José Carlos, 126 años después
- Opinión
Un 14 de junio -esta vez cayó domingo de severa cuarentena- nació José Carlos Mariátegui en La Chira, en un muy modesto hogar de Moquegua, en ese entonces el extremo más dulce de la patria, toda vez que Tacna continuaba cautiva. La madre, doña Amalia tuvo que cuidar de él con particular angustia, por su frágil contextura, y por su tendencia a la reflexión iconoclasta.
Hoy, en el 2020, al cumplir 126 años de ese venturoso acontecimiento, no fue posible colocar en su estatua ubicada en la cuadra 7 de la avenida 28 de julio, ni siquiera una flor. Pero hacia ese lado de la ciudad se dirigió el pensamiento y el recuerdo de quienes recogieron su semilla para proyectar el diseño de su obra.
Se ha dicho de Mariátegui, que fue el primer marxista de América. Y lo fue en sus dos acepciones. Fue el primero porque antes que él nadie enarboló con tanta claridad y precisión, esa bandera. Y lo fue, porque vio más lejos, y voló más alto que otros de su época, no obstante su vida precaria, inconclusa, transida de luchas y dolores.
Y se ha dicho también que fue el Gramsci de suelo americano, por su afán de búsqueda, por su rebeldía innata, por su voluntad creadora. Y, por qué no, también por su prematura muerte.
Más allá de los reconocimientos y de las comparaciones, sin embargo, Mariátegui fue un creador constante y un revolucionario ejemplar. Por su capacidad inquisitiva, supo percibir en cada periodo de su vida, los elementos nuevos, aquellos que alentaban la esperanza. Y por su espíritu de revolucionario inclaudicable, nunca perdió de vista sus tareas esenciales.
Eso lo llevó siempre a diferenciar el grano de la paja; pero, al mismo tiempo, a sumar voluntades en procura de sostener muy en alto sus banderas. En esa óptica, fue que saludó a la Revolución Rusa de 1917. Inspirado en ella, dijo con firmeza: “asqueado de la política criolla, me orienté resueltamente al socialismo”.
Como ideólogo del movimiento obrero percibió que la herramienta principal de los trabajadores era el sindicato. Por eso, y en lucha contra el anarco-sindicalismo, procuró defenderlo y preservarlo de todas las deformaciones que pululaban ya entonces.
El Sindicato –dijo- es un Frente Único que agrupa a los trabajadores independientemente de sus ideas políticas o sus convicciones religiosas, de su raza o de su oficio. Es la suma de fuerzas proletarias en un escenario concreto. No pertenece a nadie en particular. Es la suma de la voluntad de todos. Su lema, es la Unidad Proletaria.
Por eso los sindicatos no pueden asimilarse, sumarse, ni ligarse a un partido. Hermanan a los trabajadores, por su igual situación de explotados. Los une, su sola condición de clase. Colocar a un sindicato en la condición de furgón de cola de un partido, es renegar de su esencia.
No son los sindicatos los que deben estar al servicio de los partidos. Son los partidos, los llamados a sumar fuerzas en beneficio de los trabajadores y por tanto de sus sindicatos, hasta elevarlos de categoría y ubicarlos en el cumplimiento de su misión histórica.
Es tarea nuestra –decía el Amauta- “sembrar conciencia, y sentimiento de clase”. En torno al tema se ha hablado mucho. Pero no siempre se ha apreciado que la conciencia de clase no es otra sino la concepción clara que se tiene ante el orden social, y al papel que le toca desempeñar a los trabajadores en el mismo, a sus tareas esenciales.
Para defender consecuentemente los intereses de los trabajadores, hay que tener en cuenta que ellos se desglosan, y se complementan, pero nunca se contraponen.
Unos, son los intereses inmediatos, de orden reivindicativo: el salario, la jornada de trabajo, la organización sindical, el pliego de reclamos, las condiciones de labor. Y otros, los intereses históricos, aquellos que vinculan a la clase, con la lucha por la construcción de una nueva sociedad.
Unir los objetivos inmediatos con los intereses históricos del proletariado, es el papel que le corresponde a la vanguardia, es decir, a ese núcleo dirigente que es capaz de ver “más lejos”, de otear el horizonte y percibir a la distancia.
La lucha, no es simple. Y requiere de una disposición de acero. Así como se adquiere la conciencia de clase, así también se pierde. “Alentando en unos la vanidad, nunca escondida; y en otros la codicia siempre despierta” -decía Aníbal Ponce, el Mariátegui argentino- puede la clase dominante corroer el alma proletaria.
Por eso hemos visto -añadía perspicaz- a soberbios oradores de plazuela convertidos en exponentes de las peores causas, cuando ayer nomás hacían proclamas reverentes ante los trabajadores.
Asuntos tan serios como los que afronta nuestro país en las condiciones de hoy, ayudan a comprender fenómenos complejos, como la lucha por la transformación radical de la sociedad. Por eso, bien puede decirse, a los 126 años del Amauta, que su mirada nos alumbra más que nunca.
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