Socorro… ¡Llega Trump!

17/01/2017
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Una semana antes de la anunciada elección de Hillary a la presidencia de los EEUU difundí una nota titulada: “¿Y si gana Trump? No pasa nada”.

 

Tú me entiendes: nada, lo que se llama nada seguramente no. Yo quise decir nada excepcional –o nada tan desastroso– como para interrumpir la siesta parlamentaria, la modorra de La Moneda, el letargo ministerial. Eso.

 

Luego pasó lo que pasó: Trump obtuvo 2 millones 200 mil votos menos que Clinton, pero muchos más ‘grandes electores’, y dentro de cuatro días se instalará en la Casa Blanca. La diarrea planetaria tiene precedentes, sobre todo las provocadas por los pánicos económicos. Lo cierto es que de Angela Merkel a Bachelet, pasando por Mariano Rajoy, François Hollande y Theresa May, todos aprietan las nalgas esperando saber cómo viene la mano.

 

Entretanto, servidor persiste y firma. Donald Trump no me parece tener la envergadura que requiere un desastre como se pide.

 

Ricardo Lagos –megalomanía mediante– pudo engendrar el Transantiago, el MOP-Gate, los jarrones de Corfo, el tren Victoria-Puerto Montt, Inverlink, un ‘royalty’ que le ahorró 4 mil millones de dólares de impuestos a las grandes mineras y una larga lista de escándalos que él es único en haber olvidado.

 

Guardando las proporciones, Lagos se sitúa al nivel de su mentor Felipe González y sus salidas de madre con el GAL, Pablo Escobar, la trama de Filesa, Malesa y Time-Export, los sobresueldos con las platas reservadas, el caso Flick y el dinero de la fundación Friedrich Ebert, la venta de Rumasa al grupo Cisneros, y otros delitos no menores.

 

En los tiempos que corren, los presidentes suelen ser de una mediocridad abismante. No, yo no he mencionado a Sebastián Piñera ni a Bachelet. Me refiero a los presidentes de los EEUU.

 

Larry Schwartz publicó –en febrero del 2015– una reseña de algunos de ellos, y su nota vale el desplazamiento. Mira ver:

 

“Algunos fueron brillantes, otros apenas pálidas ampolletas. Si tuviésemos que juzgar sólo por la variedad de su vocabulario, parecería que con el paso de los siglos nuestros presidentes se están poniendo cada vez más babiecas”.

 

Un análisis del diario The Guardian clasificó los discursos presidenciales por nivel de educación, utilizando el test de legibilidad Flesch-Kincaid.

 

George Washington y los Founding Fathers (los padres de la patria del imperio) obtuvieron nota 20, mientras que los presidentes actuales apenas llegaron a 10. No parece una coincidencia que los dos Bush –padre e hijo– estuviesen entre los más iletrados.

 

Entre las lumbreras se cuenta Thomas Jefferson. Como dice Schwartz, “Cualquiera capaz de redactar la frase ‘Tenemos esta verdad como evidente, que todos los hombres son creados iguales’, ya tiene mérito”.

 

El tercer presidente de los EEUU era una bala en matemáticas, filosofía, historia e idiomas: además del inglés dominaba el francés, el latín y el griego. Todo gracias a la escuela pública. Por mérito propio llegó a ser un gran arquitecto, horticultor, autor, inventor, músico (tocaba el violín, el cello y el clavicordio), jurista, ornitólogo, paleontólogo, arqueólogo y poeta.

 

En alguna ocasión, John F. Kennedy, dirigiéndose a un areópago de premios Nobel, declaró: “Me parece que esta es la más extraordinaria colección de talento y de conocimiento que jamás se haya reunido en la Casa Blanca, con la excepción de cuando Thomas Jefferson cenaba solo.”

 

Jefferson, para orgullo de los estadounidenses, no fue el único. En la lista de los presidentes que poseían un cerebro, y lo utilizaban, se cuentan James Madison, John Adams, Woodrow Wilson, Theodore Roosevelt y James Garfield. Gloria a ellos.

 

Entre los zopencos, matungos, alcornoques, babosos, bodoques, bolonios, borricotes, pelmazos y tontos de capirote hay que filtrar el género para no alargar la lista. Como es normal, algunos brillan –si oso escribir– con oscuridad propia.

 

Warren Harding Larry Schwartz se pregunta:

 

“¿Cómo podemos juzgar la inteligencia de un presidente? Un método consiste en observar su comportamiento y, según ese estándar, Warren Harding –vigésimo noveno presidente– está en la breve lista de los peores mandatarios y fue, definitivamente, el más idiota de los Comandantes en Jefe.”

 

Harding era un senador indiferente, que se transformó en un presidente indiferente. En su discurso inaugural dijo: “Nuestra tendencia más peligrosa es esperar demasiado del gobierno, y al mismo tiempo hacer muy poco por él”. Schwartz asegura que Harding cumplió fielmente esto último. Durante su presidencia los escándalos aparecían detrás de cada puerta, y él mismo no se enteraba ni por la prensa.

 

Los republicanos le ungieron candidato en parte porque tenía buena pinta y en el año 1920 las mujeres votaban por primera vez. Desde luego Harding ni siquiera se molestó en ir a votar para acordarles ese derecho. Pero le gustaban las mujeres, a juzgar por sus numerosos líos extramaritales. También organizaba fiestuzas en la Casa Blanca, muy bien regadas con alcohol, algo un poquillo fuera de lugar visto que su presidencia tuvo lugar en medio de la Prohibición.

 

H.L. Mencken –periodista, editor y crítico social, conocido como el "Sabio de Baltimore", considerado uno de los escritores más influyentes de los EEUU de la primera mitad del siglo XX– dijo de Warren Harding:

 

“Escribe el peor inglés que jamás vi. Me hace pensar en una fila de esponjas húmedas; en andrajos colgados; en una sopa de frijoles podridos, en alaridos académicos, en perros ladrando estúpidamente durante noches interminables”.

 

Para desmayo de los yanquis, si Warren Harding fue el peor, no fue el único. En la lista de Schwartz figuran –en lugar destacado– George W. Bush, Andrew Johnson, Gerald Ford y Ronald Reagan.

 

George W. Bush

A pesar de haber desertado la guerra de Vietnam enchufándose en la Air Force Reserve, y de haber fracasado en numerosos emprendimientos, W. Bush aprovechó su ineptitud llegando a ser un inútil Gobernador de Texas allí donde el Gobernador –por Ley– literalmente no hace nada. Luego devino el cuadragésimo tercer presidente de los EEUU.

 

Ni siquiera se enteró de la llegada de la gigantesca crisis económica que hundió el planeta, y en los últimos meses ni siquiera le dejaron participar en las reuniones del gobierno. Como presidente se tomó exactamente 879 días de vacaciones, más de dos años del tiempo de su mandato. En sus propias inmortales palabras, “Pasará mucho tiempo después de mi partida antes de que alguna persona inteligente llegue a comprender lo que pasó en esta Oficina Oval”.

 

Andrew Johnson

 

El décimo séptimo presidente de los EEUU fue un borrachín, un pechoño y un líder desastroso. Sucedió a Abraham Lincoln, y es difícil imaginar dos personalidades más alejadas intelectualmente. Aún cuando era partidario del esclavismo, durante la Guerra Civil se mantuvo en el campo de la Unión con el fin de satisfacer sus ambiciones presidenciales.

 

Cuando Lincoln -baleado- estaba muriendo, no encontró nada mejor que emborracharse. Al morir Lincoln tuvieron que despertarle para que jurase el cargo. Aún borracho, “los ojos hinchados, el pelo cubierto de lodo de la calle”, hizo un discurso inaugural digno de ser olvidado, para decirlo diplomáticamente. Más tarde fue inculpado, aún cuando escapó milagrosamente de ser condenado y destituido del cargo.

 

Gerald Ford

 

El trigésimo octavo presidente llegó al poder cuando Nixon dimitió para evitar la destitución en razón del escándalo del Watergate. En la Universidad, Gerald Ford se destacó jugando futbol americano. Habida cuenta de sus inhabilidades, Lyndon Johnson pudo declarar que Ford “había jugado demasiado futbol sin el casco”. En otra ocasión, Johnson afirmó: “Jerry Ford es tan idiota que no puede tirarse un pedo y mascar chicle al mismo tiempo”.

 

Schwartz agrega que si alguien dudase de lo cretino que era Gerald Ford, una de sus frases bastaría para convencerle: “Si hoy día Lincoln estuviese vivo, se daría vueltas en su tumba” (sic).

 

Ronald Reagan

 

Del cuadragésimo presidente de los EEUU se cuentan historias. Interrogado por un periodista acerca de la hora tardía en que llegaba a la oficina, y lo temprano que se iba, respondió: “Es cierto que el trabajo no mata, pero… ¿para qué correr riesgos?” En las reuniones del G7 se sentaba junto a los otros seis mandatarios, contaba el último chiste y se iba.

 

Alarmado por la dimensión gigantesca que adquiría la deuda pública del gobierno federal, un periodista le preguntó qué pensaba al respecto. La respuesta de Reagan: “La deuda ya está bastante grandecita para cuidarse sola”. En la práctica Reagan no gobernó, dejándole esa aburrida tarea a sus colaboradores. A Ronnie le gustaba hacer discursos. Una de sus frases célebres, pronunciada con una sonrisa y un guiño: “Los hechos son cosas estúpidas”.

 

Hasta donde uno puede juzgar, Donald Trump está lejos de ser un Jefferson, pero nada asegura que sea un Ronald Reagan. Si el primero era un brillante intelectual, y el segundo un papanatas, Donald Trump parece navegar en las procelosas aguas de la medianía, ya se verá si podemos llamarla mediocridad.

 

Visto a la distancia, Trump no parece más idiota que W. Bush, ni más proteccionista que Washington, Hamilton, Clay o Lincoln, ni más reaccionario, brutal y grosero que Nixon, ni más putero que Kennedy, ni más irresponsable que Bill Clinton.

 

Como todos los presidentes del imperio, Trump está rodeado de intereses creados, del complejo militaro-industrial, de Wall Strett, la banca, las compañías de seguros, big business, el Congreso, la FED, los gobiernos estaduales y una nube de cabilderos voraces y venales.

 

Sus diatribas contra la gran industria –que ante la duda prefiere ser obediente– tienen un regusto a desplante torero, a un muy machacado “deténganme que si no lo mato”. El mundo es algo más que eso. Por el momento, los “mercados” no se inmutan. Como siempre, consideran que hasta una pasajera fiebre proteccionista es “una oportunidad de negocio”.

 

Servidor toma palco, se arrellana y observa. Ya veremos.

 

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