Afganistán: El Talibán y al Qaeda, amistades peligrosas
- Análisis
Según los anuncios del sábado 29 de febrero realizados en Doha (Qatar) Estados Unidos y el Talibán habían llegado a un acuerdo, (Ver Afganistán: ¿Acuerdo o salvoconducto para Trump?) que daría por finalizada la guerra de casi diecinueve años, que la convierte en la más prolongada que haya mantenido Washington a lo largo de su historia.
Es válido recordar los avances que tuvo la organización terrorista a partir de 2015, y cómo poco a poco logró el control territorial de Kabul, a cuyas tropas les estaba produciendo, de manera constante, importantes bajas a lo que hay que sumar la expropiación de armamento y equipos de comunicación, de última generación, a la vez que parecía inmune a los ataques aéreos norteamericanos, entonces la pregunta es: ¿cómo se tomara al interior de la organización este acuerdo, cuando parecen, otra vez, tan cerca la victoria?
Aunque también es cierto que muchos de los combatientes se han cansado de décadas de guerra, al tiempo que los aldeanos que les proporcionan alimentos, y muchas veces cobijo, están más reacios a sostener a los muyahidines, que están pasando de atacar objetivos militares a civiles. A pesar de ello, los afganos son escépticos sobre la concreción del acuerdo, ya que dudan de que los líderes puedan controlar a los mandos medios y a los combatientes más radicalizados, que, con sus acciones en los últimos seis años, han producido más de 10 mil víctimas civiles anuales, entre muertos y heridos.
En las áreas controladas por el talibán, casi un 60 % del país, la situación de la población es extremadamente difícil ya que las poblaciones viven en extrema pobreza, en constante alerta por las acciones de guerra y sin la posibilidad de que el gobierno formal de Kabul, les preste alguna ayuda.
Por otro lado, a las pocas horas de anunciado el acuerdo de Doha, el mullah Hibatullah Akhundzada, el máximo líder del talibán declaró la “victoria” en nombre de toda la nación musulmana y los muyahidines, declaración en la que también enfatiza la idea del Emirato Islámico de los Talibanes.
Tras el acuerdo, quedó claro que existen dos puntos extremadamente complejos para resolver: el primero es el intercambio de prisioneros frente al que, las autoridades de Kabul, que no participaron de las negociaciones, se niegan de manera rotunda, ya que temen dejar libres a 5 mil militantes, en general bien formados e ideológicamente convencidos, que podrían de manera inmediata reincorporase a la organización fundada por el mullah Omar. Esto acrecentaría en mucho el poder de acción de los integristas, que, de ninguna manera, van a desarmar su organización, mientras que los prisioneros, en su gran mayoría soldados y policías, en poder de los talibanes, solo son un millar, que no estarían dispuestos a sumarse a las fuerzas de seguridad, ya que carecen de entrenamiento y cuentan con una muy baja moral de combate, pues solo se han alistado como una “salida laboral”.
Una alianza difícil de romper
El segundo punto, y no menos grave, es la cuestión de “al-Qaeda”, ya que en el acuerdo se estipula, que el Talibán, le quitaría todo su apoyo y cortaría cualquier vínculo con la organización fundada por Osama bin Laden.
Washington ha insistido que el talibán tendrá negar toda cooperación con grupos o individuos que puedan representen una amenaza para la seguridad de los Estados Unidos. Por lo que no podrán permitir que grupos antinorteamericanos puedan reclutar, entrenar en territorio afgano, ni tampoco los talibanes podrían proporcionar documentación a militantes para que puedan realizar viajes al exterior.
Estas medidas, que en la práctica son imposibles de ejecutarse, a pesar de que se estableció una célula conjunta de monitoreo para evaluar el progreso de los compromisos, no olvidemos que ambas organizaciones al igual que sus líderes tienen una larguísima relación, en la que nunca se han producido rispideces importantes. En el acuerdo de Doha, tampoco aparecen los modos y los mecanismos, con los que los Estados Unidos pudieran monitorear dichas pautas.
Cuando Estados Unidos invadió Afganistán en 2001 en procura de bin Laden, a todas luces responsable de los ataques a las torres de Nueva York, el entonces líder de la organización afgana, el mullah Omar y sus hombres, hubo un altísimo costo en bajas y pérdidas territoriales, y los norteamericanos tentaron con beneficios materiales y en inmunidad para los altos jefes el talibán, manteniendo su lealtad con el antiguo aliado, resguardándolo junto a sus hombres. Ninguna información se filtró sobre la localización de bin Laden hasta que recién pudo ser alcanzado por los Estados Unidos, casi diez años después, ya establecido en la ciudad pakistaní de Abbottabad, bajo el control de la ISI (Inter-Services Intelligence), el todopoderoso servicio de espionaje de Pakistán.
Por su parte, el sucesor de bin Laden, el egipcio Ayman al-Zawahiri, realizó su bayat (juramento de lealtad) al mullah Akhundzada, cuando éste se convirtió en el nuevo amīr al-muʾminīn o príncipe de los creyentes, tras el asesinato del su predecesor Akhtar Mansour, lo que subordina a al-Qaeda al talibán, pacto que se ha mantenido incólume hasta hoy.
Sirajuddin Haqqani, líder de la conocida y letal Red Haqqani, responsable de los atentados más sangrientos que se realizaron en Kabul en estos últimos años y un muy importante socio del Talibán, tampoco se ha distanciado de al-Qaeda. Jalaluddin Haqqani, muerto por causas naturales en 2018, padre de Sirajuddin, un jugador clave en la guerra antisoviética, fue uno de los primeros aliados de bin Laden desde principios de los años ochenta. Esto hace improbable, en la práctica, que se cumpla lo declarado por el Secretario de Estado, de los Estados Unidos, Mike Pompeo, en Doha el pasado 29, en el sentido de que los taliban no solo iban a romper su alianza con al-Qaeda, sino que iban a colaborar con los equipos de la CIA, que quedaran en el país para dirigir las acciones contra al-Qaeda y Daesh Khorasan.
Desde 2014, la jefatura de al-Zawahiri decidió instalar lo que se conoce como al-Qaeda en el subcontinente indio (AQIS), justamente para colaborar con el talibán en lo que sería su relanzamiento, tras el interregno del amplio control norteamericano que obligó a muchísimos muyahidines a volver a sus pueblos, confundirse entre la población civil, o radicarse en las Áreas Tribales de Pakistán, a la espera del momento de la ofensiva que se produjo en 2014, cuando el presidente Barack Obama decidió comenzar el repliegue de las tropas norteamericanas. El AQIS también opera en Bangladesh, Birmania, India y Pakistán, además de Afganistán.
Los miembros del AQIS están mimetizados con el talibán, al punto que cuando los funcionarios estadounidenses detienen a miembros de AQIS en Afganistán, éstos se identifican como muyahidines del Emirato Islámico, para evitar ser llevados a cortes internacionales. El indio Asim Umar, el primer emir de AQIS, murió en septiembre de 2019, en un ataque de fuerzas conjuntas afgano-norteamericanas cuando se encontraba reunido con líderes talibanes en el campamento de esa organización de Musa Qala, en la provincia de Helmand, lo que muestra la estrecha relación entre ambos grupos. Por lo que las declaraciones de Pompeo instalan al mullah Hibatullah Akhundzada en un callejón sin salida.
Desde que se conoció el publicitado acuerdo, y tras una semana de un alto al fuego, muy sui generis, el talibán recomenzó sus ataques contra el ejército afgano, realizando unas ochenta operaciones lo que fue respondido por los Estados Unidos con ataques aéreos contra posiciones de los insurgentes.
Después del anuncio del sábado 29, se produjeron a lo lago de la semana unos 70 muertos en todo el país incluidos siete civiles, el resto fueron militares afganos, mientras que las fuerzas de Kabul mataron cerca de 20 insurgentes.
La operación más letal del talibán la realizó su grupo de elite conocido como Sara Kheta (Unidad Roja) en las afueras de la ciudad de Kunduz, en el norte del país, donde en la madrugada del miércoles atacaron varios puestos de control del ejército, matando al menos a 15 soldados. Este ataque se producía apenas unas horas más tarde después de que el presidente Trump hablara por teléfono con el mullah Abdul Ghani Baradar, segundo en el mando de la organización y quien había estado en Doha, cuando se anunció el acuerdo.
Pero en Afganistán se desencadenan otros vectores de violencia como el de Daesh Khorasan, que en la mañana del viernes ejecutó un atentado explosivo el oeste de Kabul, matando a 27 personas, mientras que otras 55 resultaron heridas cuando se realizaba un homenaje a Abdul Alí Mazari, asesinado por los talibanes en 1995, un político de la minoría chií, hazara, blanco propiciatorio de los hombres del Daesh, en la que participaba nada menos que Abdullah-Abdullah, el segundo del gobierno afgano, quien fue evacuado a un lugar seguro junto a otras personalidades locales que participaban en el acto. Enseguida, en un comunicado, el portavoz del talibán, Zabihulá Muyahid, negó que su organización estuviera involucrada en el hecho.
El próximo martes 10 comenzarán las conversaciones intra-afganas, donde los hombres del presidente Ashraf Ghani, deberán enfrentar a una comisión del Talibán para continuar discutiendo una paz en la que nadie parece confiar demasiado.
-Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC
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