La doctrina Monroe es global
América –y el mundo—para los americanos
18/11/2013
- Opinión
Se queda corto el escepticismo con el que se ven las afirmaciones del secretario de Estado norteamericano, John Kerry, sobre el fin que la gran potencia estadounidense estaría dando a la llamada Doctrina Monroe.
Poco creíble como intención de renunciar al derecho que Estados Unidos se arrogó desde los albores de su independencia, para evitar primero la intervención de las potencias europeas en las incipientes independencias latinoamericanas, la declaración del jefe de la diplomacia norteamericana pronunciada ante la Organización de Estados Americanos es, en principio, admisión pública de la histórica hegemonía que el gobierno de Washington ha tratado de ejercer –y en buena parte lo ha logrado, ya no sólo sobre las repúblicas latinoamericanas, sino en el resto del mundo.
La circunspección con la que se escuchó la promesa de cancelación de la secular doctrina dictada por el presidente James Monroe en su discurso ante el Congreso en 1823, se justifica cuando el propio Kerry se corrige a sí mismo al precisar, luego de su intervención en la OEA, que la desaparición de la dicha doctrina –una nueva relación de iguales, según Kerry lo definió— deja intactas las líneas de la política exterior de Estados Unidos en sus preocupaciones por la preservación de la democracia según la entiende, y en la promoción de la libertades y de las transformaciones en materia de educación, seguridad, medio ambiente y condiciones para la apertura económica, todo mediante la colaboración y el control de la gran potencia.
La Doctrina Monroe, en realidad elaborada por John Quincy Adams antes de su proclamación, es una consecuencia de las convicciones del pueblo norteamericano del dictado divino que le marca su destino manifiesto. Si bien no fue sino hasta 1847 cuando John L. Sullivan instó al pueblo norteamericano a la asunción de ese destino, ya desde los primeros luchadores por la independencia se planteaba el papel que le correspondía frente al resto de los países del Continente.
América para los Americanos, sentenció Monroe como intención de tutelar el nacimiento y el desarrollo de los pueblos al sur de su antigua frontera, extendida luego hasta el Río Bravo en plena época de las conquistas del coloniaje al que aspiraba en el Continente.
La segunda parte de la doctrina Monroe comienza y se plasma en los planes para apropiarse de buena parte de las naciones del Continente: Cuba, la manzana que caería del árbol al estar madura; México en la codicia de James J. Polk cumplida en la guerra de 1847 con el desmembramiento de la mitad de su territorio; Panamá arrebatada a Colombia y abierta en canal; Puerto Rico asociado en sociedad, Dominicana ocupada por deudas impagadas, Nicaragua asediada en su independencia, son piezas de un mosaico de intervenciones armadas y revoluciones provocadas en los países latinoamericanos, movimientos inspirados y basados en el concepto de la doctrina Monroe, actualizado por Teodoro Roosevelt a principios del siglo XX, cuando con gran garrote sometía a los países a cuyos gobiernos consideraba contrarios a su política y al american way of life.
A la política norteamericana del siglo XIX y principios del XX se opusieron tesis y doctrinas diplomáticas que contradecían a Monroe y a su evolución colonialista. José María Drago sostenía en su doctrina, proclamada en 1902, que ningún país debe ni puede cobrarse deudas con el uso de la fuerza, basado en las tesis de otro argentino, Carlos Calvo, quien a mediados del siglo XIX condenaba la intervención armada en los países latinoamericanos.
Sin embargo de estos intentos por enfrentar la hegemonía de la gran potencia, la doctrina Monroe, en su vertiente de injerencia en los asuntos de otros países, sigue vigente en la relación de Estados Unidos, ya no solo con América Latina, sino en el mundo entero. Por momentos las formas parecen haber cambiado. Luego de que Estados Unidos amenazaba en 1927 con una nueva invasión a México si no se derogaba la ley del petróleo, el secretario de Estado Robert Lansing anunciaba lo que parece una nueva manera de control político y económico. Ya no será necesario ocupar México con las armas; basta –dijo— con “educar a las nuevas generaciones de ese país para dominarlo y tenerlo de nuestro lado.
Si la política mexicana de los años posteriores a la Revolución de 1910 logró algunos equilibrios en la relación con Estados Unidos con principios como la doctrina Estrada –la solución pacífica de los conflictos, el respeto a la soberanía y la autodeterminación--, con el advenimiento del llamado nuevo orden internacional, roto el equilibrio bipolar de la guerra fría, triunfante el neoliberalismo y la economía del mercado, la apertura global ha acrecentado las ansias hegemónicas de Estados Unidos,
En su libro Los sueños de mi padre, cuando, senador, soñaba con ser presidente, Barak Obama escribía conceptos de política exterior que, al aplicarse, desmienten las expectativas de cambio que pudieran haberse convertido en realidad con su arribo al poder. Estados Unidos, dice Obama, debe estar consciente de su papel como garante de la democracia en el mundo y emplear los métodos de los que dispone –su inmensa fuerza militar y su poderío económico—para mantenerse como el hermano mayor en el mundo entero.
País de políticos pragmáticos más que de teóricos o idealistas, Estados Unido difícilmente podría cambiar por una mera declaración de un secretario de Estado. La doctrina Monroe dejó de ser un instrumento en el ámbito del Continente americano; es una herramienta global que se mantiene vigente y actuante pese a que se diga lo contrario.
Salvador del Río es periodista
https://www.alainet.org/fr/node/80976
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