Entre la violencia y la seguridad
21/10/2010
- Opinión
Son tantas las frases célebres atribuidas a Napoleón que es muy poco probable que éste hubiera tenido siquiera tiempo de llegar a pronunciarlas a lo largo de su vida. Algo parecido sucede con Winston Churchill, a quien se atribuye esta significativa expresión: “Nosotros podemos dormir tranquilamente en nuestras camas porque hay unos hombres brutales dispuestos durante la noche a ejercer violencia sobre los que podrían hacernos daño”.
El sentido de la frase no es puramente literal; no se trataba de justificar la actividad de los vigilantes nocturnos, a los que sería exagerado, en la mayoría de los casos, calificar de brutales. Ni siquiera se aplicaba a la existencia o a la actuación de los cuerpos policiales. Su alcance es mucho más amplio y abarca a todos aquellos que están investidos de la capacidad de utilizar la violencia para garantizar la seguridad de los demás.
La frase apunta a ese núcleo esencial de las relaciones humanas y sociales desde el que a lo largo de la Historia han ido surgiendo ejércitos, fuerzas de seguridad, policías, milicias, etc. Sin embargo, lo grave de esta reflexión no consiste en que algunos puedan “ejercer violencia” de forma legítima, legal y regulada por las leyes. Lo peligroso de ese pensamiento estriba en el adjetivo “brutales”, aplicado sin muchos escrúpulos a quienes están autorizados a actuar de ese modo. Es decir, la pretendida justificación de la brutalidad de unos pocos por la necesidad de garantizar la seguridad de los demás.
Así fue como, para garantizar la seguridad del pueblo alemán y evitar su contaminación por la nociva influencia de los judíos, el régimen de Hitler dio al mundo una de las mayores muestras de brutalidad que cabe concebir con la exterminación sistemática de los judíos. Está claro que Churchill no la aprobaba, pero su famosa frase permitiría justificar los excesos de los nazis, cuyos "hombres brutales" (los miembros de las SS y otros de análoga calaña) garantizaban que el pueblo alemán durmiera tranquilo.
Pero no deberíamos pensar sólo en los asesinos universalmente reconocidos, como Hitler, Stalin, Pol Pot o Suharto, por citar solo unos pocos. También ha habido “hombres brutales” que han aplicado -y siguen haciéndolo en bastantes casos- una violencia sin límite contra otros pueblos que sufren sus consecuencias, sean éstos vietnamitas, palestinos, chilenos o argentinos.
En todos esos caos se buscaba el mismo resultado: que las gentes “de orden” pudieran dormir tranquilas porque existían unas personas investidas de la capacidad de “ejercer violencia” contra los que pretendieran hacerles daño. Esto mismo, a escala internacional, está ocurriendo ahora en Afganistán y ha ocurrido antes en Irak. Para que los Estados del mundo desarrollado no volvieran a sufrir las consecuencias de los actos terroristas, la brutalidad se desencadenó en forma de guerra y ha venido recayendo indistintamente sobre las cabezas de culpables o de inocentes, porque en la guerra no se puede discriminar con precisión entre unos y otros.
En un reciente libro sobre el conflicto de Afganistán (War, de Sebastian Junger), un miembro de las fuerzas especiales británicas admitía que lo único que le había impedido en cierta ocasión matar a tres afganos desarmados con los que se encontró había sido el miedo a que los medios de comunicación llegaran a tener conocimiento del hecho. Ninguna alusión a problemas morales o éticos. Ninguna sensación de culpabilidad. En todo caso, la justificación escuchada con insistencia es la misma: “estamos en guerra y yo cumplo con mi misión”.
Ya está bien de debatir sobre tácticas y estrategias a aplicar sobre el terreno afgano, y de dar vueltas de modo incansable a la eterna cuestión de la retirada de las tropas de ocupación. Tanto los afganos que están sufriendo a diario sus efectos, como los demás ciudadanos del mundo que contemplamos lo que allí ocurre, veríamos con agrado un debate sobre la inmoralidad de esta guerra -que aunque ahora no se llame “guerra contra el terror”, como la bautizó Bush, sigue siendo su continuación- y sobre la necesidad de poner fin a las acciones de esos “hombres brutales” de los que hablaba Churchill que, para que podamos dormir tranquilos en nuestros lechos, se han habituado a desencadenar una violencia no solo aplicada a quienes “pueden hacernos daño” sino a todo lo que se les pone por delante. Esa es la dialéctica propia de la guerra, a menudo concentrada en una simple frase: “o mato o me matan”. ¿Se puede descansar tranquilo en el lecho sabiendo cómo actúan en muchas ocasiones esos "hombres brutales" que protegen nuestro sueño?
- Alberto Piris es General de Artillería en Reserva
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