Los chalecos amarillos
- Opinión
Una chispa suele encender la pradera, es un tópico. Sobre todo cuando la chispa la origina el aumento del precio de los carburantes. Ciudadanos hastiados de verse exprimir como limones mientras el riquerío escapa a todo –impuestos, restricciones, inseguridad, contaminación, limitaciones de todo tipo– decidieron movilizarse. Solos. Sin la intervención de ningún sindicato, ningún partido político, ninguna asociación, ninguna estructura social.
Hoy Francia amaneció paralizada por más de 2.300 manifestaciones de bloqueo de rutas, incluyendo los Campos Elíseos, organizadas por cientos de miles de ciudadanos movilizados contra lo que estiman un saqueo organizado del pobrerío.
Al medio día había un muerto (una manifestante atropellada por una automovilista), 47 heridos, de los cuales tres graves. Las manifestaciones continúan, los politólogos se precipitan a los canales de TV a explicar el porqué del cómo, y el cómo del porqué, sin comprender ellos mismos lo que ocurre.
Sin embargo es simple: los miserables se cansaron de pagar con sus dificultades financieras los excesos de los poderosos.
El tema viene de lejos. Llegado al poder, una de las primeras medidas de Sarkozy consistió en reducir los impuestos de las grandes fortunas en más de 15 mil millones de euros, al tiempo que aumentaba los impuestos que paga la inmensa mayoría. Su gobierno, de derecha, de esos arrogantes que dicen saber cómo manejar la economía, se saldó por un incremento de la deuda pública de más de 600 mil millones de euros.
Le sucedió Hollande, un socialista, en fin un socialdemócrata, un picha floja, un tipo que declaró “mi único enemigo es el mundo de las finanzas”, para luego, llegado al palacio de gobierno, reducir los impuestos de los privilegiados en un monto superior a los 10 mil millones de euros. Para compensar, congeló las pensiones de los jubilados durante cinco años. No satisfecho, inventó un programa de “ayuda a las empresas para facilitar la creación de empleo”. Costo del programa: 50 mil millones de euros al año. Inútil precisar que del millón de empleos prometidos las grandes empresas no crearon ni uno. Pero se quedaron con los 50 mil millones de euros anuales.
¿Quién era el consejero económico de Hollande? Un banquero de negocios venido directamente del Banco Rothschild, un cierto Emmanuel Macron. Que traicionó a Hollande y, financiado por las grandes fortunas, se lanzó en una carrera presidencial como candidato “ni de izquierda, ni de derecha” sino de todo un poco.
La burda maniobra funcionó: el PS francés se deshojó como una margarita: sus dirigentes más mediocres y más ambiciosos corrieron a abrazar la candidatura del conejo que la derecha económica sacó de la chistera de la caricatura de un banquero. Lo mismo ocurrió con los cuadros de la derecha tradicional, los mal llamados gaullistas, que no resistieron ni 24 horas: también se precipitaron a socorrer la victoria, con la esperanza –rápidamente satisfecha– de dirigir al gobierno. El Primer Ministro salió de sus filas, así como el ministro de Finanzas. La progresía transeúnte y venal, los socialistas vergonzantes, lograron algunos cargos sin importancia ejecutiva.
Al asumir el cargo, Macron tomó una medida urgente: eliminar el impuesto a la fortuna, con el objetivo declarado de darle plata a los ricos para que estos inviertan, y así creen empleo. Reducción total del impuesto: más de 5 mil millones de euros. Puede parecer inimaginable, pero este discurso para imbéciles aun da el pego, cala en algunos sectores aburridos de no salir de perdedores, y que buscan alguna salida a las dificultades de la vida cotidiana. El desempleo aumenta, a pesar de que los ricos son más ricos.
Para compensar, –hay que equilibrar los presupuestos del Estado como exige Bruselas– Macron le aumentó los impuestos a los jubilados, re-congeló las pensiones, y cometió el error excesivo: aumentó las tasas e impuestos de los carburantes. La gota que desbordó el vaso...
Pasa que el pobrerío, al que se le exige movilidad para encontrar empleo, debe utilizar un automóvil, o una moto, para ir a trabajar. O para trabajar. Y en el presupuesto doméstico del pobrerío 20 o 30 euros al mes equivalen a darle de comer a la familia durante dos o tres días. Peor aun: muchos hogares modestos tienen calefacción a “fioul”, un carburante cuyo precio no cesa de aumentar. El costo de la calefacción para una familia de 4 personas gira en torno a los 2 mil euros anuales.
Emmanuel Macron, apodado justamente “el presidente de los ricos”, no conoce esa realidad. En su distinguida arrogancia de banquero de negocios, cuando un joven diplomado de horticultura le explica que no encuentra empleo, Macron le responde: “Yo, atravieso la calle y le encuentro empleo inmediatamente”. Se refería a un empleo de lavador de vajilla en un restaurant, o a un empleo de servidor de copas en el bar de la esquina.
El desprecio por los esfuerzos de quien estudia para dotarse de un oficio calificado, fue demasiado. Vino de un señorito que, en un discurso en una estación de ferrocarriles dijo, literalmente: “En las estaciones de ferrocarril uno encuentra todo tipo de personas. Unos cuantos que han tenido éxito, y muchos que no son nada” (sic).
Esa es la genealogía del movimiento espontáneo de estos ciudadanos que para identificarse se ponen el chaleco amarillo que exige la seguridad rutera.
Y en eso estamos. El gobierno sabe que la represión no resuelve porque sería arrojarle carburante al fuego. Y es consciente de que la calle está en manos de los ciudadanos, lo que augura mal de su futuro. Una vez más Francia hace gala de sus “particularidades”. La toma de la Bastilla comenzó así.
Cuando un pequeño grupo de ciudadanos estimó que ya no daba para más.
París, noviembre 2018
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