Afganistán o cómo esconder un fracaso
- Análisis
Pocas veces un clise cómo: “La primera víctima de una guerra es la verdad”, frase que habría pronunciado el senador norteamericano Hiram Johnson en 1917, es tan cierto como en esta oportunidad. Un investigación de The Washington Post, (TWP) conocida en pasado 9 de diciembre, después de una batalla legal de tres años, en un tribunal federal, revela que el gobierno estadounidense ha estado escondiendo información respecto al curso de la guerra en Afganistán, que acaba de cumplir dieciocho años convirtiéndose en el conflicto armado más extenso que ha mantenido ese país a lo largo de toda su historia.
El proyecto encabezado por la Oficina del Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR), fue creado por el Congreso en 2008 a cargo del Inspector General Especial John Sopko, para investigar los gastos colosales y las posibles defraudaciones en la zona de guerra. En 2014, la SIGAR, abandonado su misión específica de realizar las auditorías, comenzó un proyecto con una inversión de 11 millones de dólares para diagnosticar las fallas en la política referente a Afganistán, que se conoció como Learned lessons (Lecciones aprendidas), con el fin de no repetir errores la próxima vez que Estados Unidos “invada un país o intente reconstruir uno destrozado”.
De la comisión encabezada por Sopko se ha descubierto que los gobiernos norteamericanos que se sucedieron desde 2001 han mentido haciendo declaraciones optimistas, cuando sabían que eran absolutamente falsas, además de ocultar pruebas incontrastables de que la guerra era imposible de ganar. Algo que, para quienes hemos seguido la evolución del conflicto y particularmente desde 2005, era una certeza absoluta.
El pueblo norteamericano se enfrenta ahora a una verdad demasiado dura, como para que su clase política no deba apelar a sus conocidas tácticas de desinformación. Los daños auto infligidos con los casi 800 mil efectivos estadounidenses que se desplegaron en Afganistán en estos casi veinte años (muchos de esos hombres con más de una campaña), más de 2400 muertos y unos 21 mil heridos en combate, según las cifras del Departamento de Defensa, que no cuentan ni a los cientos de miles de muertos afganos, ni a los de sus aliados de la OTAN, que marcharon mansamente al matadero, ha sido absolutamente inútiles.
A esto hay que agregar las ingentes sumas de dinero desperdiciadas por convertir una nación ancestralmente tribal, con rivalidades étnicas, por momentos son insalvables, insertada en un sistema cultural prácticamente indescifrable para la mirada occidental, sin antecedentes de un gobierno central fuerte y con una autopercepción de nación históricamente invencible (lo que Estados Unidos parece estar convalidando ahora) en una “democracia” a imagen y semejanza de las occidentales, que hoy mismo se están replanteando trágicamente sus objetivos. Para ello, Washington no escatimó gastos, como lo declaró un alto funcionario de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID): “El 90 por ciento de lo que gastaron fue exagerado: Perdimos la objetividad. Nos dieron dinero, nos dijeron que lo gastáramos y lo hicimos, sin razón alguna”.
Según los expertos, desde el inicio del conflicto en 2001 no se ha llevado un control exhaustivo de los gastos en Afganistán, aunque se calcula que los diferentes departamentos que han intervenido (Departamento de Defensa, Departamento de Estado y la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional) en total han utilizado entre 934 mil millones y 978 mil millones de dólares, según una estimación ajustada por inflación. Está cuenta no incluye los gastos de otros organismos federales como la CIA o el Departamento de Asuntos de Veteranos, responsable de la atención médica y sicológica de los heridos, ya en territorio americano.
En estos largos años de guerra, la intervención norteamericana tampoco ha podido reducir la corrupción de la clase política local, crear un ejército y una fuerza policial afganos efectivos, ni mucho menos intervenir en la cada vez más próspera actividad de los traficantes de opio, que en 2018 aportó el 82 por ciento de la producción mundial.
Respecto a las fuerzas de seguridad afganas que intentó crear el Departamento de Estado, sus instructores norteamericanos las describieron como incompetentes, desmotivadas y plagadas de desertores. Se conoce que, en muchos casos, los comandantes afganos ocultan las deserciones e incluso las bajas mortales, para poder retener los sueldos para ellos.
La investigación de TWP, de más de 2 mil páginas de documentos generados por el proyecto Learned lessons, realizó más de 600 entrevistas entre 2014 y 2018, que incluyen personal militar de alto rango y diplomáticos norteamericanos, trabajadores humanitarios y funcionarios afganos, todos con experiencia personal en la guerra. Aunque la mayoría de las entrevistas se realizaron a estadounidenses, también se entrevistó a aliados de la OTAN, en Inglaterra, Bélgica y Alemania, además, de unos 20 funcionarios afganos, cuyas identidades se han mantenido en reserva, al igual que sus comentarios y opiniones, las que contradicen las declaraciones públicas de los tres presidentes con mandato durante la guerra: George W. Bush, Barack Obama y Donald Trump, y las de sus funcionarios, sus comandantes militares y diplomáticos que durante años han aseguraron que se estaban progresando en Afganistán, por lo que valía la pena seguir luchando.
El escudo protector de la mentira
En 2015, el general Douglas Lute, que sirvió en Afganistán durante los gobiernos de los presidentes Bush y Obama, en una extensa declaración ante la comisión investigadora dijo: “Estábamos desprovistos de una comprensión fundamental de Afganistán; no sabíamos lo que estábamos haciendo”, “No teníamos la menor idea de lo que estábamos iniciando”. Mucho más escueto en su declaración fue el general de Marina, John Allen, Comandante de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad en Afganistán de 2011 a 2013, que apenas alcanzó a cinco párrafos.
Entre los datos surgidos de la investigación se conoció que los planes de estabilización y los programas aplicados para ello no fueron acordes al contexto afgano, y que, los pocos éxitos alcanzados duraban mientras se mantuviera la presencia física de las tropas de norteamericanas o de la OTAN.
Los objetivos norteamericanos inicialmente eran escarmentar a al-Qaeda, para evitar un nuevo 11 de septiembre; en el transcurso de la invasión, la misión cambió su estrategia: esta fue modificándose de manera constante a medida que las investigaciones geológicas iban informando la presencia de ricos yacimientos de gas, petróleo, uranio y litio, entre otros minerales, a los que los Estados Unidos no han podido acceder y mucho menos explotar, dado la irrenunciable lucha del Talibán. Otro elemento clave y quizás el más importante para que Estados Unidos mantengan allí su presencia, está dada por la ubicación geográfica de Afganistán, por lo que el Departamento de Estado, consiguiendo estabilizar el país centroasiático, terminar la violencia wahabita e instalar una democracia, podría convertir al “nuevo” Afganistán en un factor de poder en la región, para remodelar el equilibrio entre nada menos que Pakistán, India, Irán, China y Rusia, jugadores claves para la conformación del diagrama estratégico de los Estados Unidos.
Es difícil comprende el asombro del TWP por los informes a los que tuvo acceso, cuándo es conocido que desde el 2005, tras la retirada estratégica del talibán, en 2001, no ha pasado un momento sin que los muyahidines conquisten más y más espacio en la geografía afgana.
Ya en septiembre 2003, el Secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, en los escasos papers que hizo conocer, a los que llamó “copos de nieve”, admitía: “No tengo visibilidad de quiénes son los malos, somos lamentablemente deficientes en inteligencia humana”. Para 2006, el general retirado Barry McCaffrey, al volver de una misión de investigación en Afganistán, comunicó que los talibanes habían retornado de manera “impresionante” y predijeron que las cosas se pondrían peor en los próximos dos años.
Sin duda estaba en lo cierto, un cálculo conservador indica que Kabul tiene control sobre la mitad del territorio, o quizás menos, mientras el talibán controla el resto y avanza incontenible contra las posiciones del Ejército Nacional Afgano, y la Policía Afgana, a los que oficiales norteamericanos calificaron “drogadictos o talibanes”, que en muy raras ocasiones puede resistir el asedio, lo que ha provocado más de 60 mil muertes entre esos efectivos, según los comandantes norteamericanos “una tasa de bajas insostenible”. Sin embargo, Estados Unidos todavía mantienen 13 mil hombres, a la espera de que el presidente Trump, tras haber reiniciado conversaciones con el Talibán, clausuradas el pasado septiembre, encuentre una salida más o menos honrosa, para volver a casa y olvidar la pesadilla.
Frente a este panorama, el enjambre mediático que está ocultado el verdadero destino de la guerra, justifica los atentados cada vez más frecuentes en Kabul con el argumento de que son un signo claro de la desesperación de los talibanes, demasiado débiles para participar en el combate directo. Mientras que el aumento de las bajas en las tropas estadounidenses son prueba de que están a la cabeza de la guerra contra el talibán. Sin tener en cuenta un factor más de beligerancia que son los comandos del Daesh Khorasan, cada vez más activos y potentes.
Como dijimos en docenas de artículos, Estados Unidos construye laboriosamente un nuevo Vietnam en Asía Central, y más allá de las mentiras, lo está logrado acabadamente.
-Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC
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