Marx: Prometeo y Fénix
03/05/2011
- Opinión
Cada 5 de mayo la parte progresista de la humanidad celebra el nacimiento, en tierra alemana, 1818, de Carlos Enrique Marx, llamado el Prometeo de Tréveris y a quien pudiéramos denominar también el Fénix de la Revolución.
Prometeo porque, emulando al titán que desafió la ira divina y su castigo implacable para robar el fuego sagrado y entregárselo a los humanos a fin de que dejaran de ser juguetes de los dioses, afrontó la no menos implacable furia de los poderes históricos dominantes, penetró en el entramado que pretendían invulnerable y extrajo el fuego de la verdad social para entregárselo a los oprimidos y explotados, con el fin de encenderles el alma e iluminarles la conciencia.
Fénix porque, como el ave mitológica que renacía de sus cenizas, ha sido refutado y demolido decenas de veces y de cada demolición ha resurgido siempre “más robusto, más potente y más vital”. La expresión es de Lenin, su genial discípulo y continuador, quien también es un muerto que no muere. Nadie ha sido, nadie es negado tanto como Marx, pero de sus negadores apenas quedan pocos rastros con capacidad de historia, y de las negaciones sólo dardos mellados y fríos, que una vez y otra son reciclados y otras tantas condenados al limbo de la sinrazón.
La esencia de la obra de Marx –no la contingencia perecedera– es inexpugnable porque se encuentra afincada sobre la realidad, contrastada con la exploración del curso del desarrollo social.
El cual comienza con la posesión común de lo producido apenas a nivel de subsistencia por los entonces cuasi inermes o desvalidos conglomerados, y prosigue con el crecimiento de las fuerzas productivas hasta generar excedentes que permiten su apropiación por personas y grupos en posiciones favorables, dando origen a la división de la sociedad en clases: unas, minoritarias, poseedoras de los bienes excedentes y de los medios para producirlos; otras, sólo de su fuerza de trabajo, capaz ahora de producir más de lo que consume y por ello también objeto forzoso de apropiación privada, es decir, de enajenación y explotación.
Las iniciales clases privilegiadas, para garantizar ese orden nuevo, organizan un aparato de violencia y lo autolegitiman, dando nacimiento al Estado y al derecho positivo; y la sociedad ahora dividida sufrirá desde entonces (hablo de manera general) contradicciones antagónicas y luchas entre esclavistas y esclavos, señores y siervos, burgueses y proletarios, luchas que constituirán en lo sucesivo el elemento dinámico subjetivo de la historia, el cual, en asociación con el elemento objetivo –la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, o, en su expresión jurídica, relaciones de propiedad–, generará los cambios graduales y saltos cualitativos que han hecho aparecer las formaciones sociales esclavistas, feudales y capitalistas y planteado en el escenario de hoy la necesidad del socialismo.
Cuya construcción, tras ensayos, errores y fracasos y fusionando aprendizajes, dolores, corajes y esperanzas, restablecerá en un plano superior de conciencia y capacidad la unidad entre el producido del trabajo y su productor, disolviendo la enajenación y la explotación y estableciendo el reino de la justicia y la libertad, es decir, pasando “de la prehistoria a la verdadera historia del género humano”.
De este examen histórico y dialéctico surge la realidad sobre la cual se afinca el análisis de Marx, realidad que él reconoce y en cuyas profundidades penetra, cuyas regularidades descubre y cuyo núcleo o meollo –la expropiación del producto excedente del trabajo o plusvalía, origen de la riqueza de los ricos y concreción de la explotación del hombre por el hombre– pone en evidencia genialmente. (Descubrimiento que ha llevado al paroxismo de la ira a los agentes ideológicos de la explotación, quienes lo persiguen y pretenden abolirlo aunque sea abjurando del análisis racional. Posición ésta que nunca penetrará en las masas para anular el aliento transformador, por lo cual, si bien puede confundir a desarmados, es sólo boxeo de sombra).
Marx logró una de las más acabadas interpretaciones del mundo, pero su propósito no era interpretarlo, sino transformarlo. Por eso fue filósofo, economista, sociólogo, historiador, jurista, científico y no fue nada de eso, para desesperación de los académicos: sólo quería ser, y fue, y todo aquello lo subordinó a ese desiderátum, un revolucionario. Y en ese camino empalma con Jesucristo y Bolívar para fundir en un solo torrente de luz el horizonte de lucha de los pueblos.
Su corazón lo elevó a la cima de la generosidad humana y su cerebro a la de los pensadores revolucionarios.
¡Gloria eterna al inagotable maestro y noble amigo!
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