Miedo e incertidumbre mundial
16/03/2011
- Opinión
El mundo es más frágil de lo que presume la inmortal soberbia humana de la cultura occidental. Y si no, véase. Basta un imprevisto natural convertido en catástrofe —sea por causa de terremoto, tsunami, tornado, huracán, volcán en activo, etcétera—, para descubrir la fragilidad del arrogante y procaz dominio del hombre sobre la vida en el planeta tierra. ¡Como si todo en la naturaleza pudiera quedar subsumido a tan caprichosa voluntad! Dicho sea, cuando el hombre no es más que juguete frente a la naturaleza; y no pasa de títere controlado por su propia avaricia y el arrebato, eso sí, de sus muy desarrollados instintos [¡y no de sobrevivencia!, entre otras grandiosas cualidades]. Pese a la presumible hazaña de sus adelantos científicos.
Será que, en tanto la sociedad de consumo [el soporte de la idiosincrasia de occidente; desde los países más desarrollados, los llamados ricos, hasta los más pobres que, como aquellos, siguen los preceptos del dinero a pie juntillas] no se ocupe del hombre mismo y en lugar de los cambios internos siga enfocándose en la exterioridad vía la adquisición y acumulación de sobresatisfactores para el ocio, en riqueza, o el sentido de la apropiación de todo [incluido lo ajeno], etcétera, continuará viviendo en plena etapa de salvajismo [“el hombre seguirá siendo un primate”: Desmond Morris]. Por tamaña debilidad y falta de principios que le orienten en la vida es que el hombre occidental queda sujeto a sus propios defectos; se convierte en reproductor constante de sus propios vicios —o la siempre presente maldición de los pecados capitales bíblicos.
Pero la cosa no queda en eso. Al contrario. El hombre de occidente piensa, y así lo cree, que es el dominante. Y que todo lo puede conseguir con el empeño, incluso hasta sin el mayor esfuerzo; que para eso se inventó el libre albedrío, mejor entendido como libre competencia. Por eso el aliento de que no le den sino que lo pongan donde hay. Por eso la ambición que surge del poder, porque el poder sirve para el control de los demás. Y eso se ajusta, precisamente, a la consecución del bienestar individual. O de la apropiación de lo que tienen los demás, vía cualquier mecanismo legal o ilegal, lícito o ilícito, ¡que para eso se inventó también el respeto, y el derecho, de la propiedad! Y el Estado como una muy buena herramienta.
De ahí viene el hacer creer que el reconocimiento de la personalidad es lo que vale. De que con el empeño de cada quien se alcanzan desde la felicidad, el éxito y la realización con las riquezas. ¡Tamaña ilusión perversa alimentada por la ambición! Porque ninguna de esas metas cumplen tal banalidad. Ninguna pasa de la codicia para el corto plazo individual; porque es el alimento de fines meramente mercantiles, que para nada dignifican al hombre sino lo pervierten. Y lo mismo da que el tema sea visto así o a la inversa. Ya lo dijo Lao Tse: “Opulencia y poder conducen a la soberbia / Y de esto nace la ruina”. Pero el asunto no termina ahí. Ni la disertación tampoco.
¿Por qué el hombre se llena de miedo ante lo desconocido? ¿Por qué el temor a la catástrofe si lo domina todo? Recordemos que siempre en épocas de cambio hay incertidumbre. Pero igualmente en tiempos de accidentes asoman las perturbaciones. La ruina japonesa ha puesto sobre la balanza la importancia de la vida misma. Cierto que apenas comienza, pero los países no lo harían si no midieran el tamaño del accidente que significa la exposición de aquél país a la radiación atómica, tras los accidentes generados por el terremoto y el tsunami del viernes pasado que impactó los reactores del área en Fukushima . Por eso no faltan las voces que hablen del Apocalipsis hecho realidad.
Pero, ¿por qué tanta desconfianza, cuando se sabe que el hombre occidental coloca toda su fe en los descubrimientos científicos que tiene y en la utilización llanamente pacífica de los mismos, como en este caso de la energía nuclear? ¿Acaso el hombre occidental no entiende que su ciencia no lo salva de perderse inclusive en este mundo? ¿Por qué los miedos, cuando se siente una suerte de Dios que lo controla todo? ¿A qué temer si nunca mide el tamaño de la destrucción que generan, además de los desastres naturales —ya no tan naturales porque la actividad industrial ha modificado el funcionamiento de muchos fenómenos con el conocido efecto del cambio climático—, sus procedimientos sucios de generación de la riqueza? ¿O será que sólo en estos tiempos de amenaza real, es que el hombre occidental se ocupa tanto de lo que ha hecho como de lo que no con su mundo, gracias a esa desmedida ambición?
Porque ahora, al menos a todos los líderes mundiales ya les entró el temor de revisar corriendo sus propias instalaciones nucleares. Porque tienen el espejo, lamentablemente por cierto, de Japón enfrente —están poniendo las barbas a remojar—. Pero en el fondo, la verdad es que el hombre está destruyendo su propio hábitat y todo lo que le rodea; si es que no se quiere referir a la Madre Tierra, como sí lo hacen los pueblos originarios en todo el mundo. Entiéndase los desplazados y relegados, desdeñados y maltratados por la llamada civilización occidental.
Por lo pronto, ciertamente que el reto que tienen enfrente los japoneses es monumental. Alguien dijo ya que se trata de un Chernóbil pero en cámara lenta. El mismo primer ministro Naoto Kan ha exigido a la empresa Tepco una explicación de lo que está sucediendo: “Qué demonios pasa”, expresó ayer. Pero a estas alturas todavía, quizá la verdad ni la propia empresa la conozca o no la quiera dar a saber. Pero el riesgo es grande, y más que eso. Los niveles de radioactividad están elevados, más allá de la tolerancia humana. Las mismas autoridades no saben si la situación crecerá y hasta dónde.
Por eso los ciudadanos japoneses, con razón, están asustados y no saben qué hacer. Muchos quieren salir de su país pero no pueden. En gran medida el pánico está presente. Con la experiencia a cuestas de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, seguro le temen a la radiación más que a los terremotos. En circunstancias similares están muchos ciudadanos en otras partes del mundo. Los gobiernos presumen modificar algunas políticas al respecto del manejo de los reactores pero nada asegura que lo hagan. Porque tampoco falta quien sostiene que son mayores los beneficios que los peligros del uso de la energía nuclear. La minimización de costos por delante de la riqueza que se puede crear en las bolsas de los hombres ricos que están metidos en el negocio. Al mundo civilizado la vida no interesa. Apocalíptica o no, el caso es que todos en estamos en peligro.
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