejecutada por la acción de la ciudadanía.

Por eso, en forma pionera a nivel mundial, en la nueva Constitución se ha establecido que la Naturaleza es sujeto de derechos. Esta definición enfrenta la actual crisis civilizatoria, cuando ya se ve la imposibilidad de continuar con el modelo industrialista y depredador basado en la lucha de los humanos contra la Naturaleza. No va más la identificación del bienestar y la riqueza como acumulación de bienes materiales, con las consecuentes expectativas de crecimiento y consumo ilimitados. En este sentido es necesario reconocer que los instrumentos disponibles para analizar estos asuntos ya no sirven. Son instrumentos que naturalizan y convierten en inevitable lo existente. Son conocimientos de matriz colonial y eurocéntrica, que pretenden convencer de que este patrón civilizatorio es natural e inevitable (Edgardo Lander).

Al reconocer a la Naturaleza como sujeto de derechos, en la búsqueda de ese necesario equilibrio entre la Naturaleza y las necesidades y derechos de los seres humanos, enmarcados en el principio del Buen Vivir, se estaría superando la clásica versión por la que la conservación del medioambiente es entendida simplemente como un derecho de los seres humanos a “gozar de un medioambiente sano y no contaminado”. Los derechos de la Naturaleza tienen que ver con el derecho que tienen la actual y las siguientes generaciones de gozar un ambiente sano. Pero estos derechos acogen otros criterios de justicia que superan la visión tradicional de justicia, lo que provoca varios conflictos conceptuales entre los constitucionalistas y juristas tradicionales.

De esta nueva concepción jurídica -todavía en construcción- se derivan decisiones trascendentales. El agua es asumida como un derecho humano fundamental, que cierra la puerta a su privatización; en concreto se afirma que reconoce que el agua es patrimonio nacional estratégico de uso público, dominio inalienable e imprescriptible del Estado, y constituye un elemento vital para la Naturaleza y para la existencia de los seres humanos; la Constitución plantea prelaciones en el uso del agua: consumo humano, riego para la producción de alimentos, caudal ecológico y actividades productivas, en ese orden. La soberanía alimentaria, que incorpora la protección del suelo y el uso adecuado del agua, se transforma en eje conductor de las políticas agrarias e incluso de recuperación del verdadero patrimonio nacional: su biodiversidad. Incluso se plasma aquí la necesidad de conseguir la soberanía energética, sin poner en riesgo la soberanía aleimentaria o el equilibrio ecológico.

Esta Constitución, la más ecuatoriana de toda la historia, que ofrece una categórica propuesta de descentralización y autonomías, sobre bases de solidaridad y equidad, abre la puerta también a la integración regional. Sin la integración de los pueblos de Nuestra América Latina no hay desarrollo. Ese es un paso fundamental para que dichos pueblos puedan insertarse con dignidad e inteligencia en el contexto mundial. Y para hacerlo, la Constitución declara al Ecuador como un territorio de paz, en donde no podrán asentarse fuerzas militares extranjeras con fines bélicos, ni ceder bases militares nacionales a soldados foráneos.

Finalmente, el Buen Vivir, una filosofía de vida, abre la puerta para construir un proyecto liberador y tolerante, sin perjuicios ni dogmas. Un proyecto que, al haber sumado muchas historias de luchas de resistencia y de propuestas de cambio, se posiciona como punto de partida para construir una sociedad sustentable en todos los ámbitos.

La nueva Constitución, medio y fin para cambios estructurales

Como punto básico de la nueva Constitución tenemos que resaltar la declaración de un Estado constitucional de derechos y justicia, social, democrático, soberano, independiente, unitario, intercultural, plurinacional y laico. Con esta definición se abre la posibilidad de un nuevo pacto de convivencia amplia, de múltiples entradas. Sin pretender agotar los alcances de esta definición, cabría resaltar que lo constitucional se posiciona prioritariamente para intentar desterrar la permanente violación de las cartas magnas y lo plurinacional conduce a una suerte de refundación del Estado en tanto toma en cuenta definitivamente la existencia de pueblos y nacionalidades indígenas, lo que significa un salto cualitativo de la mirada monocultural eurocéntrica imperante hasta ahora.

Por ello es preciso reformular las relaciones de poder entre el Estado y los ciudadanos para que sean éstos los auténticos poseedores de la soberanía. La crisis de representación política que ha afectado y aún afecta a las instancias parlamentarias, implica una crisis del Derecho Constitucional en tanto que la “soberanía popular” está sometida a los apetitos privados en contradicción con las exigencias ciudadanas, lo cual crea un conflicto en el sistema de legitimación. El Derecho Constitucional fue un derecho de papel. La tarea planteada por la nueva Constitución es superar aquel conjunto de normas acordadas explícita o implícitamente por los grandes agentes económicos, que actúan con independencia de los poderes públicos en la regulación de las relaciones de estos entes privados, entre ellos mismos y con el Estado. Finalmente, han sido estas regulaciones desde los intereses privados, incluso transnacionales, las que han determinado las relaciones políticas con el Estado. Esto ha implicado una desvalorización del Derecho constitucional y de las constituciones, con una pérdida de soberanía por parte del pueblo.

“La gran tarea -en palabras de Rómulo Salazar Ochoa- consiste en que comencemos a trabajar para arrancar el derecho constitucional del “pedestal academicista” en el que la derecha mantuvo la Constitución y convirtamos a ésta en inspiración y expresión del pensamiento social en función del cambio y la transformación política, garantizando el respeto a los derechos de las personas y de las colectividades. Esta preocupación, desde luego, comienza a despejarse en la medida en logramos entender que los principios constitucionales rigen a pesar de los vacíos, limitaciones y tergiversaciones que respecto de ellos contiene la ley, y que por lo mismo, a diferencia del viejo positivismo, no es y no puede ser ella sino el propio texto constitucional la fuente de nuestros derechos y garantía a la vez de su eficacia en armonía con la más alta significación de la naturaleza humana.”

La propia Constitución establece, por tanto, que para la consecución del Buen Vivir, a las personas y a las colectividades, y a sus diversas formas organizativas, les corresponde participar en todas las fases y espacios de la gestión pública y de la planificación del desarrollo nacional y local, y en la ejecución y control del cumplimiento de los planes de desarrollo en todos sus niveles. El Buen Vivir no será nunca una dádiva de los actuales grupos de poder. La construcción de una sociedad equitativa, igualitaria y libre, sólo será posible con el concurso de todos y de todas.

Por todo lo expuesto anteriormente, recién ha empezado el verdadero proceso constituyente. Un proceso que exige una mayor y más profunda pedagogía constituyente, así como una sociedad movilizada que impulse la consecución de los logros constitucionales. Un proceso de constitución de ciudadanía.

La consolidación de las nuevas normas constitucionales en leyes y en renovadas políticas coherentes con el cambio propuesto, es una tarea que convoca a los habitantes del campo y de la ciudad a seguir caminando por la senda de las movilizaciones. Hay que impedir que, por ejemplo a través de las nuevas leyes, se trate de vaciar de su contenido histórico a la nueva Constitución, que recibió en las urnas el masivo respaldo de la sociedad.

Esta Constitución, éste es quizás uno de sus mayores méritos, abre la puerta para disputar el sentido histórico del desarrollo. Estamos concientes que estas nuevas corrientes del pensamiento jurídico no están exentas de conflictos. Al abandonar el tradicional concepto de la ley como fuente del derecho, se consolida a la Constitución como punto de partida jurídico independientemente de las visiones tradicionales. No debe sorprendernos, entonces, que esta nueva carta magna genere conflictos con los jurisconsultos tradicionalistas, así como con aquellos personajes acostumbrados a tener la razón en función de su pensamiento (y sobre todo de sus intereses).

Los Derechos de la Naturaleza, por ejemplo, han sido vistos como un “galimatías conceptual”. Les resulta difícil entender que el mundo cambia y harán lo imposible para intentar detener los cambios. Este conflicto será positivo para la sociedad, servirá para fortalecer el proceso democrático. “La tarea, desde luego, no es fácil y no tiene porque serlo; al contrario, como las grandes causas, es ardua y prolongada, pero ha comenzado con la vigencia de la Constitución de Montecristi. La óptica constitucional del derecho implica, además de una actitud profundamente ética, una elevada formación intelectual…” (Rómulo Salazar Ochoa).

No se trata simplemente de hacer mejor lo realizado hasta ahora. Como parte de la construcción colectiva de un nuevo pacto de convivencia social y ambiental es necesario construir nuevos espacios de libertad y romper todos los cercos que impiden su vigencia.

Para empezar reconozcamos que, en la actualidad, todavía están presentes tesis y prácticas desarrollistas propias de una economía extractivista, que no han permitido el desarrollo y que están minando las bases de la Naturaleza. Los actuales gobiernos progresistas en América Latina han tenido avances en algunas áreas, especialmente la social, pero muestran enormes dificultades para generar nuevos estilos de desarrollo, en particular en lograr otra apropiación efectiva de los recursos naturales para la sociedad en su conjunto y reducir el grado de deterioro ambiental.

En Ecuador, el propio gobierno que impulsó activamente la aprobación de la nueva Constitución en el referéndum, sigue atado a visiones y prácticas neodesarrollistas, que no garantizan un verdadero desarrollo y que, además, estarán en permanente contradicción con el espíritu del Buen Vivir. Por tanto, no sólo es indispensable superar las prácticas neoliberales, sino que es cada vez más imperioso garantizar la relación armónica entre sociedad y Naturaleza. Hoy más que nunca, en medio de la debacle financiera internacional, que es apenas una faceta de la crisis civilizatoria que se cierne sobre la humanidad, es imprescindible construir una concepción estratégica nacional -otro mandato de la nueva Constitución-, sobre bases de creciente soberanía, para insertarse inteligentemente y no en forma dependiente en la economía mundial. Hay que terminar con aquellas relaciones financieras especulativas que han colapsado y, sobre todo, hay que cambiar aquella visión que condena a nuestros países a ser productores y exportadores de materias primas.

Se necesita dar vuelta la página definitivamente. De todo lo anterior se desprende que hay que hacer un esfuerzo enorme y sostenido para maximizar aquellos efectos positivos que se puedan obtener de la extracción de recursos naturales, sin perder de vista que esta actividad, sobre todo cuando se realiza a gran escala, afecta a la Naturaleza y a las comunidades. Por lo tanto, es ingenuo creer que ampliando dichas actividades extractivistas se obtendrán recursos para financiar otro tipo de actividades que puedan sustituir a la extracción masiva de recursos naturales… El “desarrollismo senil” (Joan Martínez Allier), por lo demás, no es el camino para el desarrollo. La consecución de una mayor disponibilidad de crecientes ingresos financieros no ha asegurado el desarrollo de ningún país. No podemos vivir prioritariamente de la renta de los recursos naturales sino del esfuerzo de los seres humanos, viviendo y conviviendo con la Naturaleza. Es preciso generar capacidades sociales.

Hay que dejar atrás, también, lo que el actual vicepresidente boliviano Álvaro García Linera define como “patrimonialismo popular”, en el que se recrean las prácticas rentísticas y clientelares con otras formas e incluso con otras preferencias. “Hoy el patrimonialismo -al decir de García Linera- es más ‘democrático’, comienza a socializarse, ya no es un privilegio de casta reducido al color de piel, el apellido, o la herencia familiar, sino que es asumido como un derecho de todos, pero no deja de ser patrimonialismo popular. (Y) esto es complicado porque, con quiebres, habla de una continuidad que no ha podido ser superada”. Desarrollo si, patrimonialismo no. Esa es la gran tarea.

Para lograrlo hay que abrir todos los espacios de diálogo posibles. Es urgente apropiarse democráticamente del contenido de la nueva Constitución. Los futuros acuerdos políticos, indispensables para enraizar la nueva Constitución, tienen como condición innegociable sustentarse en el sentido de país, aportar al Buen Vivir y no sacrificar los intereses nacionales en beneficio particular de personas, gremios y corporaciones; los privilegios de unos pocos son insostenibles. A diferencia de las prácticas de los grupos oligárquicos (causantes de la crisis nacional) que han controlado el Estado durante décadas, no se quiere ganar posiciones simplemente con la fuerza del número, sino con la de los argumentos. La Constitución debe ser realmente de todos y de todas, no de un gobierno en particular.

La responsabilidad es grande y compleja. Estamos ante el imperativo de construir democráticamente una sociedad realmente democrática, fortificada en valores de libertad, igualdad y responsabilidad, practicante de sus obligaciones, incluyente, equitativa, justa y respetuosa de la vida. Una sociedad “que incorpore el anticapitalismo sin planificación burocrática y con pluralismo político”, para ponerlo en palabras de Claudio Katz. Una sociedad en la que sea posible que todos y todas tengamos iguales posibilidades y oportunidades, donde lo individual y lo colectivo coexistan, donde la racionalidad económica se reconcilie con la ética y el sentido común.-

- Alberto Acosta es Economista. Profesor e investigador de la FLACSO. Consultor internacional. Ex-ministro de Energía y Minas. Ex-presidente de la Asamblea Constituyente.

Artículo para la revista Ecuador Debate (28 de diciembre del 2008)

 

[1] Económica, social, intergeneracional, de género, étnica, cultural especialmente.

[2] Manfred Max-Neef, Antonio Elizalde, Jürgen Schuldt, José Luís Coraggio.

[3] Conjunto de normas y reglas emanadas de la propia sociedad, que configuran el marco referencial de las relaciones humanas.

[4] Cumpliendo el mandato popular de fines del 2006, se destinará anualmente al menos 6% y 4% del PIB, por lo menos, para educación y salud, respectivamente.

https://www.alainet.org/fr/node/132397
S'abonner à America Latina en Movimiento - RSS