Poder permanente y poder temporal en América Latina: un debate pendiente
- Análisis
Introducción
En medio de la vorágine de dos convulsos procesos universales de gran envergadura y signo negativo, entre las décadas de 1980 y 1990 la izquierda latinoamericana tuvo que refundarse para sobrevivir en un mundo en cambio. Uno de esos cambios fue el agravamiento de la crisis sistémica del capitalismo provocado por el agotamiento de la capacidad de reproducción expansiva del capital, que intensificó la concentración de la riqueza y la exclusión social, legitimada y guiada por la doctrina neoliberal. El otro fue la crisis terminal del llamado socialismo real, que desembocó en la implosión del bloque europeo oriental de posguerra, incluido su núcleo fundamental, la Unión Soviética, entre cuyas consecuencias resaltan el cambio en la correlación mundial de fuerzas a favor del imperialismo, en especial, del imperialismo norteamericano, y el descrédito en que en un primer momento quedaron sumidas las ideas de la revolución y el socialismo.
Mientras los países socialistas de Europa se desmoronaban, la Revolución Cubana resistía el recrudecimiento del bloqueo y el aislamiento imperialista, y las organizaciones revolucionarias político‑militares latinoamericanas de los años sesenta, setenta y principios de los ochenta desaparecían o negociaban acuerdos de paz y se transformaban en partidos políticos legales, se abría una nueva etapa de luchas en la que los movimientos sociales populares en contra del neoliberalismo y de toda forma de opresión y discriminación alcanzaban un auge y una efectividad sin precedentes, y surgían nuevos partidos, organizaciones, frentes y coaliciones políticas «multitentencias», en los que convergían líderes, lideresas, activistas, militantes y simpatizantes de organizaciones sindicales, campesinas, femeninas y de otros sectores populares, partidos progresistas y democráticos, organizaciones marxistas de corrientes políticas e ideológicas divergentes que hasta ese momento se habían excluido entre sí, movimientos político‑militares también diversos, y mujeres y hombres del pueblo en general.
De manera aparentemente paradójica, en momentos en que se enseñoreaba la tesis del fin de la historia, las nuevas fuerzas progresistas y de izquierda de América Latina ocuparon espacios hasta entonces vedados o en extremo restringidos en gobiernos locales y legislaturas nacionales, y desde finales de esa última década, sus candidatos y candidatas fueron electos, y en la mayoría de los casos varias veces reelectos, a la presidencia en Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Honduras y Paraguay. Esta paradoja aparente es el resultado de al menos cuatro factores: el acumulado histórico de las luchas populares, en especial, durante la etapa histórica abierta por el triunfo de la Revolución Cubana; el rechazo a los métodos represivos de dominación tradicionalmente utilizados en la región, en particular, por los Estados de seguridad nacional de las décadas de 1960 a 1980; el auge de las luchas populares contra el neoliberalismo, que tributa a la organización y la lucha política electoral; y el voto de castigo de amplios sectores sociales contra los gobiernos y las fuerzas políticas neoliberales.
Debido al devastador impacto político e ideológico de la caída del «socialismo real» y a la política del imperialismo y las oligarquías latinoamericanas destinada a evitar que fuerzas revolucionarias ocuparan espacios en los poderes e instituciones del Estado, y a cooptar a quienes abandonaban la lucha por la emancipación, los órganos de dirección y la capacidad decisoria de las fuerzas progresistas y de izquierda multitentencias nacidas en ese momento, fueron copados por lo que hoy conocemos como «progresismo», por lo general, proveniente de sectores democráticos de los partidos tradicionales, y por lo que podríamos llamar la «nueva socialdemocracia latinoamericana».
Lo esencial de la nueva socialdemocracia latinoamericana no es que esté integrada por partidos miembros de la Internacional Socialista, aunque algunos pertenezcan a ella; tampoco que sean fuerzas políticas que se consideren a sí mismas como socialdemócratas, aunque algunas lo hagan. Ese nuevo vector, agrupamiento o tendencia está compuesto por una amalgama de corrientes políticas e ideológicas que sería imposible caracterizar aquí. Al margen de cualquier elemento organizativo o doctrinario de la socialdemocracia tradicional que pueda estar presente en él, lo esencial es que piensa y actúa de manera muy similar a la socialdemocracia europea de finales del siglo XIX y las primeras seis décadas del XX.
Un elemento básico de su pensamiento es asumir la maniquea concepción de la democracia burguesa como sistema político supuestamente imparcial e incluyente, que en América Latina solo funcionó con relativa estabilidad en Uruguay y Chile, y solo lo hizo mientras el imperialismo las oligarquías de esos dos países no identificaron a la izquierda como una amenaza al sistema, pero tan pronto las percibieron como tales, en ambos implantaron férreas dictaduras. Otro elemento que lo caracteriza es el juego de roles «socialdemócrata» realizado por la dirección de esas fuerzas, que usan a su «ala izquierda» para atraer el voto de los sectores populares en tiempo de campañas electorales, y le entrega al «ala derecha» la «joya de la Corona» cuando ocupa el gobierno, es decir, el control del gabinete económico, que sigue funcionando con esquemas neoliberales «moderados».
En el momento en que se produjo la refundación de la izquierda latinoamericana, se llegó a hablar de una supuesta ruptura epistemológica con la historia anterior de la humanidad, un «borrón y cuenta nueva» con la historia de la dominación y las luchas emancipadoras que les impidiera a las viejas generaciones mantener vivos sus ideales, sus principios y sus objetivos políticos, económicos y sociales, y a las nuevas generaciones conocer y comprender de dónde vienen y decidir con fundamento hacia dónde quieren ir. Se daba por sentado que ya no había clases sociales, ni contradicciones antagónicas, ni ideologías, ni necesidad de organización política popular, más allá de los partidos como pragmáticos aparatos electorales. Se acuñó el término «democracia sin apellidos», sistema político y electoral pretendidamente imparcial e impoluto, que no estaría sometido a la presión y la injerencia de los centros de poder imperialista, ni a la acción de los defensores de los intereses de las oligarquías criollas incrustados en los poderes del Estado y organizados en poderes fácticos. Los opresores de antaño reconocerían civilizadamente sus derrotas electorales y, con igual civismo, les permitirían gobernar a las fuerzas progresistas y de izquierda, frente a las cuales se limitarían a realizar la comedida función opositora característica de la alternancia entre partidos del sistema. El triunfo electoral sería, supuestamente, el «acceso al poder», es decir, una híper simplificación y equiparación absurda de los conceptos gobierno y poder.
De ahí parte la sorpresa e incomprensión que incluso hoy, después de haber sido expulsadas del gobierno o estar en riesgo de serlo —sin haberlo visto venir, ni saber, a ciencia cierta, cómo evitarlo y revertirlo—, y de haber sido criminalizadas y judicializadas, o de estar a punto se serlo, siguen manifestando el progresismo y la nueva socialdemocracia latinoamericana, y también de ahí que la mayor parte de los análisis y reflexiones publicados al respecto, se limiten a denunciar las manipulaciones, transgresiones y violaciones que la derecha hace contra los gobiernos y las fuerzas progresistas y de izquierda, y poco o nada se mencionen las deficiencias y errores de estas últimas que contribuyeron torcer la correlación regional de fuerzas en su contra. No es que los elementos reales de la situación política de la región fueran ignorados por todas y todos los dirigentes, cuadros y militantes de estas organizaciones, sino que sus liderazgos desconocieron, negaron o subestimaron la crecientemente deteriorada correlación de fuerzas sociales y políticas, la cual debieron haber reconocido, enfrentado y revertido cuando tenían mayores y mejores posibilidades de hacerlo, en lugar de acorralarse haciendo más concesiones al capital, que nunca cesó de intentar expulsarlos de los espacios por ellos democráticamente conquistados, y de divorciarse más de sus base sociales y de los electores que en comicios anteriores les dieron su voto, no porque compartiesen sus ideas, sino como castigo a la derecha neoliberal. De esa manera, perdieron el voto fluctuante no comprometido de amplios sectores sociales, y fomentaron la abstención de castigo de sus propias bases sociales.
Nada más lejos de la intención de estas líneas que dibujar una grosera caricatura monolítica de los gobiernos y las fuerzas progresistas y de izquierda de América Latina. En cada país, la lucha de esas fuerzas se desarrolla en condiciones singulares. Pero, en sentido general, pueden hacerse cuatro agrupamientos sobre la base de similitudes y diferencias:
En Venezuela y Bolivia, la izquierda estableció su control sobre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, y en Ecuador, sobre los poderes ejecutivo y legislativo, en virtud de la ruptura o debilitamiento extremo de la institucionalidad neoliberal, factor que les permitió hacer cambios políticos inmediatos y radicales dentro del sistema social capitalista y del sistema político de democracia burguesa, a través de la adopción de nuevas Constituciones. Los procesos políticos de estos países tienen en común que el liderazgo personal de Chávez, Evo y Correa fue el elemento dominante en torno al que se construyeron y actuaron sus respectivas fuerzas políticas, y que entre sus prioridades resaltan la recuperación de los recursos naturales, y sus políticas democratizadoras, de redistribución de riqueza y desarrollo social.
En Nicaragua y El Salvador el elemento común consiste en que las fuerzas de izquierda gobernantes eran movimientos revolucionarios político‑militares devenidos partidos políticos legales. En Nicaragua, el Frente Sandinista de Liberación Nacional conquistó el poder político mediante una guerra revolucionaria, y años después fue desplazado de él por la agresión indirecta del imperialismo norteamericano, pero logró conservar el control de una parte de las instituciones del Estado y una correlación social y política de fuerzas gracias a lo cual dieciséis años después ha logrado ganar tres elecciones presidenciales consecutivas, y recuperado el control de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. En El Salvador, tras doce años de guerra revolucionaria, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional obligó al imperialismo norteamericano y la oligarquía salvadoreña a firmar unos acuerdos de Paz, en virtud de los cuales por primera vez en la historia nacional se abrieron espacios democráticos, en los que esa organización político‑militar se transformó en partido político legal y devino la segunda fuerza política del país, hasta que en 2009 y 2014 logró ocupar el poder ejecutivo.
En Brasil, el Partido de los Trabajadores se convirtió en el núcleo de la coalición que ejerció el gobierno, y en Uruguay el Frente Amplio estableció su control sobre los poderes ejecutivo y legislativo del Estado, en ambos casos, debido al auge de las luchas sociales y populares, combinado con el voto de castigo de amplios sectores sociales contra los gobiernos neoliberales que les antecedieron. A diferencia de Venezuela, Bolivia y Ecuador (donde existían crisis políticas), en Brasil y Uruguay el debilitamiento institucional no era suficiente para permitir la realización de cambios políticos radicales, y tampoco existe, dentro de sus respectivas fuerzas progresistas y de izquierda multitendencias, la correlación necesaria para emprenderlos. Si bien los liderazgos personales, en especial el de Luiz Inácio Lula da Silva y en menor medida el de Tabaré Vásquez, jugaron importantes papeles en sus triunfos electorales, en ambos casos hubo una mayor correspondencia entre el liderazgo personal, y la fortaleza y madurez de esas fuerzas políticas, que en Venezuela, Bolivia y Ecuador.
En Argentina, Honduras y Paraguay, debido a la debilidad y atomización de las fuerzas políticas progresistas y de izquierda, las coaliciones que ocuparon el poder ejecutivo en Argentina y Honduras fueron lideraras por figuras democráticas provenientes de partidos tradicionales, Néstor Kirchner y Cristina Fernández en Argentina y Manuel Zelaya Honduras, y una figura proveniente de la Iglesia Católica, Fernando Lugo, en Paraguay.
El rol dominante que ejercen el progresismo y la nueva socialdemocracia latinoamericana se aprecia con mayor nitidez en los partidos, organizaciones, frentes y coaliciones políticas «multitentencias» que ejercieron o aún ejercen el gobierno en Argentina, Brasil, Uruguay. Pero eso no significa que sea un fenómeno circunscrito a esos tres países de América del Sur. Por el contario, es un fenómeno manifiesto en toda América Latina:
por una parte, está presente, en mayor o menor medida, en toda fuerza progresista y de izquierda que ejerce o ha ejercido el gobierno, aunque su liderazgo principal y su rumbo estratégico se orienten a la transformación social revolucionaria, pues son fuerzas plurales que incluyen a dirigentes, cuadros, militantes y corrientes internas partidarias del progresismo y/o de la nueva socialdemocracia
por la otra, monopoliza la dirección de numerosos partidos, organizaciones, frentes y coaliciones que no son objeto de análisis en este ensayo porque no ocupan, ni han ocupado el gobierno
En cuanto a Honduras y Paraguay, en la primera predominó el elemento del candidato presidencial de un partido tradicional que «se dio vuelta», y en el segundo, se trató de una figura de la Iglesia cuyas posibilidades electorales lo convirtieron el punto de convergencia de fuerzas burguesas y populares que buscaban quebrar el monopolio del poder ejercido por el Partido Colorado, sin que en uno u otro caso hubiese fuerzas progresistas y de izquierda fuertes, bien organizadas y maduras.
En el complejo escenario reseñado en las páginas anteriores, con intenso fulgor brilló la labor política, ideológica y pedagógica del principal líder histórico del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, Schafik Jorge Hándal, quien como he dicho en muchas ocasiones y seguiré diciendo, en mi opinión, fue el intelectual y dirigente político revolucionario que mejor comprendió y explicó el impacto que en la izquierda latinoamericana tendría el efecto combinado de la globalización neoliberal y el derrumbe de la URSS, y formuló valiosas consideraciones y recomendaciones organizativas, políticas e ideológicas para la refundación revolucionaria del FMLN y la izquierda latinoamericana en general. En su natal El Salvador, junto a otras compañeras y compañeros, Schafik lideró la batalla política e ideológica, y encabezó el trabajo educativo para que el FMLN no se convirtiera en una más de las fuerzas políticas de la nueva socialdemocracia latinoamericana, ni en un partido dogmático que repitiera los errores del Partido Comunista de la Unión Soviética y otros que copiaron su modelo.
Quienes estudiamos, compartimos y continuamos aplicando y desarrollando las ideas de Schafik, no nos sorprendemos del cambio en la correlación social y política de fuerzas ocurrido en los últimos años en detrimento de los gobiernos y partidos progresistas y de izquierda de América Latina. Las líneas que a continuación siguen están dedicadas a exponer, en forma sintética, algunos elementos de caracterización del poder en la sociedad capitalista y sus correspondientes consideraciones sobre la lucha por la conquista o la construcción de un poder socialista, temas a los que Schafik dedicó gran atención, entre ellos la interrelación entre poder permanente y poder temporal, con la esperanza de que esto facilite una mejor comprensión del porqué de los cambios ocurridos en la correlación de fuerzas en detrimento del progresismo y la izquierda latinoamericanos, y contribuya a darle el necesario vuelco a esa situación.
El problema del poder
Desde la irrupción del marxismo en el entonces incipiente pensamiento socialista, ocurrido con la publicación, en 1848, del Manifiesto del Partido Comunista, quedó planteada la necesidad de luchar por el poder, en aquel momento solo potencialmente accesible por medio de una revolución que rompiera de manera tajante con el sistema de dominación del capital. Con el salto el desarrollo económico y social dado por las principales potencias capitalistas en virtud de la Segunda Revolución Industrial, a partir de la década de 1860 comienza a entretejerse en ellas la democracia burguesa, impulsada por la interacción de dos factores:
uno es la posibilidad y necesidad que tiene la burguesía de sustituir la dominación violenta, históricamente ejercida por el capitalismo, por la hegemonía burguesa, proceso cultural mediante el cual las clases dominadas asumen como propios los valores y la ideología de la clase dominante. Marx dijo que «el capital nace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies», y esa violencia ya no se correspondía con los avances del sistema de producción capitalista en sus puntos de máximo desarrollo, aunque sí se continuara empleando en el resto del mundo, en particular, en el mundo colonial y neocolonial, cuya despiadada explotación sustenta la «democratización» de Europa Occidental y Norteamérica
el otro es la lucha de los movimientos obrero, socialista y femenino, los cuales le arrancan a la burguesía concesiones políticas y sociales que esa clase dominante no estaba dispuesta hacer por su propia iniciativa. Hitos es este proceso fueron la ampliación del derecho al voto —primero a todos los hombres y después a las mujeres— la legalización de partidos socialistas que se inicia en Alemania en la década de 1880
La democracia burguesa introduce cambios fundamentales en la naturaleza, la ubicación y el ejercicio del poder, que en el feudalismo era detentado por la Corona sobre la base de la correlación de fuerzas entre el rey o la reina y los señores feudales con los que intercambiaba privilegios por servicios, y que en etapas previas del capitalismo era ejercido por la Corona sobre la base de negociaciones con la naciente burguesía con la cual intercambiaba concesiones por préstamos.
En el nuevo estadio del desarrollo económico y político del sistema capitalista, el poder se desdobla en «poder permanente» y «poder temporal»:
El poder permanente ya no lo ejerce una persona; es la síntesis de una compleja, contradictoria y dinámica interacción y lucha entre grupos de la clase dominante que pugnan por imponer su hegemonía, al tiempo que comparten el interés vital de garantizar la reproducción permanente del sistema social imperante. Como resultado de la siempre creciente concentración del capital, el poder permanente deja de ser nacional y deviene transnacional, cambio cualitativo identificable en la década de 1970, a partir de la cual el sujeto rector del poder permanente es la oligarquía financiera transnacional, compuesta por las oligarquías de los Estados Unidos, la Unión Europea y Japón, en ese orden, a la que se subordinan las clases dominantes de cada país
El poder temporal es el ejercido por la fuerza política que, en cada nación, ocupa el Poder Ejecutivo del Estado, es decir, el gobierno, durante un período determinado, sujeto a alternancia o continuidad mediante elecciones periódicas, según lo establecido en la Constitución y las leyes
La democracia burguesa se caracteriza por la división y búsqueda de un equilibro entre los poderes del Estado, a saber, el poder ejecutivo, el poder legislativo y el poder judicial, entramado institucional concebido para forzar y canalizar la solución de contradicciones y promover la creación de consensos, en primer término, entre los grupos de poder políticos y económicos de la clase dominante y, en segundo lugar, entre las clases y sectores sociales dominantes y dominados.
Cada nación es un escenario de la interacción entre poder permanente y el poder temporal. Función esencial de la democracia burguesa y su división de poderes, es hacer que el poder temporal se ejerza en correspondencia con los dictados del poder permanente. En esta misma dirección operan poderes fácticos de primera importancia, como el militar, el económico y el mediático. De ello se deriva que la fuerza política que ocupe el gobierno ejerce el poder temporal con mayor discrecionalidad en la medida en que cuente con una mejor correlación de fuerzas en la legislatura y los tribunales, y reciba un mayor apoyo de los poderes fácticos.
La democracia burguesa es una de las formas de dominación y subordinación ejercidas de clase por la burguesía. Es el tipo de democracia que se corresponde con la sociedad capitalista, pero no en todas las naciones capitalistas hay democracia burguesa: en muchas imperan otras formas de dominación y subordinación, entre ellas, la dictadura, el autoritarismo e incluso la monarquía absoluta.
El sistema político democrático burgués es democracia para los grupos económicos y políticos más poderosos de la clase dominante —los únicos que compiten entre sí en condiciones de «igualdad»—, y es dominación y subordinación para el resto de la sociedad. Su basamento es el sistema de partidos políticos cuyos candidatos y candidatas asumen (en realidad se apropian de) la representación ciudadana en los poderes del Estado mediante elecciones. Sin menoscabo de esa definición, en los países donde los postulados de la democracia burguesa se llevan realmente a la práctica —en función de garantizar la reproducción de la hegemonía de la clase dominante—, dicho sistema político incluye la participación y representación de las clases dominadas, por lo que constituye un espacio de lucha social y política en que los sectores populares pueden arrancarle concesiones a la burguesía y hasta ocupar espacios en el Estado.
La modalidad de democracia burguesa imperante en la actual etapa de descomposición del sistema capitalista universal, que lo compulsa a blindar al Estado para eliminar la redistribución de riqueza y la asimilación de demandas sociales, es la «democracia neoliberal», que mantiene los elementos formales de la democracia burguesa tradicional pero busca restringir la alternancia en el gobierno solo entre partidos y candidatos neoliberales. Por supuesto que este concepto encierra un contrasentido porque la democracia y el neoliberalismo son antitéticos. Pero si partimos de la premisa marxista de que la democracia es una forma de dominación y subordinación social, el concepto queda claro, pues el neoliberalismo es la doctrina que en la actualidad legitima y guía esa dominación y subordinación. En última instancia, no solo el neoliberalismo es antitético con la verdadera democracia: también lo son el liberalismo y cualquier otra escuela de pensamiento que defienda los intereses del capital.
Los cambios, la ubicación y el ejercicio del poder, y sus consecuencias
Los cambios en la naturaleza, la ubicación y el ejercicio del poder complejizan el terreno de las luchas populares. Si en la década de 1840 el tema del poder no admitía discusión, pues quien se lo propusiera solo podía hacerlo por medio de una revolución con ruptura tajante con el sistema capitalista, la apertura de espacios de lucha política ocurridos a partir de la década de 1860 abre un abanico de posibilidades en virtud del cual en el movimiento obrero y socialista proliferan los debates y choques por discrepancias sobre programa, objetivos, estrategias y tácticas de lucha.
En la propia década de 1860 ocurre una primera bifurcación en el movimiento obrero y socialista, entre las corrientes anarquistas, que rechazan al Estado y toda forma de organización y lucha política, y las corrientes socialistas, que incursionan en el nuevo campo de batalla.
En la década de 1980, el desarrollo alcanzado por la democracia burguesa y la legalización del Partido Socialdemócrata Alemán, que ocupó el liderazgo del movimiento socialista mundial desde la derrota de la Comuna de París, en 1871, se desata una segunda polarización, en este caso dentro del movimiento socialista, entre las fuerzas que deciden aprovechar los espacios de lucha social y política para arrancarle concesiones inmediatas a la burguesía (los fabianos y los laboristas ingleses, los posibilistas franceses y los revisionistas alemanes), tendencia que prolifera más en los países europeos occidentales donde funciona la democracia burguesa y, por tanto, existen espacios de lucha social y política legal, y que es más rechazada en los países europeos orientales, en especial, en Rusia, sometidos a poderes dictatoriales que proscribían y reprimían toda forma de lucha popular, en los cuales predomina la concepción marxista de no buscar reformas de corto plazo dentro del capitalismo, sino apostarlo todo a la revolución social. Esa contradicción provoca el choque entre los partidarios de la reforma y los partidarios de la revolución en la II Internacional en la década de 1890, que desemboca en la ruptura total entre socialdemocracia y comunismo, ocurrida a raíz del estallido de la I Guerra Mundial, en 1914, que se agudiza al extremo con el triunfo de la Revolución Bolchevique, en 1917, primera experiencia universal de conquista del poder político y el inicio de una (luego frustrada) transición socialista hacia el comunismo. Es importante hacer tres observaciones sobre esta ruptura:
Dentro de la socialdemocracia no solo quedaron las corrientes ideológicas cuyo objetivo siempre fue la reforma del capitalismo, sino también las de origen marxista, cuya meta inicial había sido la revolución mediante rupturas parciales sucesivas con el capitalismo, es decir, partidarias de un enfoque gradual de la lucha por el poder que, junto a los reformistas declarados, devinieron enemigos irreconciliables de la revolución mediante la ruptura tajante con el capitalismo realizada por el Partido Bolchevique en Rusia. En la medida en que ocuparon espacios institucionales dentro de la democracia burguesa, las corrientes socialdemócratas de origen marxista fueron asimiladas por el capitalismo
Factores decisivos en la ampliación de la democracia burguesa y el desarrollo del llamado Estado de Bienestar, aprovechado por la socialdemocracia para impulsar una reforma progresista, fueron el triunfo de la Revolución Bolchevique, en 1917, y la formación del campo socialista, a partir de 1945, que obligan al capitalismo a dotarse de un supuesto rostro humano como componente de la Guerra Fría. Más no era un rostro, sino una careta, de la cual comenzó a despojarse a raíz de la agudización de la crisis sistémica iniciada en la década de 1970, y terminó de hacerlo tan pronto como el derrumbe de la URSS y el bloque europeo oriental de posguerra hicieron innecesaria la mascarada democrática y redistributiva. A partir de ese momento, la socialdemocracia, que había nacido en diametral oposición al liberalismo burgués, asume como propia la modalidad más antidemocrática y excluyente de liberalismo hasta hoy conocida: el neoliberalismo
De lo anterior se deriva que la revolución mediante rupturas parciales sucesivas con el capitalismo, en la que en los últimos años se ha venido avanzando en Venezuela y Bolivia, y que es el objetivo estratégico de las fuerzas revolucionarias latinoamericanas en la actualidad, cuenta con un antecedente histórico que debe ser estudiado para extraer de él enseñanzas positivas y negativas, al igual que se han estudiado y se seguirán estudiando las enseñanzas positivas y negativas de la desaparecida Unión Soviética
Las enseñanzas de la Unión Soviética son importantes porque se trata de la primera y más importante revolución por ruptura tajante con el sistema capitalista, que tras poco más de siete décadas de existencia desembocó en una restauración de ese sistema social
Las enseñanzas de las corrientes socialdemócratas de origen marxista son importantes porque originalmente se propusieron hacer una revolución mediante rupturas parciales sucesivas con el capitalismo, tipo de revolución que hasta el momento existe solo como hipótesis, pues nunca ha sido demostrada en la práctica. Esta hipótesis se está tratando de demostrar en Venezuela y Bolivia, a cuyos procesos de transformación social deseamos los mayores y mejores éxitos, y otras fuerzas revolucionarias de la región se proponen transitar esa senda, pero aún no hay resultados concluyentes que la avalen
En el caso del llamado socialismo real, caricatura grotesca en la que degeneró el proyecto original de la Revolución de Octubre, no voy a profundizar. No porque carezca de importancia, ni para evadir el tema, sino debido a que esta ponencia se inspira en el pensamiento de Schafik Hándal, y sus análisis y reflexiones sobre la burocratización antidemocrática del sistema soviético y los factores que impidieron el desarrollo pleno de las fuerzas productivas en la URSS, son conocidos y yo los comparto.
Poder permanente y poder temporal en América Latina
En América Latina no hubo condiciones para el desarrollo de una corriente reformista similar a la socialdemocracia europea, y la lucha armada que desembocó en el triunfo de la Revolución Cubana no tuvo el mismo desenlace en el resto de la región. Hubo reforma progresista en los países donde se aplicaron proyectos nacional desarrollistas, entre los cuales resaltan México, Argentina y Brasil, y en las naciones donde, con carácter excepcional, funcionó la democracia burguesa, que son Chile y Uruguay, pero ninguno de esos dos tipos de reforma derivó en un proceso de rupturas parciales sucesivas con el capitalismo. No era ese el rumbo de las burguesías nacional desarrollistas en México, Argentina o Brasil, y en Uruguay y Chile se produjeron golpes de Estado cuando el imperialismo y las oligarquías nacionales sintieron amenazado su monopolio del poder político.
La revolución por ruptura tajante con el sistema político imperante triunfó en Cuba en 1959, y en Granada y Nicaragua en 1979. Solo en Cuba fue también una ruptura con el sistema social capitalista, y solo en ella el poder revolucionario se mantiene intacto. En Granada, el Movimiento de la Nueva Joya lo perdió en 1983 por pugnas internas que sirvieron de pretexto a una invasión militar estadounidense, y en Nicaragua, el Frente Sandinista de Liberación Nacional fue desplazado de él en 1990 por una guerra imperialista canalizada a través de fuerzas contrarrevolucionarias, pero logró mantener el control de parte de las instituciones del Estado, lo cual le facilitó, dieciséis años después, triunfar en tres elecciones presidenciales consecutivas. En otras naciones hubo, en unos casos derrotas, y en otros soluciones negociadas que abrieron espacios a las fuerzas populares para participar en la lucha política legal.
Ya se mencionaron en la introducción de esta ponencia los factores por los cuales, a criterio de este autor, entre finales de la década de 1980 e inicios de la de 1990, en América Latina se inicia una secuencia creciente de triunfos electorales de las fuerzas políticas progresistas y de izquierda, incluida la ocupación del poder ejecutivo del Estado en varios países. En el tiempo transcurrido desde la primera de esas victorias, la cosechada por Hugo Chávez el 6 de diciembre de 1998, constatamos que los tres primeros factores mencionados, a saber, el acumulado de las luchas populares, el rechazo a los métodos represivos de dominación, el auge de las luchas populares contra el neoliberalismo, se debilitan y desvanecen a menos que ello se evite o se contrarreste con un sistemático y adecuado trabajo político e ideológico, y que el cuarto factor, el voto de castigo contra los neoliberales de amplios sectores sociales, se vuelve contra las fuerzas progresistas y de izquierda, entre otros motivos, por la camisa de fuerza que el poder permanente les impone, y por sus deficiencias y errores propios.
Es bien conocida la idea de Schafik de que el objetivo de una fuerza revolucionaria que entra al gobierno es cambiar al sistema, y no que el sistema la cambie a ella. Pero, para cumplir ese objetivo lo primero es comprender las dificultades que enfrentamos, entre ellas:
La democracia burguesa no está hecha para que la izquierda ocupe y ejerza el gobierno, mucho menos para que cambie el gobierno desde el sistema, y menos aún para que rompa con el sistema y construya otro que lo supere históricamente. Con otras palabras, está concebida para hacer imposible lo que Schafik nos orientó, por lo que la izquierda debe estar consciente de que es una batalla que es preciso librar a contracorriente
La erosión ideológica y/o la cooptación de dirigentes, funcionarios y militantes de izquierda, ya sea por la frustración y la resignación que anida en ellos debido a la resistencia del sistema a los cambios que creyeron poder hacer sin tantos obstáculos, o por la asimilación de los valores del sistema y acomodamiento a sueldos y beneficios, o por la combinación de ambos factores
La insuficiente correlación de fuerzas propias para realizar las reformas progresistas o las transformaciones revolucionarias planteadas, que obliga a hacer alianzas con fuerzas de centroizquierda, centro e, incluso, de la derecha «moderada»
El carácter heterogéneo de la fuerza progresista y de izquierda que ejerce el gobierno, y la asignación de puestos en los poderes del Estado y sus dependencias a aliados e incluso a cuadros propios que no apoyan el programa de reforma progresista o transformación revolucionaria
Consideraciones finales
Los dos formidables retos que enfrenta la izquierda latinoamericana son: evitar ser expulsada del sistema y evitar ser asimilada por el sistema, lo cual nos lleva a preguntarnos:
¿Podrá la izquierda latinoamericana enfrentar con éxito estos dos retos?
¿Podrá evitar ser asimilada por el sistema como lo fue la socialdemocracia a lo largo del siglo XX?
¿Podrá concluir con éxito el proceso de rupturas parciales sucesivas con el capitalismo que la socialdemocracia de origen marxistas abandonó?
El hecho de que se distancie, critique e incluso condene las aberraciones cometidas en la URSS y otros países en nombre del marxismo y el socialismo, no debe conducir a la izquierda latinoamericana a rechazar el análisis crítico del capitalismo, ni a renunciar al socialismo como utopía realizable.
En igual sentido, el hecho de que las luchas populares se desarrollen dentro del sistema de democracia burguesa, y que en el futuro previsible no se oteen las condiciones para una ruptura tajante con ese sistema, no debe llevar a la izquierda a asumir como cierto el discurso legitimador de «gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo», ni el supuesto respeto por parte del imperialismo y las oligarquías criollas a la Constitución y las leyes, porque son falsos. Hay pruebas históricas de sobra, y también muy actuales, para demostrar su falsedad. Baste mencionar la tolerancia, primero, con el golpe de Estado ocurrido en Honduras en 2009, y recientemente, con el grosero fraude cometido en ese país contra el bloque opositor democrático y popular. También podría recordarse lo ocurrido en Paraguay y Brasil, y añadirle lo que pasa día a día en todos los países de la región. Comprender esa realidad es requisito indispensable para evitar la adopción de objetivos, programas, estrategias y tácticas que debiliten y hagan vulnerable a la izquierda.
La continuidad y éxito del proceso de reforma progresista o transformación revolucionaria no la garantizan por sí mismos, ni los cambios políticos de envergadura dentro de la democracia burguesa, ni «llenar un expediente de buena conducta» para ganar la «tolerancia» del imperialismo y la oligarquía nacional. La izquierda solo puede abrirse paso en la democracia burguesa en la medida en que logre construir a su favor, mantener e incrementar en forma constante una sólida correlación social y política de fuerzas.
El cambio en la correlación de fuerzas desfavorable a los gobiernos y las organizaciones políticas progresistas y de izquierda ocurrido durante los últimos años, reafirma una verdad conocida, pero por lo general olvidada, subestimada o aceptada solo de palabra: los espacios de poder estatal conquistados por la izquierda son frágiles y efímeros si no se sustentan en la construcción de hegemonía y poder popular. Una cosa es creer que estamos construyendo hegemonía y poder popular desde el gobierno, y otra construirlos de verdad. La hegemonía y el poder popular no se construyen «de arriba para abajo», sino en interacción fluida «de abajo para arriba» y «de arriba para abajo».
Al contrario de lo que muchos creímos, la práctica demuestra que no era más sólido el blindaje contra los embates sistémicos de los procesos de revolución política (Venezuela, Bolivia y Ecuador), que el de los procesos de reforma no rupturista (el resto de los existentes). La resiliencia del poder permanente funciona contra ambos: unos y otros son sujetos potenciales de expulsión de los espacios institucionales que lograron ocupar.
En los casos de Venezuela y Bolivia, la continuación de sus respectivos procesos de transformación social revolucionaria no dependerá solo del imprescindible atrincheramiento en los poderes del Estado que sus respectivas dirigencias están realizando. Aún más imprescindible es resolver de manera real, eficaz y duradera, los errores, deficiencias y vacíos existentes en la construcción de hegemonía y poder popular que dieron a lugar los desfavorables cambios en la correlación de fuerzas ocurridos en esos países.
En Ecuador, tras haber vencido por estrecho margen la acción concertada de las fuerzas oligárquicas que buscaban impedir la elección del candidato presidencial de Alianza País, Lenín Moreno, se produjo la ruptura entre la corriente encabezada por el nuevo mandatario, a la que las autoridades electorales adjudicaron la conservación de la identidad de Alianza País, y la liderada por el expresidente Rafael Correa, que fundó el Movimiento de la Revolución Ciudadana. Con independencia de las consideraciones que puedan hacerse sobre los motivos de esa ruptura, ella ratifica el principio de que, llámese partido, organización, alianza, movimiento o de cualquier otra forma, la fuerza política progresista o de izquierda que aspire a desarrollar un proyecto reformador o transformador tiene necesariamente que contar con estructura, organización, objetivos y programa que garanticen su unidad, coherencia y continuidad, incluidos los mecanismos para identificar las diferencias, debatirlas, procesarlas de modo oportuno y efectivo, y crear consensos o adoptar decisiones de mayoría y minoría que no pongan en peligro el proyecto.
Hay que denunciar y combatir la desestabilización de espectro completo que el imperialismo y las oligarquías nacionales realizan contra los gobiernos y las fuerzas progresistas y de izquierda, pero ello no basta. Urge una evaluación autocrítica de las fortalezas y debilidades de nuestros proyectos, procesos, gobiernos y fuerzas políticas, no para autoflagelarnos o darle armas al enemigo, sino para potenciar esas fortalezas y erradicar esas debilidades.
La desestabilización de espectro completo nos debilita y destruye más cuando aprovecha nuestras deficiencias y errores, y tenemos mejores condiciones para derrotarla cuando somos rigurosos y eficientes en nuestra labor organizativa, política e ideológica, y nuestra relación con el pueblo es fluida, constructiva e interactiva.
La evaluación autocrítica crucial de toda fuerza de izquierda es: cuánto ha acumulado desde que empezó a ocupar espacios institucionales, cuánto ha dejado de acumular y cuánto ha desacumulado.
La situación es grave. Podemos vencer o ser vencidos. Para vencer, lo primero que necesitamos es tomar conciencia de la gravedad de la situación. Las posturas justificativas y complacientes nos llevan a la derrota. La izquierda solo se autocrítica cuando está en una situación límite, y solo lo hace para salir de esa situación, no con una perspectiva profunda. La interrogante es si seremos capaces de erradicar eso.
Una primera versión de las ideas contenidas en estas páginas fueron expuestas en el IV Seminario Internacional «Vigencia del pensamiento de Schafik en la América Latina del siglo XXI», San Salvador, 26 y 27 de enero de 2018, y luego revisadas y ampliadas para su presentación como ponencia en el XXII Seminario Internacional «Los partidos y una nueva sociedad», Ciudad de México, 8 al 10 de marzo del mismo año.
- Roberto Regalado Álvarez es Licenciado en Periodismo y Doctor en Ciencias Filosóficas, miembro de la Sección de Literatura Histórico‑social, de la Asociación de Escritores de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, y consultor del Instituto Schafik Hándal de El Salvador.
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