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06/03/2017
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La feminización de la pobreza es una expresión acuñada por el feminismo en los años ´70 para dar cuenta de la progresiva pauperización de las condiciones de vida de las mujeres. Este problema presenta dos dimensiones en América Latina: por un lado, el efecto de los programas de ajuste estructural inherentes a las políticas neoliberales que el retorno de los neoconservadurismos ha reactualizado y, por otro lado, la reproducción de una milenaria cultura patriarcal. Allí donde el Estado abdica responsabilidades para con sus ciudadanos las obligaciones recaen –mayoritariamente- en las mujeres.

 

La producción alimenticia de subsistencia, el trabajo informal, la emigración o la prostitución son actividades económicas que han adquirido una importancia mucho mayor como opciones de supervivencia para las mujeres. Cada vez la brecha entre ricas y pobres es mayor.

 

La implementación de políticas públicas que buscan mejorar la vida de las mujeres y luchar contra las desigualdades de género no ha seguido un camino lineal, sino que ha experimentado avances y retrocesos. Para autoras como Nancy Fraser el género constituye una comunidad “bivalente”, es decir, que articula demandas de dos dimensiones: político-económicas y culturales-valorativas. En el primer caso, las demandas se vinculan a una mayor redistribución socioeconómica, ya que el género es un principio básico de la estructuración de la economía política. Así, la división de género supone el desdoblamiento fundamental entre trabajo remunerado productivo y trabajo no remunerado reproductivo, al tiempo que en el ámbito del mercado laboral hay una tendencia a la diferenciación en relación a la calidad de los trabajos y las remuneraciones. En este aspecto, la dimensión político-económica genera modos de explotación, marginación y pobreza, inherentes al género.

 

En el segundo aspecto, el género opera también como un factor de diferenciación cultural-valorativa, evidenciado en el androcentrismo: la construcción de normas sociales que privilegian los rasgos asociados a la masculinidad. Dicho imaginario configura, al mismo tiempo, una devaluación de lo que se considera femenino, plasmada en el ataque sexual, la explotación sexual, la (difundida) violencia doméstica, las representaciones estereotipadas en los medios de comunicación, el acoso y el desdén en todas las esferas de la vida cotidiana, entre otras. En este sentido, la dominación cultural y el menosprecio hacia los atributos específicamente femeninos tornan necesarias la reparación y el reconocimiento estatal.

 

El género no es una propiedad inmanente de los cuerpos sino el conjunto de efectos producidos en los propios cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales. De este modo, políticas y discursos sobre las mujeres suponen la reproducción de los valores vigentes, los cuales en muchos casos se erigen desde la lógica patriarcal como un impedimento para la ciudadanía plena, lo que conlleva a la sistemática vulnerabilización de sus derechos.

 

Uno de los temas fuertes del feminismo en las últimas décadas es el de las políticas públicas de igualdad, orientadas a reducir las desigualdades económicas y a debilitar la discriminación en el mercado laboral. Las políticas públicas tienen una función redistribuidora en las sociedades de clase. El mejor ejemplo son los Estados de bienestar que durante años han aplicado y desarrollado políticas para diversos colectivos sociales: educación, salud y sistema de pensiones, etc., efectivizando una redistribución más justa de los recursos y del reconocimiento de nuevos derechos sociales para grandes sectores de la ciudadanía.

 

Nuevos modelos familiares, nuevos desafíos

 

El término Segunda Transición Demográfica es utilizado por algunas autoras para enfatizar el conjunto de cambios en las relaciones de género desde 1955 hasta la actualidad. Dicho cambio supone una mayor autonomía y menor dependencia de las mujeres hacia los hombres, sin embargo, la debilidad en los lazos familiares tradicionales y el surgimiento de nuevos modelos como las familias monoparentales –encabezadas en su mayoría por mujeres-, los hogares unipersonales y las familias reconstruidas dan cuenta de las nuevas dinámicas culturales y sociales.

 

En el aspecto cultural, en consonancia con los cambios demográficos destacados, se ha producido una transformación de las expectativas de lo que son o deberían ser las mujeres, con la construcción de nuevas imágenes de la feminidad, menos enfocadas en la maternidad. Por su parte, el aumento de la participación de mujeres en la educación media superior, así como la acelerada urbanización, la globalización - que facilita la exposición a otras culturas a partir de las comunicaciones masivas- el aumento del individualismo y el papel de los movimientos feministas han contribuido en este sentido.

 

No obstante, este proceso no es homogéneo, en América Latina, en particular, persisten las representaciones sociales tradicionales respecto a las responsabilidades diferenciales de hombres y mujeres en relación al trabajo doméstico y la crianza de los niños y niñas. Dichas representaciones están presentes en las negociaciones entre varones y mujeres sobre las responsabilidades domésticas, según indica Carole Pateman, en su trabajo El contrato sexual (1995).

 

La lógica del Estado de Bienestar presuponía la existencia de una familia nuclear, compuesta por varones proveedores y mujeres amas de casa, donde la atención de los niños recaía en la mujer. Sin embargo, la desarticulación del Estado de bienestar y al mismo tiempo la desarticulación de la familia nuclear, no modificarían la representación social que asociaba a las mujeres con las tareas de cuidado tanto de niños y niñas pequeñas como de adultos mayores. Para los varones su rol de proveedor los exenta de las responsabilidades del cuidado de los hijos e hijas y las tareas domésticas. El hecho de asumir el rol de sostén del hogar no es sólo económico, sino que tiene una doble función simbólica, afirmando su masculinidad tanto individual como social y, además, les otorga ciertos privilegios por sobre otros miembros del hogar.

 

 

 

 

 

Feminización de la pobreza

 

En el aspecto económico, el modelo neoliberal supone cambios en el trabajo remunerado: una nueva composición de la fuerza de trabajo que incluye una mayor participación femenina, así como también, trabajadores de otras etnias y nacionalidades. El desempleo estructural genera exclusión de grandes sectores de la población y se erige como la nueva cuestión social, al tiempo que los Estados flexibilizan sus leyes laborales, creando un clima de mayor inseguridad, y un real incremento de la desigualdad social.

 

En este marco se produjo la acogida femenina masiva al mercado laboral remunerado. Dicha inserción presenta una forma polarizada con mayor segmentación y desigualdad; para las mujeres con títulos universitarios se abrieron efectivamente nuevas oportunidades de obtener altos cargos, mientras que para la gran mayoría quedan los cargos de baja calificación en sectores inestables e incluso con nula protección social.

 

La incorporación de la mujer al mundo laboral tampoco supuso una menor carga de las responsabilidades familiares, por el contrario, supuso una doble jornada o doble presencia. Al tradicional trabajo reproductivo (todas aquellas actividades no remuneradas del hogar que podrían ser realizadas por otra persona o que podrían adquirirse si existiera un mercado para ellas) (cabe destacar que dicho mercado existe y se caracteriza por su composición femenina y su informalidad) se le incorporó el trabajo remunerado.

 

En las sociedades modernas el problema del trabajo doméstico se agrava por la superposición de tareas, generando un conflicto con las obligaciones laborales, lo que incide en la situación económica de la familia. Quien realice dichas tareas dependerá de las redes familiares y la flexibilización laboral que habilita al sector privado a nivel de empresas o a mujeres de bajos recursos –muchas veces migrantes-, dispuestas a realizar dicha tarea con escasa o nula protección social. De esta manera, el trabajo doméstico se feminiza, aunque terciarizado. Así, el sujeto de la conciliación familia-trabajo no es un sujeto neutro, sino femenino. Los estereotipos de género, es decir, las disposiciones sociales (e institucionales) que convierten y legitiman la diferencia de sexo en desigualdades sociales continúan vigentes.

 

Los efectos del progresismo

 

Según la CEPAL1, durante la primera década del 2000 se observa en América Latina una amplia reducción de la incidencia de la pobreza multidimensional, particularmente entre 2005 y 2012 bajó para 17 países de la región, de 39 a 28% de la población, siendo los que ostentaron mayores descensos Argentina, Uruguay, Brasil, Chile y Venezuela.

 

La reducción de la pobreza en los países progresistas se relaciona de forma directa con la aplicación de diversas políticas de reducción de la pobreza con un claro enfoque de género. Entre otros programas que demostraron su efectividad, se encuentra Bolsa Familia (en Brasil) implementado e impulsado desde 2003 por el presidente Lula da Silva, sobre el que el presidente Michel Temer realizó un sustantivo ajuste que provocó la reducción de su cobertura2. Las jubilaciones para amas de casa puestas en marcha en 2004, durante en el Gobierno de Néstor Kirchner, que fueron recientemente canceladas por el Gobierno de Mauricio Macri. Y, en Venezuela, el trabajo integral con enfoque de género que fue reconocido por las Naciones Unidas, dado el avance logrado en materia de seguridad e igualdad de género3.

 

 

Pese a los avances en términos de reducción de la desigualdad, gracias al enfoque en políticas con una clara sensibilidad de género en los países progresistas de América Latina (algunas de las cuales hoy se encuentran en franco retroceso), otros países se mantuvieron rezagados en este plano. Es el caso peculiar de Colombia, donde los mínimos avances en esta materia siguen siendo uno de los ejes de la marcada desigualdad de un país que afronta un delicado proceso de reconciliación política y social.

 

Si bien la mayor parte de la población colombiana está compuesta por mujeres, son estas quienes ostentan los niveles más altos de pobreza; así, si la pobreza ascendía en 2013 al 32% entre las mujeres, en el país alcanzó del 37%. Las actividades no remuneradas fueron en las que las mujeres colombianas invirtieron más horas: un 30% sin remuneración, frente a un 20% de su tiempo en actividades remuneradas. La población femenina colombiana, además, ostentó el segundo lugar en América Latina en desocupación: si en América Latina la tasa asciende al 10%, en Colombia llegó al 14,5%, frente al 8,2% de hombres desocupados4.

 

En 2016, la incidencia de pobreza por hogares también varió en función del género, habitualmente, si son hogares con madre cabeza de familia, se alcanzan índices de pobreza extrema del 9,6%, frente a un 7,1% donde la cabeza de familia es hombre5. Todo ello sin mencionar las implicaciones en términos de la magnitud de violencia sexual, dificultades en el acceso a la justicia, altos niveles de impunidad, reclutamiento de jóvenes esclavizadas sexualmente etc.6 que afrontan las mujeres en el marco del conflicto y que las sumergen aún más en las dinámicas de desigualdad estructural y exclusión social.

 

Las enormes falencias existentes en Colombia en materia de género, que son empeoradas por una situación de conflicto político y social latente, son resultado de la ausencia de una voluntad política clara orientada a la reducción de las desigualdades. El camino de retroceso que iniciaron ya varios liderazgos neoconservadores en la región (en espacial Macri y Temer), reflejan un desbalance que, sin lugar a duda, supondrá un escalonamiento del conflicto social y en particular una reducción de los derechos y alcances de las mujeres en la pasada década.

 

Ava Gómez (@Ava_GD) y Bárbara Ester (@barbaraestereo) / Investigadoras CELAG

 

Fuente: http://www.celag.org/usted-pregunta-por-que-este-8m-nosotrasparamos/

 

 

https://www.alainet.org/fr/node/183919?language=en
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