Medellín: contexto, significado y memoria

20/04/2018
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A Jon Sobrino

 

Hace 50 años, América Latina vivió uno de los acontecimientos más extraordinarios en su historia reciente, cuando los obispos de la región se reunieron, en 1968, en Medellín, Colombia, para celebrar la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Una crisis económica de envergadura estaba a las puertas, pues el proyecto de Industrialización Sustitutiva de Importaciones mostraba severas limitaciones, socavado por la inflación y la poca competitividad internacional ya vislumbradas en los años cincuenta1. La industrialización se ha revelado como “incompleta o trunca”, es decir, ha dejado “huecos tanto grandes como pequeños en las estructuras industriales de América Latina. Algunos de los vacíos, salvo que hubiera intenciones de cubrirlos a costos muy altos por medio de la fabricación local, tuvieron que ser colmados a base de importaciones conforme a las exigencias de la demanda de dichas estructuras”2. En los años sesenta, la crisis económica agudizó los problemas estructurales de siempre: la pobreza, la exclusión social y la marginalidad golpean a amplios sectores sociales, cuyas demandas ya no pueden ser atendidas por el Estado, sometido al poder de los militares3.

 

Algo importante está sucediendo a mediados de los años sesenta: se han inaugurado, con un golpe de Estado en Brasil, en 1964, las dictaduras militares, que en seguida van haciéndose del poder en distintos países del Cono Sur. No era la primera vez que los militares irrumpían en la vida política latinoamericana; de hecho, desde la época de la anarquía, en la segunda mitad del siglo XIX, hasta los años treinta del siglo XX, los militares tuvieron una presencia política permanente. Sin embargo, su participación directa en el ejercicio del poder político se consideró, por lo general, como algo temporal que, en aras de la legalidad constitucional, tenía que ser los más breve posible4.

 

Lo novedoso en los golpes que se inician a mediados de los años sesenta es que esta vez los militares llegan con la intención de quedarse en el poder por un largo tiempo: el que fuera necesario para sentar sobre nuevas bases la economía, reestructurar el Estado y “librar” a las sociedades de la amenaza comunista. Es decir, “la emergencia de los regímenes autoritarios parece constituir una respuesta a la crisis política de la sociedad y, al mismo tiempo, representa el intento de materialización de un proyecto histórico social... El elemento de crisis política deja en evidencia uno de los rasgos fundamentales de estos regímenes: son ellos de reacción, de contención, contrarrevolucionarios en algunos casos. Frente a la amenaza que se cierne sobre el orden como fruto de la movilización popular acompañada de creciente radicalización ideológica, polarización y, en algunos casos, de crisis de funcionamiento de la sociedad, lo que se busca es poner orden, desmovilizar, ‘normalizar’, ‘apaciguar’. Ello exige la ruptura del régimen político, lo que a su vez requiere de la presencia del actor dotado de la fuerza y, para algunos, de la legitimidad: las FF.AA”5.

 

Los golpes militares –escribió en su momento Guillermo O’Donnel— “se vincularon de manera estrecha con un alto grado de activación política del sector popular, que aparecía como portador de una seria amenaza para la preservación del orden social dado. Por otro lado, en íntima relación con esa amenaza, y con los consiguientes temores de la burguesía y no pocos sectores medios, se desencadenó una crisis económica que puede ser sintetizada mencionando que, en el momento de los golpes de Chile en 1973 y la Argentina en 1976 la inflación superaba las tasas anuales del 500%, parecía inminente la cesación internacional de pagos, la inversión externa había caído drásticamente y los flujos de capitales en el exterior, legales e ilegales, deban salvos masivamente negativos”6.

 

La revolución cubana (1959), y su influencia creciente en sectores significativos de las sociedades latinoamericanas –especialmente, estudiantes universitarios e intelectuales—, sostiene la convicción castrense de que la seguridad nacional está en peligro y de que para salvaguardarla hay que actuar sin contemplaciones de ningún tipo7. El surgimiento de grupos político-militares de izquierda (Tupamaros, Ejército Revolucionario del Pueblo, Movimiento Al Socialismo) y, en 1970, el triunfo electoral de Salvador Allende, en Chile, los convence de que la “amenaza comunista” es algo real y de que, por tanto, en sus manos está la defensa del mundo libre, occidental y cristiano, tal como lo enseña la Doctrina de la Seguridad Nacional8. Así, “la toma de poder por los militares, en Brasil, creó el primero de lo que llegaría a ser toda una serie de regímenes con economía de mercado, no sólo eliminando el gobierno civil sino suprimiendo también a los dirigentes y organizaciones laborales, cerrando todos los canales establecidos de disidencia política y social e invirtiendo radicalmente la política económica nacional”9.

 

El cierre de la década de los sesenta y los inicios de la década siguiente ponen de manifiesto la encrucijada en que se debatirá la región latinoamericana a partir de entonces, y hasta finales de los años ochenta. La violencia política, que tendrá como uno de sus focos a los Estados autoritarios y como otro la violencia revolucionaria de agrupaciones de izquierda, comienza a abrirse paso, sumándose a otras violencias de carácter estructural e institucional. Es este el contexto en el que se realiza la Segunda Conferencia de Obispos en Medellín. En 1968, la represión no se ha desatado abiertamente, y con la fuerza que lo hará después, sobre un movimiento popular –estudiantil, sindical, campesino— que, organizadamente, reclama sus derechos no sólo económicos y sociales, sino también políticos. Hay unas ansias de cambio en amplios sectores sociales que, en esos momentos, se revelan como incontenibles para quienes temen por sus privilegios10. Hay sufrimiento material y exclusiones políticas, pero también hay esperanza.

 

Los obispos latinoamericanos reunidos en Medellín se hacen cargo de esta situación crítica y esperanzada. Mejor preparados que en 1955, no dan la espalda a los retos que les plantea en esos momentos la realidad histórica latinoamericana. Y ello por dos razones, una de carácter interno y otra de carácter externo. Internamente, no sólo el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) ha consolidado sus estructuras, sino que también ha surgido una generación (formada por sacerdotes, religiosas y religiosos) dispuesta a potenciar, inspirada en un pensamiento teológico liberador11, las transformaciones que reclaman los sectores populares latinoamericanos. Externamente, desde Roma, se hace sentir el influjo renovador del Concilio Vaticano II, cuya Constitución Pastoral Gaudium et Spes proclama que el “gozo y la esperanza, las tristezas y angustias del hombre de nuestros días, sobre todo de los pobres y de toda clase de afligidos, son también gozo y esperanza, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo”12.

 

Preocuparse por el gozo y la esperanza, las angustias y tristezas, de los seres humanos, especialmente de los pobres y afligidos, supone preocuparse por las condiciones económicas y sociales en las que estos viven. El Decreto Ad gentes divinitus lo dice con claridad:

 

“trabajen los cristianos y colaboren con todos los demás hombres en la recta ordenación de los asuntos económicos y sociales... Tomen parte, además, en los esfuerzos de aquellos pueblos que luchando con el hambre, la ignorancia y las enfermedades se esfuerzan en conseguir mejores condiciones de vida y en afirmar la paz en el mundo”13.

 

Con los pies bien puestos en la realidad que les toca vivir, los obispos reunidos en Medellín hacen suyos los graves problemas del continente.

 

“América Latina –sostienen— vive bajo el signo trágico del subdesarrollo, que no sólo aparta a nuestros hermanos del goce de los bienes materiales, sino de la misma realización humana. Pese a los esfuerzos que se efectúan se conjugan el hambre y la miseria, las enfermedades de tipo masivo y la mortalidad infantil, tensiones entre las clases sociales, brotes de violencia y escasa participación del pueblo en la gestión del bien común14”.

 

En la misma línea, hacen suya la principal novedad que plantea esa realidad: las ansias de emancipación y de liberación.

 

“Estamos en el umbral de una nueva época histórica de nuestro continente –dicen—, llena de un anhelo de emancipación total, de liberación de toda servidumbre, de maduración personal y de integración colectiva. Percibimos aquí los preanuncios de la gestación de una nueva civilización... No podemos dejar de descubrir, en nuestra voluntad cada día más tenaz y apresurada de transformación, las huellas de la imagen de Dios en el hombre, como un potente dinamismo”15.

 

O dicho de otra forma: “nuestros pueblos aspiran a su liberación y su crecimiento en humanidad, a través de la incorporación y participación de todos en la misma gestión del proceso personalizador”16. Liberarse y crecer en humanidad supone transitar de condiciones de vida menos humanas a condiciones de vida más humanas. Aquí los obispos se remiten a Pablo VI quien, en su Encíclica Populorum progressio, sostuvo que el verdadero desarrollo

 

“es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas. Menos humanas: las carencias materiales de los que están privados del mínimum vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo. Menos humanas: las estructuras opresoras, que provienen del abuso del tener y del abuso del poder, de las explotaciones de los trabajadores... Más humanas: el remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisición de la cultura. Más humanas también: el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza”17.

 

El contexto de América Latina exige de los cristianos “claridad para ver, lucidez para diagnosticar y solidaridad para actuar”18. Con ese espíritu, los obispos dan un paso trascendental: introducen la noción de “signos de nuestros tiempos”, lo cual quiere decir que “las aspiraciones y clamores de América Latina” se interpretan como “signos que revelan la orientación del plan devino operante en el amor redentor de Cristo que funda estas aspiraciones en la conciencia de una solidaridad fraternal”19.

 

Así pues, en Medellín los obispos asumen que la liberación es la aspiración más importante del Pueblo de Dios. Y, de cara a esa aspiración, especifican el aporte que la Iglesia está obligada a ofrecer por fidelidad al plan de Dios en la historia: a) ofrecer una visión integral del hombre y de la humanidad, así como una visión integral del hombre latinoamericano; b) ser solidaria con las responsabilidades que han surgido en esta etapa de transformación de América Latina; y c) alentar los esfuerzos, acelerar las realizaciones, ahondar en el contenido de ellas, penetrar el proceso de cambio con los valores evangélicos20. Ahora bien, como paso previo, la Iglesia latinoamericana debe “purificarse en el espíritu del Evangelio”, “vivir una verdadera pobreza bíblica” para poder, entre otras cosas, “inspirar, alentar y urgir un nuevo orden de justicia, que incorpore a todos los hombres [y mujeres] en la gestión de las propias comunidades”21.

 

En su “Llamamiento final” los obispos reunidos en Medellín dicen lo siguiente:

 

“Llamamos a todos los hombres de buena voluntad para que colaboren en la verdad, la justicia, el amor y la libertad, en esta tarea transformadora de nuestros pueblos, al alba de una nueva era... Queremos también advertir, como un deber de nuestra conciencia... a aquellos que rigen los destinos del orden público. En sus manos está una gestión administrativa, a la vez liberadora de injusticias y conductora de un orden en función del bien común, que llegue a crear el clima de confianza y acción que los hombres latinoamericanos necesiten para el desarrollo pleno de su vida. Por su propia vocación, América Latina intentará su liberación a costa de cualquier sacrificio, no para cerrarse sobre sí misma, sino para abrirse a la unión con el resto del mundo, dando y recibiendo en espíritu de solidaridad”22.

 

Quizás el mayor significado de Medellín estriba en haber vinculado a la Iglesia con los procesos de liberación que marcaban a América Latina en aquellos momentos y que, en las dos décadas siguientes, dieron pie a un espiral de violencia estatal y paramilitar que golpeó con dureza no sólo a laicos, sino a miembros de la Iglesia. Esa Iglesia que vivió la persecución, la tortura y el asesinato, vividos por campesinos, obreros, estudiantes y profesionales, supo leer los “signos de los tiempos” y supo ser una Iglesia de los pobres. Transcurridos cinco décadas desde aquellos tiempos memorables, muchas cosas han cambiado en la Iglesia y en la realidad latinoamericana. El olvido y la desmemoria son la peor amenaza que se cierne sobre lo realizado por quienes aportaron compromiso y sacrificio en el pasado reciente de nuestras sociedades. Esta etapa de la Iglesia latinoamericana –sin la cual no se entiende la vida, obra y muerte del beato Oscar Arnulfo Romero— corre el riesgo de quedar sepultada en los resquicios más inertes del olvido.

 

No hay que permitirlo. Hay que mantener vivo el recuerdo, los compromisos y las prácticas de inserción socio-política suscitadas por Medellín –y cimentadas en Puebla en 1979—, de forma tal que la buena nueva de Jesús de Nazaret siga llegando a quienes son violentados en sus derechos y su dignidad por minorías que concentran el poder y la riqueza.

 

San Salvador, 19 de abril de 2018

 

1

Cfr. L. A. González, “Estado, mercado y sociedad civil en América Latina”. ECA, No. 552, octubre de 1994, pp. 1045-1056.

2 V. L. Urquidi, Otro siglo perdido. Las políticas de desarrollo en América Latina (1930-2005). México, Colegio de México-FCE, 2005, p. 159.

3 Cfr. A. O. Hirshman, De la economía a la política y más allá. México, FCE, 1984, Capítulo V:”El paso al autoritarismo en América Latina y la búsqueda de sus determinantes económicos”, pp. 129-175..

4 Cfr. P. González Casanova, Los militares y la política en América Latina. México, Océano, 1988.

5 M. A. Garretón, En torno a la discusión de los nuevos regímenes autoritarios en América Latina. Santiago de Chile, FLACSO, Documento de trabajo, No. 98, septiembre de 1980, pp. 4-5.

6 G. O’Donnel, “Las Fuerzas Armadas y el Estado autoritario del Cono Sur de América Latina” (1979). En G. O’Donnel, Contrapuntos. Ensayos escogidos sobre autoritarismo y democratización. Buenos Aires, Piados, 2004, p. 99.

7 También en Estados Unidos se refuerza esa convicción, misma que lleva no sólo a fortalecer a los ejércitos latinoamericanos, sino a propiciar un esquema de asistencia económica y social para América Latina a través de la Alianza para el Progreso, creada en 1960. Cfr., S. Webre, Revoluciones inevitables. La política de Estados Unidos en Centroamérica. San Salvador, UCA Editores, 1989, pp. 191 y ss.

8 Cfr. J. Comblin, El poder militar en América Latina. Salamanca, Sígueme, 1978.

9 J. Sheahan, Modelos de desarrollo en América Latina. México, Alianza Editorial Mexicana, 1990, p. 252.

10 Cfr. D. Camacho, R. Menjívar (Coordinadores), Los movimientos populares en América Latina. México, Siglo XXI, 1989; R. Katzman, J. L. Reyna (Coordinadores), Fuerza de trabajo y movimientos laborales en América Latina. México, El Colegio de México, 1979.

11 Cfr. Entre otras obras, L. Boff, Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia. Santander, Sal Terrae, 1980; L. Boff, Y la Iglesia se hizo pueblo. Bogotá, Ediciones Paulinas, 1986; P. Berryman, Teología de la liberación. México, FCE, 1989.

12 Constitución Pastoral “Gaudium et Spes”. En Documentos completos del Vaticano II. Bilbao, Mensajero, 1986, p.135.

13 Decreto “Ad gentes divinitus”. En Documentos completos..., p. 370.

14 II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Medellín. “La Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio”. En Río de Janeiro, Medellín, Puebla, Santo Domingo. Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano. Santafé de Bogotá, CELAM, 1994,

p. 88.

15 Ibíd., p. 95.

16 Ibíd., pp. 89-90.

17 Pablo VI, Populorum progressio, Nos. 20 y 21.

18 Ibíd., p. 88.

19 Ibíd.

20 II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano..., p. 89.

21 Ibíd., p. 91.

22 Ibíd., p. 92.

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