Estado de espíritu
30/12/2009
- Opinión
Algunos amigos me preguntan qué hacer respecto al hijo adolescente indiferente a la religión y a la espiritualidad. Les respondo que la pregunta llega con diez años de retraso. Si el hijo tuviera seis u ocho años yo sabría qué decir: celebra con él el significado religioso de la Pascua y de la Navidad, recen en familia, introdúcelo a la literatura de los místicos.
La fiesta de Navidad provoca en nosotros una mezcla de ansiedad y frustración. En algún rincón de nuestras nostalgias inconscientes emerge un sabor a sol. Símbolos como el árbol, el pesebre con el Niño Jesús, la Virgen, los pastores, resuenan en el niño que ya no somos y que sin embargo nos habita. A semejanza de Proust, tanteamos en busca de alegrías desvanecidas, sabores atávicos, rostros queridos y perdidos.
Hay también un sabor a sal. La cosificación de las relaciones humanas, el consumismo compulsivo, el miedo al don de sí nos hacen gravitar en torno al espectro de Papá Noel. Dar algo para no darse, retener el afecto herméticamente envuelto, mil cuerdas para atarnos al propio infierno que, como decía Dostoyevski, es el sufrimiento de ya no poder amar. Muchos regalos testifican cuánto se encubre uno mismo. Damos, sí, recibo de cuán en deuda andamos con el desafío de amar y hacerse presente en la vida del otro.
La fiesta de Navidad se originó en el siglo 2º, cuando los teólogos pretendieron determinar la fecha del nacimiento de Jesús, no indicada en los evangelios. Juan Bautista habría sido concebido en el equinoccio de otoño y nacido en el solsticio de verano. Según Lucas (1,26), Jesús habría sido concebido seis meses después de Juan, o sea en el equinoccio de primavera del hemisferio Norte (25 de marzo). Y habría nacido, por tanto, el 25 de diciembre, cuando en Oriente el sol vuelve a su movimiento de ascenso.
La segunda hipótesis, más probable, hace de la Navidad la versión cristiana de la fiesta pagana del “dios sol invencible” (= natale solis invictus), introducida en el año 274 por el emperador Aureliano y fijada en el solsticio del invierno europeo, el 25 de diciembre. Para el prólogo del evangelio de Juan, Cristo es “la luz del mundo”. De ese modo la fe cristiana rescata la conmemoración pagana al reforzar, en las primeras comunidades de la Iglesia, la convicción de que celebraban la fiesta del verdadero Sol.
Hoy se está obrando una nueva suplantación mediante la figura pagana y mercantilista de Papá Noel, que sacramentaliza la desigualdad social al traer regalos a los niños bien nacidos y dejar a los pobres con las manos vacías (exactamente al revés del canto de María en el Magnificat, donde el Señor “despide vacíos a los ricos y llena de bienes a los hambrientos”).
La Navidad cristiana hereda el espíritu de justicia y de reconciliación del sistema sabático y del año jubilar judíos, en los que las deudas eran perdonadas, los esclavos libertados, las tierras equitativamente distribuidas. Herencia que hoy está vaciada de su dimensión social, reducida a la personal, y desfigurada por el intercambio de regalos que camufla la resistencia al encuentro entre las personas. Nos deja ese vacío interior que perdura fuera de la Navidad, sediento de alegría sincera y de efusión del espíritu. Los vinos, las nueves y el pavo no aplacan el hambre de belleza que abre un hueco en el centro del corazón.
Navidad es renacer, comenzando por uno mismo, a partir de ese núcleo del plexo solar en que la intuición capta nuestra verdad más íntima. Nada más desafiante que la fidelidad a sí mismo. Entretanto, tememos la soledad porque nos trae el silencio y, dentro de ella, resuena la voz que repite los versos de José Regio: “No sé por dónde voy. / No sé hacia dónde voy. / ¡Sé que no voy por ahí!” Y es “por ahí” por donde hemos ido, sin fuerzas para cambiar de rumbo.
La Navidad se presenta también como momento colectivo para comenzar de nuevo. Somos hoy una nación grávida de sí misma. Pero el Brasil no renace, como Jesús, en el pesebre de los pobres, allí donde están millones de brasileños excluidos de beneficios y de derechos económicos y sociales elementales, como agua potable, empleo formal, educación y salud de calidad.
Renace para unos pocos, gracias a la articulación elitista por arriba, que asegura la continuidad de los propósitos herodianos del neoliberalismo, bajo el ingenuo optimismo de quien cree que en el puesto del mercado se compra calidad de vida.
La vida es don; la calidad, amor. Menos Papá Noel y más Niño Jesús harían de la Navidad una fiesta en que la presencia suplantaría a los regalos. (Traducción de J.L.Burguet)
- Frei Betto es escritor, autor de “Un hombre llamado Jesús”, entre otros libros.
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