De la democracia antidemocrática y desarraigada a la democracia cultural
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La democracia en América Latina y el Caribe refleja una historia tejida de ambivalencias, paradojas y contradicciones. ¿Hacia dónde va la “democracia” en nuestra región?
La historia de una democracia antidemocrática
Desde los inicios del siglo XX, la democracia ha sido objeto de intensas luchas entre grupos y facciones al interior de nuestros países, y también con el gran vecino del Norte y en el marco de la guerra fría entre las dos superpotencias.
Numerosas intervenciones extranjeras armadas y varios golpes de estados se realizaron en el pasado en nuestra región, en nombre de la democracia.
“Según explicó un embajador estadounidense a su perplejo homólogo británico, Estados Unidos intervendrá siempre que fuera necesario en América Latina para ‘hacerlos votar y vivir según sus decisiones’. Si surgían rebeliones, ‘iremos y los haremos votar de nuevo’ ”, de acuerdo con una anécdota, a propósito de la política del presidente Woodrow Wilson (1913-1921), que narra Peter Smith en su libro La democracia en América Latina (Pons Ediciones Jurídicas y Sociales, Madrid, 2009).
La introducción de la “democracia” en América Latina y el Caribe se hizo a sangre y fuego. Varios países de la región, entre ellos Haití y República Dominicana, sufrieron la ocupación militar para que “se democratizaran”. Se utilizaron métodos “antidemocráticos” que nuestra comprensión actual de la democracia no termina de entender del todo.
Incluso, se instauraron regímenes dictatoriales bajo el pretexto de combatir el comunismo, con el fin de preservar la “democracia”. Defenderla contra los “comunistas” era una “cuestión de vida y muerte” que exigía mano dura. Indudablemente justificaba las dictaduras y sus barbaries, consideradas como un “pequeño” sacrificio que valía la pena en comparación con el “gran” compromiso de luchar contra el monstruo que se apoderó de Cuba en 1959 y amenazó con “poseer” al resto del Caribe y América Latina en el continente “americano”.
Las dos siguientes décadas, el sesenta y el setenta, fueron jalonadas de dictaduras militares, de golpes de estado contra gobiernos elegidos por el pueblo y de persecuciones contra la oposición política, los intelectuales, los artistas, los jóvenes, etc.
La violación a los derechos humanos, las desapariciones forzadas, la tortura, la corrupción, el desangramiento del exilio, la lucha “antiguerrilla” contra jóvenes (por ejemplo, centroamericanos) cansados de la opresión y la miseria constituyeron los efectos “colaterales” de esta alta dosis de las dictaduras que prometieron combatir el “virus mortal” del comunismo en “América”.
Peor aún, la democracia y los derechos humanos sirvieron en la década del ochenta, principalmente bajo el impulso del presidente estadunidense Jimmy Carter (1977-1981), para la “liberalización de la economía y del mercado”. Liberalización que significó para varios países la invasión de sus mercados y, por lo tanto, la destrucción de su producción nacional y -desde luego- la pauperización de gran parte de su población, en especial los campesinos y los pequeños productores.
Luego, no tardará en llegar en 1982 la crisis de las deudas que obligó a la gran mayoría de nuestros países de la región a negociar, con la cabeza agachada, con las instituciones de financiamiento internacional. Empezó el llamado programa de ajuste estructural, de Norte a Sur, que contribuyó a multiplicar el número de los nuevos ricos en la región, a expensas de las mayorías pobres. Inició la formalización de la dependencia económica y financiera de nuestros países. Una vez amarradas económicamente, ya nuestras “democracias” no representaban ningún peligro para los intereses del capitalismo global. Como bien lo dice Peter Smith, “se domesticó la democracia” en la región.
Desde entonces, hemos sido libres de cambiarlo todo, para no cambiar nada o cambiar muy poquito. Siempre bajo la vigilancia del capital global de carácter neoliberal. Dice Emir Sader que la democracia se volvió “antidemocrática”, al reducirse al voto en un mercado electoral en el que utilizamos nuestra cuota de poder ciudadano sólo para votar, renunciando en gran parte a la participación política real, a la lucha por nuestros derechos socio-económicos y por el acceso a los servicios básicos. La democracia se vuelve, paradójicamente, cada vez más “el opio del pueblo”.
Una democracia desarraigada
Hoy día (y esto desde la década del noventa aproximadamente) nos vanagloriamos de la gran victoria de la “democracia” en la región: la casi totalidad de nuestros dirigentes han sido elegidos (bien o mal) por sus respectivos pueblos. Existe la alternancia política o su posibilidad. Se celebran los comicios regularmente. Los pueblos votan, aunque cada vez con menos convicción “democrática”. Las clases políticas se movilizan, hacen alianzas; los candidatos hacen sus campañas, muy sucias a menudo. La Organización de los Estados Americanos (OEA) y otras entidades nacionales o internacionales vigilan y supervisan las elecciones. Se tiende a respetar los periodos de los mandatos presidenciales, con muy pocas excepciones.
Pero, ¿qué tan real es esa “democracia”, de la que supuestamente disfruta nuestra región en su casi totalidad? ¿Esta democracia, reducida al ejercicio del voto y al formalismo electoral, es la que necesitamos en América Latina y el Caribe? ¿Se adapta a la complejidad de nuestra realidad marcada por la desigualdad, productora de la pobreza y la violencia en nuestra región? ¿Qué tanto hemos logrado dar el salto cualitativo de esa democracia de las “urnas” a la democracia “real”?
La letra de la “democracia” entró con sangre en nuestros cuerpos, desde los albores del XX. Quedan aún abiertas las heridas y las cicatrices. Las víctimas de la “democracia” llenan nuestros cementerios, y sus nombres pueblan nuestras memorias. Nuestra región es un altar que, desde el Río Bravo hasta la Patagonia, está iluminado con numerosas velas que representan a nuestros mártires “demócratas”.
Figuran en la larga lista del martirologio “democrático”: intelectuales, artistas, obreros, estudiantes, opositores políticos, familiares de desaparecidos, indígenas, negros, mujeres, niños, sacerdotes, religiosos, religiosas, comunidades eclesiales de base, académicos, obispos, pobres, ricos, etc. Ningún grupo étnico o categoría social pudo salir ileso de la odisea “democrática”.
¿Por qué “democracia” dieron la vida? ¿Fue simplemente por una democracia “fantasmal” que nunca se arraigó en la región? ¿Una democracia “importada”, “exótica”, “meramente formal”? ¿Qué tanto se ha desarraigo la “democracia” por la que lucharon?
Hacia una democracia cultural
He allí el núcleo de nuestra propuesta de “democracia cultural” que incluye la variable “cultura” en el análisis de la “democracia” que supuestamente vivimos en la región en su casi totalidad. Propuesta que insiste de manera argumentada en la necesidad de que la democracia se ajuste a nuestra realidad como América Latina y el Caribe, a su particularidad, complejidad, diversidad y variedad.
Aprovecho la ocasión para agradecer una vez más al Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) por haber premiado en diciembre de 2014 (con el premio “Jean-Claude Bajeux”) mi trabajo de investigación en ciencias sociales, justamente sobre esta “propuesta de democracia cultural” que construí desde la labor del músico haitiano Sanba Zao y su llamado en la década del setenta (en plena dictadura de los Duvalier) a los haitianos a volver a sus raíces desde la música Raíz. La publicación de la premiada investigación, por parte de CLACSO, está en su recta final.
Una de las conclusiones de mi investigación es la siguiente: la “verdadera” democracia no puede ser sino cultural, en el sentido que debe adaptarse a la realidad de la sociedad, del pueblo, del país que la adopta o que aspira a ella. Sino, simplemente no es democracia. Es algo impuesto. Es un espejismo. Es una mentira.
De allí varias preguntas que podemos hacer en el marco de este artículo:
¿En América Latina qué tan democráticos son nuestros países? ¿Realmente tenemos la posibilidad, además de elegir a nuestros representantes, de decidir sobre el futuro de nuestros países, sobre el proyecto económico que queremos? ¿Qué tanto nuestras “democracias” siguen siendo domesticadas y no permiten realizar cambios profundos en lo económico, en las estructuras sociales jerarquizadas, en las mentalidades “coloniales” que perviven e incluso en la desigualdad, el principal problema de la región?
La democracia cultural no es una forma de democracia más o una propuesta entre varias: es la verdadera democracia porque es la que se ajusta a nuestra realidad. La que brota del cultivo de nuestra realidad. Y no la que se instaura a espaldas de nuestros pueblos, en contra de sus intereses, en un escenario teatral representado en cada determinado periodo (electoral) por las élites y las clases políticas. O la que termina en las urnas.
Por lo tanto, la cultura no es un asunto de las clases altas, de los especialistas, de la “élite” o de los “artistas” o de quienes dicen tener “la misión de salvar al pueblo de la barbarie y la ignorancia”. Al contrario, la cultura es lo que se cultiva en nuestras raíces y se arraiga en nuestra realidad. Es lo que da forma, cuerpo, contenido a lo que vamos creando como personas, comunidades, países. Es nuestra misma realidad que vamos cultivando desde formas cada vez más creativas. Es la vida que vamos creando. El camino que vamos recorriendo, entre malezas y bellos paisajes. La resistencia que vamos tejiendo. El amor que vamos viviendo por nuestras raíces, nuestras naciones, la pertenencia a nuestras identidades. El orgullo de ser latinoamericanos y caribeños, y asumirlo con sentido crítico. La esperanza que renovamos en cada amanecer.
Mientras más cultural sea un pueblo, mayor será su capacidad de agencia social para construir ciudadanía, democracia y país porque se vuelve consciente de sí mismo, de su cultura, de su historia y de su proyecto. Está en condiciones de saber qué democracia quiere y para qué, y de luchar por ella.
La democracia, al igual que los sujetos (individuos, movimientos sociales, pueblos) que la asumimos a través de la cultura, se mueve, canta, baila, camina, lucha, espera, grita, protesta y, lo más importante, vuelve a nuestras raíces, se adapta constantemente a nuestra realidad y hace justicia a la diversidad de nuestros intereses, visiones, ideologías e incluso a nuestras contradicciones socio-económicas, y a nuestras luchas políticas por el poder. A la diversidad que somos, sin discriminaciones ni exclusiones, ni destrucción del otro por ser diferente.
Es una pasión sanamente cultivada, pero al fin y al cabo: pasión que seduce, que mueve, que toca nuestras fibras más íntimas y nos da una razón para vivir en sociedad y organizar nuestro “vivir en común”. Desde formas cada vez más creativas. Por eso, es alta y profundamente cultural.
Fuente: http://espacinsular.org/
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