Identidad campesina
- Opinión
Crónica desde la VII Conferencia Internacional de La Vía Campesina
Fue en 1993, cuando 46 personas cargadas de intuiciones decidieron poner en marcha una audaz propuesta. No sabían que los temas que entonces les preocupaban y que estaban decididas a enfrentar son, casi 25 años después, los asuntos claves para los movimientos sociales de hoy. El libre comercio en el campo de la alimentación avanzaba empujado desde la Organización Mundial del Comercio y contra ella se enfrentaron durante muchos años, de una forma más que decidida. Las mismas intenciones de liberalización las tenemos actualmente muy presentes en todos los tratados bilaterales conocidos y por conocer (TTIP, TLCAN, CETA, etc.). La llamada revolución verde, que campaba a sus anchas y solo recibía vítores y aplausos, también estuvo en su punto de mira. A contracorriente denunciaron, con argumentos y experiencias, cómo representaba el principio del fin de una agricultura campesina integrada respetuosamente en los ciclos de la naturaleza. A ese supuesto avance que llegaba con las semillas híbridas y transgénicas, los pesticidas y los fertilizantes de síntesis, lo calificaron como un peligro que hoy –se sabe– es pura aniquilación y envenenamiento de la vida. A la vez, advertían que solo serviría para entregar en bandeja de plata la agricultura y la alimentación a las multinacionales, como así ha sido. Es de todas sabido, que la sospecha de aquel grupo de campesinos y campesinas llegados de muchos lugares del mundo a Mons, Bélgica, se ha hecho cierta pues son muy pocas empresas las que poseen la casi totalidad del sector que da de comer al mundo.
Su pensamiento se redactaba en primera persona. Eran ellas y ellos quienes, arrastradas por las corrientes neoliberales, perdían sus formas de vida en el campo y no tenían otra opción que migrar a las ciudades en busca de posibles soluciones.
¿Cómo pudieron anticiparse? ¿Por qué desde el primer minuto de la creación de La Vía Campesina, sus gritos eran tan certeros? Porque su pensamiento se redactaba en primera persona. Eran ellas y ellos quienes, arrastradas por las corrientes neoliberales, perdían sus formas de vida en el campo y no tenían otra opción que migrar a las ciudades en busca de posibles soluciones. Como sigue ocurriendo en nuestros días, donde la indiscutible crisis global que vivimos tiene forma de patera repleta de seres humanos, mayoritariamente campesinos y campesinas, balanceándose en el mar.
Ayer, 19 de julio de 2017, en la inauguración de la VII Conferencia Internacional de La Vía Campesina en el País Vasco, varias de estas 46 personas estaban participando del evento, mezcladas entre los más de 800 delegados y delegadas que representan a los 200 millones de familias que hoy conforman La Vía Campesina. Como explicó Paul Nicholson, uno de los fundadores, la creación de este movimiento tenía y tiene la vocación fundamental de agrupar la voz campesina. Es justo reconocer –y las cifras lo corroboran– que dicho objetivo se ha conseguido de forma clara y rotunda.
Tan sorprendente me parece que no puedo dejar de preguntarme el secreto o la clave que ha permitido este proceso inaudito de confluencia internacional. Ayer, disfrutando del acto de inauguración de la conferencia, sentado junto a las personas amigas de La Vía Campesina, como así se nos llama a quienes tenemos alianzas y proyectos con este movimiento, pienso que nos ofrecieron la respuesta.
Como muchas veces hemos escuchado a las mujeres magrebíes, las mujeres vascas en el escenario, con un alarido gutural, cierran la ceremonia. Sin decirlo, pero se entiende, lo han dicho.
Cuatro manos manejan sendos palos de madera y los dejan caer sobre tablas sostenidas horizontalmente. Cada golpe es una nota que conforma, como salida del bosque, una sinfonía. Con esos retumbos en el aire, un bailarín danza con sutiles saltos dejando, como si fuera árbol, su cuerpo rígido como un tronco. En escena, aparecen los sabios y sabias del lugar, como chamanes listos para trasmitir un mensaje. Se agrupan y lo hacen con un canto coral. Cuando se retiran, después de hablarnos de libertad y amor, por el final de la sala vemos llegar sobre una caja de madera sostenida por cuatro hombres, otro danzante que intenta guardar el equilibrio cual marino en su barca. Representa a la gente de la costa del pueblo vasco. Diez o doce cuerpos, que en ofrenda a las ovejas lachas propias de esta zona, van cubiertos de su lana y cargan en la espalda con dos grandes cencerros que los hacen repicar al unísono. Desde lo que fue el cuerno de una vaca, salen aullidos de aviso, para demandar la atención. Así es, en la pantalla de la sala aparecen retratos de quienes ahora son espíritus de esta comunidad. A una de ellas se le aplaude con una ternura inexplicable, es Berta Cáceres. Finalmente, como muchas veces hemos escuchado a las mujeres magrebíes, las mujeres vascas en el escenario, con un alarido gutural, cierran la ceremonia. Sin decirlo, pero se entiende, lo han dicho. Con las palabras de la música y la danza, con el lenguaje de sus ropas y sus adornos, con los gestos de las azadas y los bastones, han mostrado su identidad baserritarra, que así se llaman en este territorio los campesinos y campesinas.
Y toda la sala, esas otras 800 personas venidas de todo el mundo, se han reconocido, como diría Atahualpa Yupanqui, «por el lejano mirar».
Publicado en el periódico La Jornada, de México 20/7/2017
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