Signo del prejuicio en un modelo de cultura: imagen versus semejanza

05/06/2015
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“Las ideologías comunitarias no pueden suplir la ausencia de una ideología socialista de la clase obrera. Esto se aplica aun para la más radical de aquellas, la comunidad negra, ya que, por definición, su comunitarismo se inscribe en el marco del racismo generalizado que se propone combatir en su propio terreno [...] la sociedad norteamericana desdeña la igualdad. La desigualdad extrema no es solamente tolerada, sino apreciada como el símbolo del “éxito” que la libertad promueve [...] libertad sin igualdad es igual a salvajismo”. Samir Amin

 

La relación imagen versus semejanza está en el aprendizaje social; lleva siglos diluida en un modelo de cultura,[1] y se impone desde orden político burgués. Nuestra acumulación de lo cultural[2] se articula con un modelo de cultura (o sociedad) que consensúa su equilibrio con dicha acumulación, e interacción con otros modelos.

 

Desde una perspectiva semiótica, la necesidad de reducir la indeterminación del mundo humano supone una “copia simplificada o traducción abreviada”, que además de mover información describa un determinado modelo, para control del comportamiento social, mediante programas hacia el individuo y la colectividad, al fijar “la elección de los actos que sirven para influir sobre el mundo, así como las reglas de estos actos y sus motivaciones [en tanto] técnicas sociales de reacción significante a una situación histórica”.[3] Entendemos que un individuo deviene sujeto “cuando ha interiorizado el sistema o conjunto de sistemas semióticos común a toda [la] colectividad”,[4] en interacciones que controlan su conducta social, y los modelos de mundo creados con esos sistemas.

 

Un sistema semiótico socialmente en uso tiene dos funciones: las de producto y práctica sociales. El racismo —etnofobia—, la homofobia, y muchas otras, son signos de esos productos y prácticas impuestos por el orden político burgués en sistematicidad capitalista, sobre la articulación entre esa acumulación y el modelo de cultura (o sociedad). 

 

Los intercambios entre modelos de cultura son inmanentes; la asimetría que exista provendría del orden político que los organice. El orden capitalista, desde su hegemonía, acopia reproducción con fundamento cultural para consenso y coerción, mundializados. 

 

A través de relaciones de poder entre las personas, la hegemonía de un modelo de cultura sustenta a un orden sistémico político, improbable sin un fundamento cultural. Estas relaciones se reproducen, interactivas, entre el modelo hegemónico y los otros, en un contexto histórico determinado. La raza es construcción cultural, pero el racismo es signo de regulación y control que pertenece a ese orden político con fundamento cultural burgués.   

 

La cotidianidad, donde los sujetos de una comunidad o modelo de cultura interactúan entre sí y con otros, se forma mediante relaciones de poder en las que cada polo actuante pugna por cambiarlas a su favor; entonces, una nueva relación es resultado “de una confrontación anterior [...] donde uno de los polos ha sido derrotado antes, y llega vencido [a] la nueva relación social [...] los sujetos sociales dominados y vencidos empiezan a otorgar consenso al vencedor [...] autorrepresentándose imaginariamente la situación posvictoria como una relación eterna”.[5] En el caso de la relación imagen vs. semejanza, esta se ha universalizado hasta estrategias que la hacen afín, relativamente, a modelos de cultura en orden sistémico político contrahegemónico, anticapitalista. Dentro del modelo cubano, esta relación está en la acumulación cubana, la heredamos de cuando fuimos el sujeto social dominado. Signos y significaciones en sistemas semióticos de nuestro modelo la refieren como legitimación cultural y social, fuera de cualquier dimensión ideopolítica. Se reproduce desde la memoria del sujeto social dominador histórico, previo a 1959, como estrategia de acercamiento en semejanza.

 

La base fundacional del modelo de cultura cubano —sus sistemas semióticos— tiene su génesis en un intercambio asimétrico entre modelos. De una parte, la hegemonía del metropolitano español, ya mestizado, emergente desde mediados del siglo xv hasta unos tres siglos después que mantuvo su control colonial sobre la Isla, si bien con fluctuaciones precarias, hasta el final del xix, para dar paso a la hegemonía norteamericana, que dio convincente muestra de actos coerción para asegurarse la casi nación independiente por los próximos sesenta años, hasta enero de 1959. De la otra, la diversidad africana, además de otros aportes desde la asiática en menor cuantía; siempre en estatus asimétrico, para subjetivación reduccionista del aprendizaje social.  

 

Durante poco más de medio siglo los contenidos de esa acumulación sostuvieron de manera evolutiva al modelo cubano —en confrontación con la hegemonía del estadounidense—, representado por un sujeto social dominador local que, a veces con astucia, otras con torpeza pugnaron y consensuaron un equilibrio, conveniente a ellos, con el sujeto social dominado, pero en resistencia; adaptación de ese sistema capitalista en su versión para excluidos. Como bien advierte Martínez Heredia, los depósitos permanentes y simultáneos que integran esa acumulación de lo cultural no poseen filtros; rebeldías que persiguen un proyecto emancipatorio se mezclan en su interior con sólidas y persistentes reproducciones de dominación insertas en la cotidianidad de los sujetos, quienes las intercambian y actualizan por consensos, en interacción inevitable con el modelo hegemónico.[6]

 

A la altura en que la corona española pierde su última “joya preciada”, esa sociedad, modelo de cultura harto mestizado procuró, para mantener la Isla, limpiar un poco —principalmente desde la abolición de la esclavitud en 1886— la memoria de sus atrocidades, sobre todo, las de la época que Manuel Moreno Fraginals denominó “plantacionismo carcelario”.[7] El ejercicio de su hegemonía colapsó, gracias a su desestabilidad interna, principalmente desde las guerras carlistas. La corona española “vende” Cuba a los Estados Unidos, porque este último país puso entre la espada y la pared a una nación —antes potencia— de economía enfermiza y arcas casi vacías, con una armada de palo y endeble logística militar en general. Esto se comprobó en el campo de batalla, con el ya prácticamente vencedor Ejército Libertador cubano, multirracial, que fue no solo elemento decisorio en la génesis evolutiva del modelo cubano, también base política de la República en Armas durante las dos guerras de independencia; y con el oportunista gobierno norteamericano, que de manera astuta forzó una estrategia de alianza con el propio Ejército Libertador —en el inicio de una secuela histórica de actos de dominación de nueva etapa neocolonial. En síntesis, así se gestó el relevo de hegemonías sobre el modelo cubano.

 

El consenso con esta hegemonía emergente incluyó retrocesos en las relaciones intersubjetivas. El canon del mestizaje fue reconfigurado, parcialmente, a tenor de normativas del modelo norteamericano, diseño para una sociedad donde el centro de poder sistémico se dilucidaba desde una nación de anglosajones que excluía de derechos fundamentales a cualquier otra construcción cultural modélica; esencialmente a los descendientes de esclavos africanos. Nación de inmigrantes procuran aún mantener —con actualizaciones— dichas normativas como una herramienta eficiente que produce y promueve particularismos fragmentados en minorías, para forzar consensos que den equilibrio y a su vez legitimen, en las relaciones intersubjetivas, una noción del sentido que impone como ideal la fenotipia anglosajona. Su imagen y, como sucedáneo o  placebo, la semejanza a tal fenotipia en una fórmula de laboratorio que mezcla férreas pautas políticas con culturales, desde la hegemonía; ambas en expansión hasta hoy. La crisis actual puede crear cierto rechazo al dólar; pero mucho menos a otros signos del modo de vida estadounidense. Ya en el siglo xix, el poder político incentivó la inmigración de europeos no solo como mano de obra barata para la emergente estructura industrial, también para ocupar, con población convencionalmente euro blanca, el territorio arrancado por la fuerza, primero a su diversidad indígena autóctona, y después a México —casi su mitad— y de esa manera crear un muro biológico contra las culturas autóctonas y las de origen africano, que con su sangre y esfuerzo físico y mental erigieron las bases de esa nación/empresa, que nació capitalista, sublimada en el “mito de la frontera”.[8]

 

La diversidad de origen africano apenas interactuó con la hegemonía anglosajona en un modelo, donde los sujetos no blancos o no WASP, eran mantenidos sin derechos ni garantías ciudadanas. Así se fue sembrando en aquel segmento poblacional una noción del sentido donde lo indispensable era reconocer la imposibilidad —más allá del mestizaje biológico— de alcanzar el ideal impuesto; entonces se recurrió a intentar, por parte del dominado, la semejanza sígnica, por apariencia forzada; que antes se interioriza mentalmente. Paul C. Taylor, comenta que: “el tipo más prominente de pensamiento racista [...] sostiene que las diferencias físicas entre razas son signos de diferencias más profundas, típicamente intelectuales y morales [...] la idea de que la fealdad física de los negros era [...] signo de una fealdad y una depravación más profundas devino parte del contenido del racismo obtuso y jerárquico corriente”,[9] que ejerce propiedad del ámbito de las relaciones de poder entre las personas mediante el sujeto social dominador; y persigue entre sus más caros objetivos lo que desde el autor de referencia interpretamos: perpetuidad de la distribución inequitativa de los bienes sociales de acuerdo con las líneas sociales.

 

De la semejanza; placebo que incinera al sentido

 

El desriz —signo ya centenario— con potasa, grasa de petróleo y peine de hierro casi al rojo vivo, para textura de pelo afroide —en Cuba le llamamos “pasarse el peine” o “peine caliente”— es una experiencia de la cotidianidad cultural cubana, por articulación entre modelo y acumulación nuestras. Aun cuando pudiera definirse a este signo —desriz— dentro de un modelo de dominación mucho más amplio y balanceado, nuestra intención es reparar en la sobrevivencia de esta relación y vías interactivas que la articulan con otras, como la cooptación para el mestizaje, que en la Cuba del siglo xix experimentó estrategias de ingeniería social mediante categorías pseudocientíficas que intentaron biologizar construcciones culturales como la raza o el género.  

 

De niño —en los 60 del siglo xx—, veía en casa de mi abuela paterna el desfile de muchachas y señoras de “pelo malo” por una peluquería de “peine caliente” que una de las hermanas de mi padre tenía en una casona de finales del xix. Allí descubrí que solo mujeres negras y mulatas se sometían a sesiones en parodia de tortura medieval, para lucir “agradables”, “decentes”, “elegantes” y, sobre todo, aceptables en sociedad. Una fila de mujeres, practicaba uno de los hábitos que sedimentó en el modelo cubano la memoria de la dominación, a partir de la raza como construcción cultural biologizada; implicante de la relación imagen vs. semejanza cuando un modelo de cultura mantiene intercambio asimétrico con el hegemónico de turno (en este caso estadounidense) y su contexto histórico.

 

Lo traumático de aquello estuvo en que yo veía, olía y sentía como normal esa hecatombe en cabeza ajena. El olor a chamusquina con el crepitar de la grasa sólida cuando se derretía al calor de un peine de hierro casi al rojo vivo, el regreso de este al reverbero; la chapotina de grasa untada desde la base del cráneo hasta la punta del pelo, ya “muerto” por la violencia del estiramiento. Y otra vez el peine subiendo y estirando para dejar, a menudo, en medio de la crepitación y el humo, quemaduras en el nacimiento del pelo o en las orejas mismas, muy difíciles no ya de curar, sino incluso de ocultar. Doy testimonio nítido: mis dos hermanas (tenían cuatro o cinco años) atadas a una silla sobre un cojín grueso para que experimentaran, en cabeza propia, entre pataleos y gritos, la entrada en la imagen social. Existe, expandido a modo de “pandemia”, un padecimiento al que llaman alopecia laminar, que aunque no privativo de ellas, es común entre negras y mulatas por el violento estiramiento. 

 

En Cuba no hallamos noticias confiables acerca del uso temprano del desrizado del pelo en hombres, y sobre todo en mujeres negras y mulatas.[10] Vi trazas iniciales a partir de mi abuela materna, una mulata “atrasada”[11] de ojos claros. Existe, como patrimonio familiar, una foto de alrededor de 1918 —mi abuela nació en 1898—, en la cual aparece con el pelo desrizado. Lo cierto es que desde la década de los años 20 del propio siglo, mujeres negras y mulatas cubanas comenzaron a lucir el pelo desrizado, a partir —de eso existe certeza— de la moda que introdujo en Cuba la membresía negra del ejército norteamericano. La potasa entró un poco después, al igual que los peines de hierro, con el ascenso al mercado estadounidense de la cosmética para negras de Madame C. J. Walker, “quien amasó una fortuna inmediatamente después del advenimiento del siglo xx al popularizar el peine caliente”.[12]

 

Desde los años 30 y aun después del triunfo de la Revolución de 1959, se vio en Cuba a hombres no “blancos” con su pelo desrizado. Las fotos de Kid Chocolate, Benny Moré y el cuarteto Los Zafiros son ejemplos. Junto a los resultados de la interacción asimétrica entre modelos de cultura, o mejor, dentro de ella, se deslizaban reglas aparenciales, a partir de las que personas no euro-blancas debían, para autolegitimarse, recurrir a procesos tortuosos como el desriz con potasa y peine caliente. Paul C. Taylor precisa su intelección acerca de la “regla del cabello lacio” como “el principio de que el cabello lacio largo es un componente necesario de la belleza femenina [...] la tradición esteticista [tiende] a conducir la crítica basada en la raza paralelamente a la crítica de género”;[13] llevándonos a interpretar la aplicación de tal regla/signo, dentro del modelo de cultura cubano; como proceso racializado, que se bifurca en dos rutas que respondan a variantes de género, para volver a unirse en producción y práctica sociales mediante el ímpetu, por semejanza, que da “contra” la imagen: la de la feminidad de la mujer negra y mulata que se construye desde una sígnica aparencial femenina “blanca”; y “contra” la de los transexuales y travestis negros o mulatos. Ambos en busca de apelar a esa regla del cabello lacio como un componente necesario de la belleza femenina o feminizada, mediante el desriz. Negras y mulatas se confrontan con otras variantes de feminidad dentro de su mismo género. Negros y mulatos transexuales o travestis se confrontan con el canon de masculinidad heterosexual blanca; y con variantes de masculinidad heterosexual negra y mulata que han dejado de apelar, al menos en Cuba, al desriz, teniendo en cuenta que el cabello es «la parte del cuerpo [...] más sometible a alteraciones frecuentes, radicales y relativamente poco costosas, encaminadas a aproximarse a los patrones “blancos”».[14] En Cuba —por extensión en el Caribe y Latinoamérica—,[15] debido a la precariedad material, el desriz con peine de hierro caliente y potasa aún se mantiene en el siglo xxi para mujeres negras o mulatas, así como para transexuales y travestis negros o mulatos.

 

El desriz es un signo; una relación que se establece entre sujetos. Aún, la reproducción mediante signos que significan variantes identitarias de género u opción sexual, en Cuba, es racializada; e implementa la interacción entre imagen y semejanza, para que se creen gradaciones por cercanía o alejamiento, en un esfuerzo por asemejarse al canon.

 

Entraba en la adolescencia cuando una edición de Juventud Rebelde publicó fotos de Eldridge Cleaver, Angela Davis, H. Newton y otros miembros de los Panteras Negras luciendo tupidos y enormes spelldrums. Ya había visto otras de Jimmy Hendrix  y portadas de la revista Ramparts  que intentaba leer —con diez u once años— por la tolerancia de esas excelentes bibliotecarias de Casa de las Américas. Aquello no era sino pelo mondo y lirondo, que la floreciente, en esos momentos, industria cosmética norteamericana para negros convertía en algo de mayor dimensión que la de un “gorro cosaco” mediante productos que surtían efecto por tiempo limitado. El signo que semantizó una actitud pública de resistencia contra el sistema racista se convirtió en moda, al insertarse en la cotidianidad global, manipulado por los circuitos de comercialización capitalista. Apelando a Fernando Martínez Heredia,[16] todo es admisible siempre que esté procesado desde la cotidianidad capitalista. Mucho después, amigos extranjeros que fueron adolescentes o jóvenes por esa época y vivieron en Nueva York, me contaron que tal “bola mágica de la dignificación” se mantenía así, aproximadamente el tiempo de una fiesta o salida nocturna. Como en el cuento de la Cenicienta, “justo a medianoche” el pelo se “encogía” hasta su talla original.

 

Cuba tuvo sus pioneras en esto: la poetisa y ensayista, Premio Nacional de Literatura, Nancy Morejón y la directora de cine, fallecida prematuramente, Sara Gómez. Es elocuente que un acto público de dignificación cultural como ese fuera asumido, en aquella época, por mujeres negras jóvenes, con prestigio social e intelectual. Por aquella época, durante un tiempo no muy breve, no vimos en la ciudad de La Habana —que por entonces era más centro del mundo para Cuba que hoy— otras personas que asumieran tal decisión. La legitimación se impuso lentamente y con ayuda de una escasez material concomitante.

 

La cultura del capitalismo, en su expansión histórica, manifiesta desde hegemonía angloestadounidense su preocupación por definir modelos y representantes incapaces de semejanza al “ideal” —imagen—, para control y regulación social y mantener fuera del acceso al centro de poder político a sujetos sociales dominados.

 

No importa si existen diferencias en cuanto al fundamento teórico/conceptual entre ambos modelos: en el estadounidense por descalificación genealógica; en el cubano, por tradicional y retorcido consenso para reconocimiento fenotípico. En ambos casos, la hegemonía del modelo norteamericano impuso la aplicación de una relación entre imagen y semejanza, que llevamos a la dialéctica de imagen vs. semejanza, para observar desde las etapas colonial, neocolonial y hasta bastante después de 1959, en Cuba, la existencia de prejuicios tradicionales entre sujetos de origen etnocultural diverso, por interpretación singularizada de esa relación: mestizados, en pos de abandonar el origen negro, evasivos a relacionarse sentimentalmente con “chinos”, y a su vez empeñados en no dar un “salto atrás”; la fobia de personas negras contra la aparición de “blanco(a)s” en su estrecho círculo familiar, y contradictoriamente, la sensación de “triunfo” cuando les nace un vástago más “clarito”,  ignorando que  África está llena de ellos.

 

Es la naturalización de construcciones culturales, en función de “alcanzar” o acercarse lo más posible a la semejanza —desconociendo que la riqueza y resistencia genética, cultural y política está en la mezcla abierta y simétrica de lo diverso—, porque mantienen atención absoluta hacia la fetichización de relaciones e interacciones sociales impuestas por el sujeto social dominador. Cuando “los dominados aplican a los mecanismos o a las fuerzas que los dominan, o simplemente a los dominantes, categorías que son resultado de la [...] relación de dominio que les es impuesta, sus actos [...] son [...] de reconocimiento de la doble imposición, objetiva y subjetiva, de la arbitrariedad de que son objeto”.[17]

 

Epítetos denigrantes, excesivo cuidado al enunciar detalles fisonómicos de terceros en una conversación, intentando separar capacidad intelectiva y valores éticos del origen etnocultural, salvando —a veces con cinismo— la referencia sígnico-simbólica de la memoria de la dominación histórica, podrían ayudarnos a comprender entuertos en los que el proceso de mestizaje, como mediación, ha sido y es manipulado para valor simbólico en los procesos globales de la fashion deslocalizada que reafirma a la relación imagen vs. semejanza inmanente a las relaciones de poder entre las personas. El sociólogo francés Pierre Bourdieu nos ayuda a entenderlo cuando enuncia:

 

Todo poder admite una dimensión simbólica: debe obtener de los dominados una forma de adhesión que no descansa en la decisión deliberada de una conciencia ilustrada sino en la sumisión inmediata y prerreflexiva de los cuerpos socializados. Los dominados aplican [...] a las relaciones de poder en las que se hallan inmersos, a las personas a través de las cuales esas relaciones se llevan a efecto y por tanto también a ellos mismos, esquemas de pensamiento [...] que, al ser fruto de la incorporación de esas relaciones de poder [las] construyen [...] desde el mismo punto de vista de los que afirman su dominio, haciéndolas aparecer como naturales; [...] cada vez que un dominado emplea para juzgarse una de las categorías constitutivas de la taxonomía dominante [...] adopta [...] el punto de vista dominante, al adoptar para evaluarse la lógica del prejuicio desfavorable.[18]

 

A partir de lo anterior debemos admitir que existe un porciento no despreciable de violencia simbólica —previa a la física— en la relación imagen vs. semejanza contra dominados o perjudicados por ella; aun o precisamente cuando el sentido común al uso la integra a la cotidianidad cubana al margen del orden sistémico político socialista, sin análisis crítico, soslayando que dicha relación: “impone una coerción que se instituye por medio del reconocimiento extorsionado que el dominado no puede dejar de prestar al dominante al no disponer, para pensarlo y pensarse, más que de instrumentos de conocimiento que tiene en común con él y que no son otra cosa que la forma incorporada de la relación de dominio”,[19] introyectada en la cotidianidad nuestra desde la memoria de una dominación burguesa, ya desmantelada.      

 

Este entuerto signo-simbólico —en intercambio comunicacional— sería imposible sin la auto negación, que reproduce la memoria de la dominación histórica,  sobre el sujeto social dominado. No basta comprender el efecto de mutua inferiorización; es imprescindible semantizar, críticamente, los grados que posee en la interacción entre sujetos pertenecientes, o mejor, depositarios —voluntarios o no— del diseño o actualización de un modelo de cultura.

 

Ahí, a nuestro entender, se expresa una de las contradicciones más complejas y trágicas —disfuncionalmente metabolizada dentro de la cotidianidad cubana— que oculta el modelo estadounidense. La exclusión ha hecho creer a los individuos pertenecientes al sujeto social dominado compuesto, entre otros, por negros y mestizos, que el modo de resistencia contra la dominación local e histórica es cimarronaje, “apalencamiento de terciopelo que se concentra en lo étnico, sin conciencia crítica socioclasista, en la interacción entre modelo y sistema político, llevándolos a "construir" su propio diseño y descripción del “modelo, que no es sino fantasma del que ayudaron a diseñar y actualizar, aun prescindidos del sistema; pugnando, además, contra él desde el aprendizaje histórico de la dominación. Podemos acudir a Samir Amín para señalar el principio configurativo de la sociedad capitalista estadounidense, en tanto modo liberal, que se pronuncia desde el concepto de libertad sin igualdad, que el estudioso egipcio interpreta, con razón, como “igual a salvajismo”.[20]   

 

Esto ha facilitado la imposición de reglas, desde el centro de ese sistema, que reafirmen lo ineludible de alcanzar en lo relacional intersubjetivo una semejanza —por subordinación cultural, que es veladamente política—, para que, aunque adentro continúen excluidos políticamente, fuera del modelo puedan ostentar la pertenencia a este como ciudadanos, con la autodenominación identitaria de “afronorteamericanos”; desatino que los mantiene fuera y dentro, al mismo tiempo, del modelo, y siempre fuera del orden sistémico político que los "marca" en su noción del sentido al uso.

 

Mediante tal entuerto signo-simbólico, se sedimentan: aprendizaje cultural, imposición de “zonas simbólicas” y signo/significaciones prejuiciadas; regulación y control de la cotidianidad; perspectivas sociopolíticas con revalidaciones sobre derechos humanos y plan de vida normalizados desde la memoria de la dominación capitalista. El sitio signo-simbólico de lo “afro”, al igual que de lo “indígena”, por ejemplo, se sitúa fuera del ámbito de poder; sin colegir que no existe posibilidad de modelo estadounidense, sin asumir, fuera de condicionamiento alguno y en equidad, la diversidad que lo sostiene. Así debe ser para cualquier modelo de cultura. El sistema político le aporta organización e inteligibilidad social; entonces es desde el orden político  que se deforma o no la estructura compositiva del modelo a favor de un grupo (clase social) que ostenta el poder, y que —mediante hegemonía— impone las normas del “afuera” o “adentro” del modelo.

 

Creerse al margen de la “guerra cultural”[21] que impone la hegemonía estadounidense, por dilucidarse a sí mismos ciudadanos de allí, al negociar parcelas dentro del mercado y la industria cultural, del entertainment, sustituyendo referentes políticos por culturales despolitizados, es uno de los más trágicos errores para negros, mestizos y otras clasificaciones identitarias. En el diseño de una Historia, bajo tales condiciones, la etapa de la esclavitud podría parecer accidente de “destino manifiesto”, diluido en reproducciones que incluyen la conservación de improntas de violencia física y psicológica que nació para y dentro de esa inhumana relación social de producción.[22] Y sin comprender que la raza es construcción cultural promovida desde y para intereses hegemónicos del sistema capitalista, en relaciones sociales de producción que aseguren a la incesante acumulación de capital, y oculten las antagónicas contradicciones de clase; que no solo conservan con salud suficiente a dicha hegemonía del modelo yanqui, además colaboran a su expansión en tanto lógica que certifique el estatus fetichista del sistema. La mayoría de las actitudes de resistencia pasiva o violenta, casi siempre provenientes de una acumulación de lo cultural que sostiene al modelo norteamericano todo, y no solo al que los “afronorteamericanos” creen haber diseñado para sí, entra a reciclarse en los circuitos de mercado controlados por las transnacionales, para convertirse también, en “textos” deformados por el código del modelo hegemónico yanqui y mutilarlos de su implicación político-ideológica en confrontación con la dictadura WASP.

 

Debo aceptar que se suscitó un redimensionamiento del prejuicio y la exclusión por motivos de raza (culturales), al cambiar a principios del siglo xx, el modelo cubano de hegemonía con la que interactuar. La instauración de grupos de poder que “fenotipícamente” y en lo político-ideológico se acercaban a esa hegemonía tuvo sus consecuencias. A pesar de que hubo resistencia dentro de la sociedad cubana de aquella época para impedir la posibilidad de un cambio de metrópoli y por extensión de estatus de colonizado, ello no fue suficiente para evitar la influencia del modo de vida estadounidense —sobre todo en la capital del país—, en versión tropical subdesarrollada. A la porción socio-grupal compuesta por negros y mulatos con insuficiencia fenotípica para hacer el grado de “blancos” sometidos, les tocó resistirse, o perseguir semejanza a la imagen. La referencia llegó desde los mismos negros estadounidenses.

 

La apariencia como signo

 

  Atravesando la entrada al tercer milenio, nuestro modelo es puerta abierta —pasada por agua— a todo intercambio con otros modelos de cultura que, lamentablemente a veces, implican una “imagen mejor”. Dulce e implacable ofensiva de las influencias del modelo hegemónico, que aún no pocos divorcian de estrategias e intenciones políticas de la guerra cultural. Y trae aparejada un barraje de estereotipos que actualizan patrones seculares de exclusión, o aceptación muy condicional, por semejanza. Los productos comercializados para hombres, pero sobre todo mujeres negras, principalmente los que tienen que ver con el tratamiento del cabello, nuevamente son para modificar su textura a fin de lograr el tan sufrido y popular “efecto” del “peine caliente” o desriz. Las “trencitas” o los “drelos” pierden terreno cuando se utilizan como implantes que imitan, precariamente, una textura lacia; y son de material sintético, por lo general manufacturado en China. Desde la mujer común a las profesionales negras se va sedimentando la costumbre de una química más “noble” —aunque no tanto como se quisiera— para lograr los mismos efectos.

 

Todavía la imagen (canon) que promocionan nuestros medios de difusión no difiere demasiado de la que se cimentó aquí desde hace más de un siglo. Es de lamentar que uno se vea en la dificultad de admitir que tal entuerto aún sea parte del modelo de cultura cubano, como consecuencia relacional sígnica; en que varios signos semantizan la misma significación, contextualizada por inferencia cultural inducida. Es fenómeno de autoflagelación sígnica que reproduce la memoria de la dominación histórica dentro de un grupo o diversidad de grupos, mediante, por ejemplo, consenso de signos —relaciones— por inferencia cultural inducida dentro del aprendizaje social cubano, todavía insuficientemente crítico.

 

Esta cadena de signos con una misma significación no busca que se alcance el “ideal” aparencial impuesto; sino que se luche por la semejanza; adhesión al orden político de esa hegemonía cultural, incluso atormentando la integridad física, hasta el colmo de la penuria subjetiva, propiciando así la reiteración de circunstancias psicológicas, equivalentes a las que el sujeto social dominado atravesó en algún momento histórico de esas relaciones.

 

Es posible reconocer sutilidad en la perturbación física y psíquica que provoca someter el cabello al trastorno de ser quemado para alcanzar esos signos de sometimiento a la cultura universalizante del capitalismo; y, a tenor de ello, se interconecten otros signos de dominación, como el maltrato físico y simbólico desde los hombres y entre las propias mujeres, al señalar a otras que no siguen ese patrón, o al legitimar la interacción con sujetos del sexo opuesto mediante el sometimiento, por semejanza, a lo que ellos buscan a partir del “ideal blanco”, desde una

 

cultura dominada por el blanco (masculino, racista, homófono, androcéntrico y burgués) que ha racializado la belleza [...] ha definido la belleza per se en términos de la belleza blanca, en términos de características físicas que es más probable que tengan las personas que consideramos blancas [y que adquiere] mayor eficiencia [...] (en) la sustitución, por largo tiempo abrazada [...] de que el cabello lacio es un componente necesario de la belleza física [...] evidenciada por las penosas experiencias que la gente —incluyendo personas no negras de tan mala suerte como para tener cabello rizado— soportará en nombre de él.[23]

 

La subordinación por semejanza es adictiva; ofrece y exige (auto)maltrato. La cyborización[24]  del cuerpo no es posmoderna; comienza, al menos en Cuba, un siglo atrás, con la auto imposición del sujeto social dominado de alterar la textura de su cabello para cambiar su apariencia, a partir de procesos harto rudimentarios e invasivos contra su fisiología y dignidad; porque además de las quemaduras reiteradas que provocan el peine caliente y los productos químicos como la potasa, el cabello natural, por la continuidad del proceso casi nunca aflora normalmente, sino que es de nuevo quemado. El dolor físico y las molestias son inseparables del proceso. Lamentablemente, en espacios con mayores limitaciones materiales e intelectuales tales rudimentos se mantienen —incluyendo a la Cuba de principios del xxi— sin que exista garantía absoluta de que las variantes de cremas y potingues para desriz que se comercializan de manera global sean menos lesivas: la fórmula química en su base constitutiva sigue siendo la misma, por ejemplo la potasa.  Los implantes, reiteramos, tienen posibilidades limitadas, porque, entre otras razones, están confeccionados con material sintético que provoca degradación seria de la piel y el cabello si no es cambiado cada cierto tiempo. El negocio global consiste en su consumo con frecuencia. Cierto tufillo a plástico en descomposición, acelerado por la transpiración de la cabeza, suele ser síntoma que advierta la necesidad de cambiar un implante capilar superficial en uso. Como siempre, para alguien que se someta a perseguir la semejanza, el "sueño" dura solo hasta la medianoche. Después, a comprar otra “calabaza”.

 

Es preocupante la falta de atención crítica que, dentro de la interacción entre modelo y sistema político socialista cubano, se presta a este asunto de lo aparencial, que impone el modelo hegemónico estadounidense a la cotidianidad de otros modelos de cultura. No es posible una alternativa anticapitalista sin reparar, mediante análisis crítico, en esa disfunción que consiste en la persecución, por semejanza, de signos de apariencia que impone la cultura del capitalismo. No hay que olvidar que las construcciones culturales se mueven y actualizan a través de signos: relaciones entre sujetos. Y la apariencia es un signo para consensos desde la hegemonía de este modelo y vigilancia del principio de unión en la dominación, dentro de lo intersubjetivo, mediante control de la apariencia dentro del comportamiento social. Al respecto, Jorge Luís Acanda define la cultura como

 

campo donde se construyen, perpetúan y perfeccionan las claves de la hegemonía de la clase dominante [...] de un “sentido común” que no por ser popular es menos una fusión de esa dominación, de sus códigos e imágenes [...] canales socialmente fijados de transmisión de cualquier mensaje cultural, y por tanto de cooptación y asimilación de este [para evadir] establecer una relación crítica con la cultura nacional, en tanto incorpora desde sus inicios, las contradicciones y deformaciones de nuestra modernización [porque, en tanto] revolución cultural, ha de establecer una escala de prioridades, influir sobre la totalidad de lo real unificándolo, pero también, a menudo destruyendo, para poder construir. Ha de rechazar una parte de lo real. Es siempre una opción, y esa opción no es indolora [teniendo en cuenta que un] pensamiento revolucionario destruye el sentido que la cultura hegemónica anterior le ha dado a los productos culturales, el modo en que los ha organizado y dotado de un sentido específico, para que sea así como nos los apropiemos [...] Tenemos que organizarlos, darles un nuevo sentido, porque de lo contrario, esos escombros se volverán a recomponer a la vieja usanza para conformar las viejas constelaciones opresivas de significado.[25]

 

Cuando hablamos de apariencia como signo relacional no nos limitamos a la imagen física externa, también a lo que se dice y se hace en las redes sociales para interiorizarlas a través de intercambios. Evo Morales, representa a un movimiento social —modelo de cultura largamente y con crueldad excluido durante el último medio milenio del capitalismo-, y legitima interacción política con lo sígnico relacional, desde perspectiva anticapitalista de dignificación. La camisa tradicional de Rafael Correa, en Ecuador, el uniforme verde olivo de Fidel han sido satanizados por la hegemonía del modelo estadounidense. La propia imagen de este último solo es “digerible” cuando se la muestra con un tabaco en la boca, hábito que el propio Fidel abandonó hace muchos años. ¿Por qué se insiste en ella? Para arqueologizar a la Revolución cubana y posmodernizar la resistencia, avances, conflictos del modelo socialista cubano.[26] Se manipula la imagen de revolucionarios en tanto signos que signifiquen descontextualización histórica; en los casos de Evo y Hugo Chávez incluye el prejuicio racial.[27]

 

Cualquier signo que se infiera como de resistencia anticapitalista, sin desmarcarse del fetichismo del modelo de cultura estadounidense, o ignorando las contradicciones antagónicas de clase que implica la existencia del sistema mundo capitalista, entrará en sus circuitos de distribución para convertirse en significación contextual de la cotidianidad de la “cultura universalizante del capitalismo”. Quemarse o no quemarse el pelo —o el seso— persiguiendo como beagle de peluche la relación imagen vs. semejanza: he ahí el dilema.

 



[1]. Sobre esta categoría, véase Göran Sonesson, “Dos modelos de la globalización”, Criterios, n. 33, La Habana, 2002, pp. 107-34.

[2]. Asumimos lo dicho por Fernando Martínez Heredia para dilucidar el concepto de acumulación de lo cultural: “La cultura nacional alberga y expresa una riqueza de rasgos y elaboraciones propias, hechas con los más disímiles materiales y modos, por los más diversos grupos sociales, en depósitos sucesivos y simultáneos. Esa acumulación cultural es la que opera en cada época y en cada coyuntura; en ella se inscriben todos los aspectos y casos particulares, con sus complejos de relaciones e interacciones”. Fernando Martínez Heredia, El corrimiento hacia el rojo, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2001, p. 68.

[3]. Desiderio Navarro, La cultura de masas, semiótica, sociología y praxis social  En: A pe(n)sar de todo. Para leer en contexto. Colección Ensayo. EDIT Letras Cubanas. La Habana. 2007. p. 70.

[4]. Desiderio Navarro, La cultura de masas, semiótica...  p. 71.

[5]. Néstor Kohan, “Gramsci y Marx. Hegemonía y poder en la teoría marxista”, Material de formación política de la Cátedra Che Guevara, Buenos Aires. 2006. pp. 19-20. Disponible en http://www.amauta.lahaine.org

[6]. Define críticamente Esther Pérez, estos consensos a partir de “dos premisas. Una, el reconocimiento del papel importantísimo que desempeñan los mecanismos de legitimación ideológica y cultural en la reproducción del sistema de dominación, y la autonomía relativa de las opresiones de matriz cultural, así como su introyección por los individuos y grupos humanos”. Esther Pérez, Freire entre nosotros. Una experiencia cubana de educación popular, Editorial Caminos, 2004, La Habana, p. 31.

[7]. Manuel Moreno Fraginals, El ingenio, t. 2, Ciencias Sociales. La Habana, 1978.

[8]. Elizabeth Martínez enuncia: “Tales son las piedras fundamentales de Estados Unidos, junto con un sistema económico que hizo de este país el primero en la historia del mundo que nació capitalista [...] Un embellecimiento crucial del mito original y elemento clave de la identidad nacional ha sido el Mito de la Frontera [que] generalmente une la virtud y la violencia, la moralidad y la guerra, entramados en un tejido calvinista. Esta torturada unión define la esencia del llamado Carácter Americano; en otras palabras, la identidad nacional, hasta nuestros días”. La activación y constante actualización real o simbólica de ese mito es un arma importante de no solo dominación, también soporte “cautivante” de la hegemonía del modelo de cultura estadounidense. Véase Elizabeth Martínez, “Reinventando América”, Z Magazine, diciembre de 1996, disponible en http://www.zmag.org. Consultado: 29/12/2003.

[9]. Paul C. Taylor, “El desriz de Malcolm y los colores de Danto; o cuatro peticiones lógicas concernientes a la raza, la belleza y…”, Criterios, n. 34, La Habana, 2003, p. 51. (El subrayado es mío. VAGR)

 

[10]. La exigua o nula referencia histórica en relación con este proceso me llevó a recurrir a investigadores norteamericanos y caribeños. El estrecho vínculo y dependencia cultural que nos unió, asimétricamente, con el modelo de cultura estadounidense por más de medio siglo, propició referencias a la burguesía local cubana y al resto de los grupos sociales a regirse por la relación imagen vs. semejanza, no solo en cuanto a la racialidad, también a casi toda la cotidianidad y su sentido común al uso. El fundamento cultural yanqui era un referente ineludible.

[11]. Adjetivación que, en dicotomía con “adelantada”, dentro del modelo cubano, es signo relacional de lejanía al “ideal” euro blanco.

[12]. Paul C. Taylor, ob. cit., pp. 56-7.

[13]. Ibídem, p. 54.

[14]. Ibídem, pp. 54-5.

[15]. En su análisis al respecto, una luchadora social haitiano-dominicana, enuncia “el esfuerzo que empezamos a poner en la lucha para enfrentar nuestro auto-racismo. Por ejemplo, como un testimonio, ¡desrizarse el pelo beneficia al salón de belleza más que a nosotras! Además, no sé si es de maldad que lo hacen o si es que no son especialistas, pero ¡salimos del salón con un lado bien quemado y el otro entre dos!”. Solain 'Sonia' Pie. El racismo contra la mujer dominico-haitiana. República Dominicana,  1995. Revista Especial/FEMPRESS,  Págs. 26-27. Temática Principal: Cultura,  Págs. 121-122. Doris Hernández y Mariluz Franco, precisan que “la norma social nos dice que en Puerto Rico no existe el racismo [...] En nuestra sociedad, el afro, las trenzas y el dreadlock tienden a ser sinónimo de falta de higiene, de “mala” presencia física, de rebeldía y otras nociones despectivas. Es común recibir expresiones de repudio y asco por nuestro cabello natural. Con frecuencia tendemos a recurrir a la aplicación de tratamientos, de estiramiento o control de la onda del cabello. Estas son invasiones químicas, frecuentemente dolorosas y dañinas”. Doris Quiñones Hernández y Mariluz Franco Ortiz, “Mujeres puertorriqueñas negras: formas de resistencia y afirmación hoy en Puerto Rico”, Revista /FEMPRESS,. Temática Principal: Cultura.. En: La Mujer Negra.. Número Especial. http://www.fempress.cl. 1995, p. 33.

[16]. Fernando Martínez Heredia. El corrimiento hacia el rojo. Editorial Ciencias Sociales. La Habana, Cuba. 2001. Pág. 71

[17]. Pierre Bourdieu, La dominación masculina, http://www.udg.mx/laventana/libr3/bordieu.html/   p. 18.

[18]. Pierre Bourdieu, La dominación masculina, p. 9.

[19]. Pierre Bourdieu, La dominación masculina, p. 8.

[20]. “Las ideologías comunitarias no pueden suplir la ausencia de una ideología socialista de la clase obrera. Esto se aplica aun para la más radical de aquellas, la comunidad negra, ya que, por definición, su comunitarismo se inscribe en el marco del racismo generalizado que se propone combatir en su propio terreno [...] la sociedad norteamericana desdeña la igualdad. La desigualdad extrema no es solamente tolerada, sino apreciada como el símbolo del “éxito” que la libertad promueve [...] libertad sin igualdad es igual a salvajismo”. Samir Amin, “Las desviaciones de la modernidad. El caso de África y del mundo árabe”, Temas, n. 46, La Habana, abril-junio de 2006, p. 14.

[21]. Fernando Martínez Heredia considera que la guerra cultural “moviliza formidables instrumentos y recursos, y ejerce controles totalitarios sobre la información, la formación de opinión pública, los gustos y los deseos. Esa verdadera guerra mundial se dirige a impedir la producción de voluntades, identidades y pensamientos opuestos a la dominación [...] la eliminación del pasado y el futuro —esto es, de la memoria y del proyecto—, la trivialización de las cuestiones y manipulación del trabajo intelectual, están entre los principios fundamentales de esa guerra cultural [...] es la lógica preferida por el sistema, pero ambas (la guerra, la intervención violenta o la amenaza de ella, dondequiera que eso favorece la dominación y los intereses imperialistas, o la eliminación de posiciones autónomas y riesgos de formación de rebeldías) siempre son complementarias”. Fernando Martínez Heredia, “Imperialismo, guerra y resistencia”, Temas, n. 33-34, La Habana, abril-septiembre de 2003, p. 103.

[22]. Ya a mediados del siglo xix Marx advierte: “Un negro es un negro. Solo en determinadas condiciones se convierte en esclavo. Una máquina de hilar algodón es una máquina para hilar algodón. Solo en determinadas condiciones se convierte en capital. Sustraída a estas condiciones, no tiene nada de capital, del mismo modo que el oro no es por sí solo dinero, ni el azúcar el precio del azúcar [...] El capital es una relación social de producción. Es una relación histórica de producción”. Carlos Marx, “Trabajo asalariado y capital” (Neue Rheinische Zeitung, n. 266, 7 de abril de 1849), en Carlos Marx y Federico Engels, Obras escogidas, t. 1, Progreso, Moscú, 1980.

[23]. Paul C. Taylor, ob. cit., p. 53. (El énfasis es mío. VAGR).

[24] Cyborg [de Cyber] es un anglo-neologismo asociado a la tecno-cultura  posmoderna; refiere a la re-construcción o "transformación" artificial de los individuos buscando mediante alteración aparencial del cuerpo que adicione componentes extraños, un cambio "satisfactorio" que lo aleje lo más posible de la fisonomía original. De los percings y tatuajes a las intervenciones quirúrgicas que utilizan implantes de silicona, incluyendo productos químicos que provean transformaciones de apariencia como las que experimentó la extinta estrella de la música Michael Jackson. En África esa tendencia dio pie a la comercialización del kesall, una fórmula de uso externo para el aclaramiento de la piel de las negras que devino en problema grave para la OMS. Un cyborg es el producto "humano" del tal proceso. Como mítica tecnocrática el anglo término emergió de las sagas globalizadas estadounidenses contenidas en revistas de muñequitos para adultos, de finales de los 60's del siglo XX que promovían el cambio aparencial a toda costa para los débiles o no WASP. El desriz, aun en sus aplicaciones más "nobles", podría inferirse como práctica fundacional de la cyborización que hoy explota la cosmética global para negros y mulatos. (VAGR)

[25]. Jorge Luis Acanda, “De José Agustín Caballero a Gramsci; efectividad y hegemonía”, en Filosofar con el martillo, Centro Juan Marinello, La Habana, 1997, pp. 25, 29, 32-3.

[26]. Véase dossier dedicado a Cuba en Vanguardia, n. 23, Barcelona, abril-junio de 2007.

[27]. Durante los debates finales de la Cumbre Iberoamericana celebrada en Chile, en noviembre de 2007, el presidente de Venezuela Hugo Chávez, ejerciendo su legítimo derecho a réplica, fue groseramente mandado a callar por el Rey Juan Carlos de España, como si hubiese olvidado que a negros y mestizos (ya libres del yugo peninsular desde hace doscientos años) no se les puede aplicar esa vieja y depredada imposición monárquica. La dominación es un aprendizaje no solo para los dominados. En el tema que nos ocupa, aún las diferencias etno-raciales y culturales dilucidan una continuidad de esa dominación política. 

 

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