La contraofensiva de las élites dominantes

02/12/2013
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A finales del siglo pasado en América Latina tuvimos un repunte de los movimientos sociales, seguido de sucesivos éxitos electorales de determinadas organizaciones de izquierda. La consiguiente aparición de un significativo número de gobiernos progresistas a inicios del siglo XXI, hizo sentir que una “nueva izquierda” había entrado en escena. Sin embargo esta expresión periodística, más que introducir un nuevo concepto político, reflejó el hecho de que en nuestra América la realidad experimentaba cambios de creciente importancia, aunque aún no sea fácil definirlos de conjunto, por la diversidad de procesos nacionales que han hecho factible que esos éxitos y gobiernos tengan lugar.
 
No obstante, hubiera sido ingenuo suponer que estos acontecimientos se podían reiterar y consolidar sin suscitar una reacción de los intereses transnacionales y locales y ligados a las derechas. Así lo demostraron el golpe militar perpetrado en Honduras en 2009, la conspiración para invalidar el gobierno de Guatemala en 2010, la intentona golpista cometida en Ecuador en septiembre de 2012, así como el golpe parlamentario en Paraguay. Y, en otro plano, las derrotas electorales infligidas a la socialdemocracia en Panamá en 2009 y a la Concertación chilena en 2010, así como las argucias que impidieron la vitoria del PRD mexicano y la participación de la candidata de la UNE guatemalteca.
 
Asimismo se evidenció que esa contraofensiva no se limita al retorno de las derechas tal como ya las conocíamos, sino que incluye verlas volver equipadas con otro discurso, formas y métodos, y trazándose metas más radicales que pueden acompañarse tanto de poses socialdemócratas y hasta “lulistas”[1] como de desembozados populismos neofascistas[2]. Lo cual no quiere decir que todas las variantes de la derecha latinoamericana ya asumieron un nuevo patrón o lo adoptarán enseguida y de modo uniforme, sino que en cada circunstancia lo implementarán en las formas, combinaciones y ritmos que mejor convengan a las respectivas condiciones y coyunturas locales.
 
Sin embargo, es necesario tener presente ese cambio, porque es parte de una evolución que todavía dará bastante más que decir. En un mundo donde ya no solo campea la globalización sino también la crisis, las élites económicas transnacionales y locales igualmente se adaptan y modifican, cambian sus formas de hacer negocios y asociarse, adoptan nuevas tecnologías y estilos y, con ello, recambian actores y renuevan formas y medios de presentar y reproducir su hegemonía, y de justificar sus tropelías.[3]
 
Su actual acometividad hace pensar que estamos ante un conjunto ‑‑variopinto pero consistente‑‑ de características y procedimientos políticos que le dan forma a una derecha “nueva”, es decir, a un adversario que ha renovado imágenes y procedimientos, cuya evolución es preciso examinar.
 
Las izquierdas: un proceso incompleto
 
Los éxitos electorales que ciertas izquierdas latinoamericanas han alcanzado y retenido durante este período son una de las consecuencias de las reacciones populares causadas por el deterioro de la situación material y cultural sufrida durante los años precedentes, y de la consiguiente busca de respuestas políticas que grandes masas de latinoamericanos han salido a demandar. Esto es, lo ocurrido refleja un cambio del estado de ánimo de esos sectores populares, manifestado al volver a dárseles la oportunidad de reivindicar sus demandas por medio de los instrumentos democráticos disponibles.
 
Se trata de un fenómeno real, pero temporal y todavía incompleto. Con los matices propios de las respectivas circunstancias nacionales, sus éxitos se han dado específicamente en el campo político, o político‑electoral, sin que ‑‑al menos hasta el momento‑‑ esas izquierdas contaran con las condiciones culturales y organizativas necesarias para remover las demás estructuras de sus respectivas sociedades.
 
Esta limitación se debe a que el disgusto de los electores aún no ha tenido oportunidad de madurar el desarrollo ideológico y organizativo que hace falta para proponerse objetivos de mayor proyección. En otras palabras, que su cultura política todavía no ha elaborado otro modo de cuestionar la realidad, ni tampoco un proyecto confiable con el cual dotar la decisión de transformarla. Si lo ocurrido refleja un cambio del estado de ánimo de la masa de votantes, eso significa que todavía no estamos ante una nueva conciencia que ya se distinga por la consistencia de sus postulados, sino ante un modo de reaccionar que en cierto momento se ha expresado como voto de repudio a la situación precedente, pero que más tarde podrá irse a la deriva en otras direcciones.
 
Con todo, en estos años las izquierdas latinoamericanas han demostrado que ‑‑hasta el actual nivel de la inquietud y el desarrollo sociopolítico de sus respectivos pueblos y de la región‑‑ ellas no solo han adquirido una experiencia de gobierno, sino que también han probado ser capaces de administrar al régimen capitalista mejor que las propias derechas. Y al hacerlo han mejorado significativamente las condiciones de vida y de participación de millones de latinoamericanos. Aunque, al propio tiempo, también han mostrado que por esta vía aún no estamos en capacidad de remplazar al régimen existente por otra formación histórica más avanzada.
 
En otras palabras, ahora estamos ante procesos que, por una parte, están por consolidarse y todavía sujetos a una contraofensiva de las derechas. Y que, por otra, no conducen espontánea ni automáticamente, por sí mismos, a remplazar al capitalismo por otro modo de producción, lo que obliga a pensar en qué es lo que aún hace falta para lograrlo. [4]
 
Una derecha vencida pero no derrotada
 
Si bien en el campo electoral el gran capital y sus políticos, partidos y medios de comunicación han sufrido un importante revés en varios países latinoamericanos, los núcleos medulares de las élites económicas y sus colaboradores políticos conservan sus instrumentos básicos de control, actuación y poder. Pese al desconcierto que ese revés les haya motivado, ellos aún controlan importantes instrumentos del sistema político existente, así como el dominio de los medios de comunicación más poderosos[5]. Es decir, en estos años las izquierdas vencieron políticamente a las formas tradicionales de las derechas, pero no derrotaron a la derecha “como tal”, en tanto que su élite socioeconómica retuvo las bases de su poderío y los principales instrumentos mediáticos de su influencia.
 
Al cabo, tras sopesar las experiencias vividas, los talentos y los medios de comunicación de las derechas ‑‑hoy hegemonizados por el capital asociado a la manipulación neoliberal de la globalización‑‑ ya han tenido oportunidad de decantar y renovar sus alternativas estratégicas y de reactualizar sus opciones políticas. En estos últimos años su contraofensiva ha venido reorganizándose tanto en los países donde alguna corriente de izquierda les ganó elecciones o estuvo cerca de lograrlo, como también en aquellos donde eso todavía está por suceder.
 
Esto no ha venido urdiéndose en el vacío. El clima propicio para que esa contraofensiva pueda incidir en las capas sociales subalternas aún le saca provecho al ambiente de desencanto y desintegración ideológica y política ocurrido tras el reflujo de los proyectos revolucionarios de los años 70 y el colapso de la URSS. Explotando ese ambiente se potenció la ofensiva neoconservadora de los años 80 y 90, de la cual aún padecemos importantes secuelas ideológico‑culturales. Reflujo y colapso que los representantes del capital transnacional usaron para justificar los “reajustes” neoliberales, frente a la desorganización de las propuestas que en ese momento las izquierdas podían contraponerle, y a la temporal insuficiencia de esas izquierdas para asegurarle a nuestros pueblos otra alternativa, pese a las calamidades sociales que dichos reajustes enseguida empezaron a suscitar.
 
En aquella situación las izquierdas de finales del siglo enfrentaron la ofensiva político‑cultural de la derecha neoliberal con más críticas que contrapropuestas. Mientras, por su parte, esa derecha aprovechó la coyuntura como la oportunidad para recoger y abanderar a favor suyo una parte significativa de los disgustos sociales que poco antes ella misma contribuyó a agravar, endilgándoselos a las demás fuerzas políticas.
 
Pero ahora no solo presenciamos un cambio de los pretextos, métodos y lenguajes de la élite dominante y sus operadores políticos, sino que a la vez podemos observar cómo sus medios intelectuales y periodísticos se esfuerzan por encerrar a las izquierdas en una agenda temática definida conforme al interés estratégico de la “nueva” derecha. En ese intento participan a la par agencias de prensa, fundaciones privadas e intereses empresariales de Estados Unidos y de ciertos países europeos. Así las cosas, no se trata solo de desarrollar las ideas de interés popular dentro de los temas en boga, sino de poner en boga los temas que son de mayor interés popular.
 
Del modelo autoritario al neoliberal
 
Al hablar del surgimiento de una “nueva” derecha no sugerimos que esta es una corriente política, ideológica y metodológica homogénea en toda nuestra diversidad de países, ni aún menos que ella exprese un modo de pensar que pueda considerarse inédito. En realidad, se trata de un conglomerado donde coincide una variedad de intereses, cuyos objetivos esenciales, métodos y discurso tienen precedentes de vieja data.
 
En su momento, las viejas derechas latinoamericanas ‑‑como expresión política de las élites socioeconómicas u “oligárquicas” asociadas a una hegemonía extranjera‑‑ estuvieron íntimamente ligadas a los regímenes de democracia restringida y dictadura militar que predominaron en los años de la Guerra Fría, de dos formas. La primera, cuando al darse las movilizaciones democratizadoras, nacionalistas y progresistas de los años 60, ellas sin demora acudieron a los cuarteles a solicitar la represión e instaurar gobiernos autoritarios.
 
La segunda cuando, al amparo de los consiguientes regímenes dictatoriales, no solo salvaron sus antiguos intereses ‑‑con frecuencia ligados a la economía agroexportadora tradicional‑‑ sino que enseguida incursionaron en las nuevas oportunidades del capitalismo dependiente, como las del sector financiero, los servicios internacionales y la explotación de nuevas tecnologías, campos tanto más lucrativos en tiempos de globalización. Aparte de salvarse, emprendieron nuevas actividades, se subordinaron a otros poderes transnacionales y, en consecuencia, asumieron nuevas aspiraciones y necesidades.
 
La apertura económica, la privatización de valiosos patrimonios nacionales y la transferencia de importantes empresas del país a compañías foráneas o transnacionales ha modificado la naturaleza de las relaciones de la burguesía local con el país y, por consiguiente, a la integración y el perfil de esa burguesía.
 
Como el tiempo no pasa en balde, en los años 80 ya era inocultable que las sociedades latinoamericanas ‑‑así como el propio capitalismo‑‑ no solo habían crecido sino que se volvían más diversificadas y complejas, enfrentaban otros problemas, daban sitio a nuevos participantes y requerían formas de gestión más avanzadas. Así que demandaban otro género de gobiernos, para esto y también para justificar las reformas neoliberales y hasta infundir esperanzas en sus resultados, coordinar su aplicación y administrar políticamente sus eventuales consecuencias más detestables.
 
En consecuencia, el proceso de cambio de las formas de gobierno no solo respondió al incremento de la complejidad sociocultural de los países, y la complejidad de sus relaciones con un mundo en globalización, sino también a la transición que venía ocurriendo en los núcleos más dinámicos de las élites económicas locales y en sus vinculaciones con el mercado transnacional. Parte significativa de los propietarios y los capitales ligados a la economía rural y a las exportaciones tradicionales se desplazaban hacia los negocios característicos de de la economía de servicios, con recambio de sus conexiones, dependencias y subordinaciones internacionales e incorporación de tecnologías que exigían diferente entorno institucional e instrumentos políticos.
 
Fue necesario organizar transiciones controladas, dirigidas a constituir regímenes más legitimados y eficientes, y ceder determinados espacios (y límites) para la distensión social, la circulación de ideas y la innovación. La disyuntiva estaba entre ceder una democratización dosificada o atenerse a las opciones de desorden o revolución que ya empezaban a incubarse. Eso implicó que la propia élite socioeconómica y sus medios de expresión política igualmente debieron llevar a cabo sus respectivas transiciones hacia nuevas formas de gobernar y de manejar la opinión pública. Donde la oligarquía local todavía fue renuente, sus poderosos asociados foráneos debieron intervenir más directamente en la tarea de empujar esa evolución.[6]
 
En la necesidad de disponer de nuevas alternativas políticas, ese fue un período de “modernización y mundialización política” propicio, en muchos de nuestros países, para las performances de la democracia cristiana. Como igualmente la de conspicuos partidos y dirigentes con discurso socialdemócrata, salidos unos de la reconversión de personalidades liberales y otros de la cooptación de ex socialistas reblandecidos por los rigores de la Guerra Fría.[7]
 
Del descalabro neoliberal a la nueva derecha
 
Pero tarde o temprano toda transición se agota. Los nuevos regímenes de democracia pactada y restringida, casi siempre uncidos a la tarea de administrar las reformas neoliberales ‑‑las aperturas y privatizaciones, así como la reducción y desmantelamiento de las facultades y los poderes del Estado, y de sus obligaciones asistenciales‑‑, poco más tarde tuvieron que encarar su responsabilidad en los dramas sociales y los descontentos que esas reformas agravaron, y sus altos costos políticos. Regímenes que por algún tiempo gozaron de buen nombre y cierta autoridad cívica unos años después fueron desbordados por el disgusto popular.[8]
 
Al cabo lo que quedó fue una extendida percepción no solo del descalabro económico, sino también del descrédito del sistema político instaurado durante la “oleada” democrática, incluido el agotamiento de sus partidos y dirigentes representativos. Se generalizó la tendencia ‑‑asimismo instigada por los grandes medios de comunicación‑‑ de responsabilizar al sistema institucional, a los partidos y estilos políticos, y a los parlamentos, por las consecuencias de la gestión neoliberal: la fragilidad del empleo, la degradación de los servicios y la seguridad sociales, el individualismo insolidario, la corrupción, la inseguridad en las calles, la angustia de las clases medias, etc.
 
Desde luego, si al Estado se le redujeron las facultades y medios necesarios para regular la economía e intervenir en su curso, eso le concedió ilimitadas libertades a los inversionistas y especuladores foráneos y nativos para multiplicar los negocios lícitos y también los ilícitos. Con esa puesta en soltura de las actividades económicas y financieras también vendría su desmoralización, de conocidos efectos en el campo de la transnacionalización de viejas y nuevas formas de delincuencia.
 
¿A quién culpar, después, por esos males? ¿Qué hacer para acabar con estos, de una vez por todas? Para la derecha, los estragos que ella previamente causó ahora deberán remediarse apelando a la “mano dura”. Porque para la crónica desaprensiva o intencionadamente superficial la culpa está en las malas costumbres y los individuos descarriados, ya que es más fácil culpar lo más aparente que desentrañar las estructuras sociales o, mejor dicho, para evitar que se cuestione a esas estructuras. Así, mientras que la reflexión de izquierda investiga opciones y construye propuestas, a la “nueva” derecha le bastan alegaciones cosméticas y expeditas que puedan mercadearse sin pasar fatigas intelectuales.
 
Porque esta derecha viene a salvar tanto el fondo como las aspiraciones del sistema socioeconómico con el que ella se identifica, buscando no apenas preservarlo sino “liberarlo” del acervo de restricciones que el humanismo, la tradición liberal o las conquistas del movimiento popular le hayan impuesto en cualquier tiempo anterior, y a instaurar las formas de hegemonía y de gestión de clase que mejor le convengan. Esto es, ella se propone desembarazar la economía capitalista, lo que implica restablecer las liberalidades del capitalismo salvaje para recuperar la tasa de ganancia. Y ella viene determinada a tomar los atajos más cortos para ejecutar ese objetivo. De allí el estilo perentorio y “macho” de esa misión, que no desea perder tiempo en escrúpulos ni disquisiciones.
 
Con lo cual esa derecha es “nueva” por sus pretextos, métodos, estilos y procedimientos, al tiempo que sus intenciones y contenidos son más reaccionarios que conservadores. Sin pasados disimulos, sus intenciones vienen de tiempos de la acumulación primitiva, anterior al desarrollismo capitalista de tiempos de la postguerra. Aunque el envase se vea rutilante, su contenido ya no es viejo sino antiguo.
 
Si estas apreciaciones parecen exageradas, los próximos párrafos ayudarán a evaluarlas en sus contextos más inmediatos.
 
La (contra)revolución conservadora
 
Esta reactualización del pensamiento, la forma y estilo de la “nueva” derecha latinoamericana ha ocurrido bajo asidua influencia de las derechas estadunidense y española, que igualmente se presentan a sí mismas como las destinadas a garantizar un roll back, ya sea actual o preventivo.
 
Como se recordará, en Estados Unidos la autotitulada “revolución conservadora” se propuso acabar con las herencias del New Deal de Franklin D. Roosvelt y la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson. Estas representaban las conquistas sociales logradas por los movimientos sociales y las reivindicaciones liberales norteamericanas, tales como una ampliación de los derechos civiles, la orientación keynesiana de la economía y la regulación pública de determinados sectores estratégicos como el complejo militar‑industrial. Tras varios decenios, ellas llevaron a los estadunidenses a percibir al Gobierno federal como un amigo paternalista.
 
En contraste ‑‑de la mano con el de Margaret Tartcher‑‑ el mandato reaccionario de Ronald Reagan enarboló el slogan de que “el Gobierno es el problema, no la solución”, e inició un brusco recorte de las facultades y servicios del sector público. La ofensiva neoliberal limitó la participación del Estado en la economía mediante la desregulación y las privatizaciones, se redujeron los impuestos a la minoría más adinerada y se incrementaron los gastos militares (y las políticas que los justificaran).
 
Una política gubernamental muy ideologizada marginó a los sindicatos y demás organizaciones sociales de la toma de decisiones, alegando que sus demandas eran incompatibles con la racionalidad económica y el interés nacional. Quienes no comulgaban con los dogmas de liberalización de los mercados, eliminación del sector público empresarial y equilibrio presupuestario más allá de los ciclos económicos, fueron marginados de los medios académicos, consultorías, organismos multilaterales y grandes medios de comunicación. En los años 80 la hegemonía de esas tesis llegó a ser tan asfixiante que estas imperaron como pensamiento único, al extremo de que hasta en nuestros países todavía quedan zombies que circulan con ellas.
 
No obstante, la “revolución” conservadora al cabo perdió aliento, luego de sumir a Estados Unidos en el mayor déficit fiscal de la historia, generar un aumento exponencial de la desigualdad y la exclusión sociales, y provocar una cadena de crisis financieras que, a consecuencia de la globalización tuvieron extendidos efectos internacionales. En Inglaterra lo mismo que en Estados Unidos, el desengaño social decidió las siguientes elecciones a favor de la oposición. Aún así, la vuelta al Gobierno de los demócratas estadunidenses y los laboristas británicos dejó ver cuánto esa “revolución” conservadora había calado en la cultura política de las élites dominantes en ambas naciones. Los gobiernos de Tony Blair y Bill Clinton respetaron las tesis del conservadurismo conformándose con endulzarlas con paliativos, en lo  que Joaquín Estefanía calificó como “un tatcherismo y un reaganismo de rostro humano[9]
 
Los “neocons”: la contrarrevolución permanente
 
Mientras el Partido Demócrata gobernó los artificieros norteamericanos de la “revolución” conservadora permanecieron atrincherados en diversas fundaciones y think tanks financiados por grandes transnacionales. Y en ese lapso elaboraron el llamado Proyecto para un nuevo siglo americano, su propuesta doctrinaria para lanzar una gran ofensiva neoconservadora para el siglo XXI ‑‑de donde les salió el apelativo de neocons‑‑.
 
Personajes como Cheney, Wolfowitz, Perle, Rumsfeld, Rice, Ashcroft, Kristoll y Kagan, junto con otros maquinadores del conservadurismo de los años 80, adoptaron a Geoge W. Bush como su candidato, supeditaron el “partido de las ideas” al “partido de los negocios” y ayudaron a derrotar la candidatura del demócrata All Gore a despecho de la votación mayoritaria. Concibieron su misión como una cruzada dirigida a implantar una era conservadora en el plano cultural y moral, a erradicar la concepción laica de la vida ‑‑desde la obligatoriedad del rezo en las escuelas públicas hasta la proscripción de la teoría de Darwin‑‑, a combatir al igualitarismo, el ecologismo y al feminismo, y a entronizar la preeminencia de la seguridad del Estado sobre las libertades civiles.
 
Para imponer esa nueva era, los neocons idearon esa cruzada como una contrarrevolución permanente destinada a impulsar y consolidar su perduración[10]. Su afán fue (y es) revertir el debilitamiento de la hegemonía estadunidense y la decadencia de su concepción de la democracia para “restaurar” un cuerpo social ordenado, disciplinado y jerarquizado. De allí su apremio por implementar algunas de los principales requerimientos de la “nueva” derecha: traducir la percepción de incertidumbre causada por la globalización y la crisis en una situación de temor colectivo por la seguridad; convertir las controversias políticas y socioeconómicas en conflictos etnoculturales y religiosos; erigir “enemigos” y amenazas que justifiquen generalizar medidas de excepción, y descalificar sistemáticamente a todo crítico y alternativa política.
 
Su objetivo es barrer las restricciones que las pasadas reformas liberales y movimientos sociales le opusieron al capitalismo salvaje. Se empecinaron en beneficiar a las grandes corporaciones, instigar el fundamentalismo cristiano, y entronizar la noción norteamericana de civilización y democracia por cualquier medio, incluso el militar. El apogeo de su influencia se coronó con el máximo aprovechamiento de la oportunidad que les ofrecieron los brutales atentados del 11 de Septiembre, que les facilitaron ampliar el control sobre los medios de comunicación, retrotraer las libertades públicas y desatar las guerras de Irak y de Afganistán.
 
La variante española
 
Por su parte, la derecha española tiene en América Latina una trayectoria que viene desde los tiempos del “hispanismo” franquista y abarca dos grandes experiencias contrarrevolucionarias. La primera, se remonta al “levantamiento” fascista contra la democrática República Española y la sangrienta represión que lo siguió. Su influencia en nuestra América se prolongó en colaboración con las “oligarquías” que entonces dominaban a nuestros países y con gran parte de la jerarquía de la Iglesia católica de la época.
 
La segunda viene del papel que la derecha española asumió tras la transición democrática y la europeización, donde volvió a concebirse a sí misma como destinada a revertir los progresos sociales y políticos que los pueblos de su país lograron recuperar durante el proceso postfranquista. Esta “nueva” derecha aparece menos vinculada a la jerarquía eclesiástica y dotada de un lenguaje más contemporáneo y mediático, en correspondencia a su ligazón con una clase empresarial más cosmopolita, donde los operadores de las empresas transnacionales ‑‑y especialmente las españolas‑‑ tienen importante presencia.
 
También contribuye a este esfuerzo al hecho de que en América Latina (como en España) las viejas formas de hegemonía política y gobernabilidad están muy cuestionadas, como lo muestra la crisis de los viejos partidos y la emersión de gobiernos progresistas. En el interés de remozar los métodos y estilos políticos la derecha española asesora y auxilia a sus congéneres latinoamericanas, al extremo de animar el cambio el nombre de varios partidos conservadores y democristianos de la región que ahora, a la moda de su hermano mayor peninsular han pasado a partidos “populares”.
 
La preocupación frente a la pérdida de eficacia de los sistemas políticos vigentes, de sus partidos y de las instituciones parlamentarias ‑‑así como ante la superficialidad de los medios de comunicación respecto a las nuevas demandas sociales‑‑, conduce a buscar nuevos enfoques. En América Latina la “nueva” derecha ahora apela a presentarse como una opción antipolítica. Esto es, a hacerse ver como crítica del sistema establecido y, por consiguiente, como una fuerza extrasistémica supuestamente abocada a cambiarlo. Eso conlleva un esfuerzo por presentarse como la opción del “olvidado” hombre común, de sus miedos y aspiraciones ante un sistema político insensible e inmóvil, frente al cual ella se promueve como la alternativa del “cambio”. Intento que la hace maquillarse con el perfil populista que José María Aznar le recomienda a sus pupilos latinoamericanos, más allá del mero cambio de nombre a sus partidos.  
 
La derecha norteamericana a la hora del té
 
La incapacidad del presidente Obama para actuar a la altura de sus promesas, y su temprana vuelta a varias políticas del gobierno anterior, son motivos adicionales para animar a la derecha “popular” norteamericana a cobrarle el precio por el revés electoral que él antes le infligió. Para preparar su ofensiva en las elecciones parlamentarias de medio período del 2010, se celebraron por separado los cónclaves del Tea Party Movement ‑‑la rama más rústica del fundamentalismo conservador‑‑ y del llamado Conservadurismo Constitucional ‑‑la derecha elegante‑‑.
 
Ambas vertientes coincidieron en el propósito de desplegar “la más implacable campaña de descrédito y desgaste contra un gobierno electo de que se tenga memoria en la política norteamericana”[11], un gobierno al que desde temprana fecha acusaron de “socialista”. Esos cónclaves mostraron que los neoconservadores no se conformarían con recuperar enseguida el control de Congreso y luego el de la Casa Blanca, sino su decisión de eliminar definitivamente los contrapesos institucionales y legales que antes le han obstruido el paso al neofascismo en ese país; es decir, a cambiar todo el sistema.
 
Mucho del lenguaje de esos dos cónclaves luego impregnaría el discurso de las derechas española y latinoamericana.
 
Bajo la rectoría del presidente de la Fundación Heritage, el Conservadurismo Constitucional proclamó la Declaración de Mount Vernon, que recuperó lo esencial del Proyecto para un nuevo siglo americano, de finales de los años 90. Esta Declaración vuelve al clásico recurso de invocar, a su manera, los principios de la Declaración de Independencia y de la Constitución, y emplearlos para alegar que en las últimas décadas esos principios fueron minados y adulterados por sucesivos extravíos radicales y multiculturalistas en la política, las universidades y la cultura estadounidenses. Esto plasma su repudio a las conquistas obtenidas desde mediados del siglo pasado, y no apenas a las iniciativas que la administración Obama hubiera podido añadirles.
 
En consecuencia, la Declaración alega que urge un “cambio” que vuelva a poner al país en la senda de aquellos principios. Y para eso pregona un conservadurismo “constitucional”, dirigido a lograr un gobierno de salvación nacional “que garantice estabilidad interna y nuestro liderazgo global”. Entre esos principios destacan, desde luego, no solo la libertad y la iniciativa individuales, sino la irrestricta libertad de empresa y las reformas económicas basadas en las relaciones de mercado, además de la tradicional letanía sobre la defensa de la familia, la comunidad (local) y la fe religiosa.
 
Lo que nos pone ante un claro llamamiento no apenas a emprender una contrarreforma sino a realizar la “contrarrevolución preventiva”[12], y no solo a escala norteamericana sino global, como se desprende de la argumentación en que ese llamado se apoya y del deber que este movimiento le atribuye y a Estados Unidos, así como de la naturaleza de la potencia en cuyo nombre se proclama ese relanzamiento del un “destino manifiesto”.
 
Los medios: retóricas por realidades
 
El perfil populista de la “nueva” derecha es reforzado a través de su persistente interés en explotar los medios y las técnicas de comunicación y publicidad masivas como su instrumento político principal, en remplazo de las debilitadas formas tradicionales de gestión político‑electoral. El modo de hacerlo refleja su afición por el estilo norteamericano para aprovechar los instrumentos mediáticos. En América Latina esta derecha se apoya especialmente en ese recurso y lo asume con la asesoría de expertos norteamericanos y de latinoamericanos formados en la escuela estadunidense de pesquisa y manejo de la opinión pública.
 
Hoy vivimos en medio de demandas y tensiones sociales más complejas y dinámicas que las existentes cuando se formaron los actuales sistemas de representación y manejo político. Los procedimientos y partidos tradicionales han perdido confianza pública, mientras que los medios de comunicación más poderosos superan la capacidad de los partidos para contactar a una masa plural de grupos sociales que carecen de otras vías para percibir e interpretar la realidad. Gran parte de la población tiene limitaciones para conocer los acontecimientos como partes de un proceso que la envuelve y afecta, y en lugar de verlo de conjunto apenas avista las imágenes fraccionadas que los medios le surten.
 
En estas circunstancias, el populismo de derecha asume la industria de la comunicación como vehículo de performance que ‑‑remplazando a la vieja propaganda‑‑ entroniza una retórica destinada a suplantar la realidad, a la vez que alinea a los medios más penetrantes como instrumentos de poder político.
 
Las retóricas mediáticas se explotan como un sucedáneo que acomoda y sustituye la realidad efectiva. Quien domina los medios está en ventaja para imponer los temas adonde se enfoque la atención de gran parte de la sociedad, y para calificar a los actores políticos y los motivos en discusión. El predominio mediático permite destruir o construir reputaciones, tanto de ideas y de personas como de propuestas, así como ignorar o falsear unas opciones y hacer que otras prevalezcan. Como también permite sustituir los asuntos relevantes con variadas ristras de trivialidades.
 
Con ese respaldo, esa derecha puede convertir las nuevas formas de vestir la opción reaccionaria en una alternativa más difundida y “popular” que las planteadas por las izquierdas; sobre todo cuando éstas últimas no han sabido renovar y promover sus propuestas a través de métodos y lenguajes más frescos y persuasivos.
 
En el modelo mediático que articula esa combinación de seductores lugares comunes coinciden tanto los neocons como los Berlusconi. Aparte de que esos medios de comunicación “normalmente” son propiedad ‑‑o están bajo control‑‑ de intereses sociales, económica e ideológicamente afines a las élites que patrocinan las campañas neoconservadoras, ellos a la vez constituyen un conglomerado capaz de encumbrar las iniciativas de derecha por encima de los antiguos partidos conservadores.
 
Con lo cual finalmente la relación se invierte: el “estado mayor” del conglomerado mediático ‑‑el “partido” mediático‑‑ es quien le fija la agenda a las organizaciones políticas, trastocando los términos entre el supremo manipulador informativo y el partido al que le toca dar la cara por él.
 
Parecidos de familia
 
Así cabe reconocer un conjunto de características que las diferentes modalidades locales de la “nueva” derecha comparten, en uno u otro grado. Sin agotar la lista, ni suponer que todas estas características siempre estarán presentes en cada caso particular, sobresalen 9 rasgos comunes:
 
1.   Se procura generalizar la atmósfera de descrédito de los actores y organizaciones políticas conocidas, y se extrapolan las acusaciones de real o presunta corrupción, insensibilidad, banalidad o incompetencia de los políticos, de sus partidos y parlamentarios, y de la política misma.
2.    
Al efecto, se explota la existencia real de no pocos casos de actores y organizaciones que defraudan las expectativas populares, para absolutizar el repudio a los actores políticos y parlamentarios y entronizar la imagen de que todos deben ser barridos de escena. Con lo cual se descarta la existencia de líderes honestos y propuestas válidas, y de la política como actividad confiable para solucionar los problemas sociales. Se abona el clima para “que se vayan todos” y propiciar su remplazo por otro género de agentes, supuestamente “apolíticos”, cuya legitimación corre por cuenta de los medios más influyentes.
 
3.   El campo clásico de la política es invadido por un personaje de la élite empresarial, a la cabeza de sus asociados y operadores. Se alega el supuesto de que el estilo de mando de la gestión empresarial es más eficaz y puede trasplantarse a la gestión pública. Esta invasión se excusa con el argumento de que esto hará menos deliberativa y más expedita la administración del Estado, como si los procesos y confrontaciones sociales ‑‑y las opciones para darles solución política‑‑ se pudieran decretar por un jefe de empresa, como las decisiones gerenciales.[13]
4.    
5.   La pretensión y el discurso mesiánicos, según los cuales la perduración del orden sociocultural y económico “occidental y cristiano” ‑‑o alguna noción equivalente‑‑ está amenazado por los excesos del legado liberal, la permisividad, la decadencia del sistema político o las ideas socialistas, lo que hace necesario una cruzada preventiva o correctiva para restaurar los valores tradicionales, reinstaurar el orden, la disciplina y las jerarquías sociales, restablecer la seguridad pública y, particularmente, mejorar la rentabilidad del capital para atraer inversiones.[14]
6.    
7.   No obstante, la prioridad de la élite económica que abandera esa derecha no necesariamente es controlar el poder político para gobernar conforme al interés global de su clase, sino tomarse el poder público para imponerle sus intereses personales o de grupo incluso a los demás sectores de la burguesía, y hasta despojarlos, como Ricardo Martinelli.
8.    
Este propósito incluye apelar sistemáticamente al soborno, el chantaje, la intimidación, las penalizaciones extrajudiciales y el escarmiento destinado a amedrentar a terceros, aplicados de formas selectivas, discretas u ostensibles según las conveniencias del momento en que se emplean.
 
9.   Se adopta una retórica y actuación agresivas que destacan en el debate público un paquete de advertencias y un estilo cesarista y mesiánico, para justificar medidas de excepción e instalarlas como rutina de gobierno. Por ejemplo, la reiterada apelación que George W. Bush hacía de citas bíblicas como argumento para imponer políticas de excepción, y cercenar derechos ciudadanos con el alegado fin de combatir espantajos externos como el terrorismo internacional, y fantasmas domésticos como el narcotráfico o los inmigrantes.
10. 
En definitiva, lo que se combate no es el mal que se menciona, sino el espectro construido a colación suya, con lo cual el tema se apresta para golpear a terceros, incluso más que a los propios causantes o actores reales del peligro que se dice querer reprimir.[15]
 
11.Para implementar ese cesarismo, destaca el afán obsesivo y apremiante por controlar y subordinar a los otros Órganos del Estado y demás instancias de la gestión pública, y concentrar el poder en manos del Ejecutivo. Se adopta un modo vertical de mando que reduce y estrecha los ámbitos de consulta y deliberación, que margina las organizaciones de la sociedad civil y pone en crisis la institucionalidad democrática, desconoce sus ámbitos de autonomía, anula la seguridad jurídica y desvanece los límites entre lo público y lo privado.
12. 
Para esto la “nueva” derecha ‑‑en tanto que extrema derecha‑‑ no reconoce la legalidad por sus méritos sociales, sino como instrumento que se puede implantar para fines particulares, o como obstáculo que vale eludir o remover cuando convenga.
 
13.Se entroniza una forma populista de mandar que, con masivo apoyo mediático, se arroga la representación de la masa de los ciudadanos anónimos. Prodiga entre éstos las promesas de ocasión que permitan aparecer ante las cámaras complaciendo sus anhelos, sin sopesar la prioridad y sostenibilidad de tales ofrecimientos, ni su pertinencia respecto a una estrategia de desarrollo sustentable.
14. 
Cultivar mediáticamente la imagen populista conlleva apropiarse de los temas, modas y rostros de mayor rating e instrumentarlos para ello. Como parte del charm buscado, la “nueva” derecha hace una prolija exhibición de actitudes, formas de vestir, procedimientos y extravagancias que la hagan ver como “antipolítica”, pintándose con los rasgos de un género atípico de liderazgo ‑‑presuntamente antisistémico o outsider‑‑ contrario a los hábitos característicos de las instituciones y dirigentes tradicionales.[16]
 
15.Redirigir los disgustos sociales hacia otros blancos, escogidos al efecto, lo que implica desplegar una permanente ofensiva mediática en torno a determinadas ideas‑fuerza, seleccionadas conforme a los objetivos del régimen, la coyuntura política por sortear y las características ‑‑y vulnerabilidades‑‑ de los adversarios que se quiere descalificar. Al efecto, se selecciona y caracteriza al enemigo a batir (ya sea la izquierda, los sindicatos, los corruptos, los negros, los judíos, los inmigrantes, la delincuencia, el terrorismo o alguna combinación de los mismos) y se le dedica la atención mediática del caso, para justificar medidas punitivas que en la práctica también afectarán a la mayoría de las demás personas.
16. 
Para esto la “nueva” derecha elige, atiza y teledirige malestares reales existentes en la población y los alinea contra los blancos escogidos para dirigir sobre ellos el malestar colectivo[17]. Como, a la vez, construye metódicamente la imagen de un liderazgo y un propósito deseables, tales como “el cambio”, la seguridad en las calles o la cárcel para anteriores dignatarios. Quien domina los medios no necesita explicar la naturaleza del “cambio”, como tampoco probar la culpabilidad de los acusados, puesto que los linchamientos mediáticos no lo requieren.  
 
17.Con frecuencia, a todo lo anterior se agrega un persistente afán por anunciar e inaugurar obras o acciones monumentales, no necesariamente imprescindibles pero siempre de notable impacto escénico y alto costo. Ese afán de la “nueva” derecha por el monumentalismo replica un rasgo típico del fascismo, como manifestación visible de lo mucho que una y el otro comparten, en tanto que formas históricas de la extrema derecha.

El clima y la ocasión oportunos
 
¿Cuál es el trasfondo motivador de la “nueva” derecha en las Américas de nuestros días? La universalización de la crisis que emergió en el 2008 ‑‑que no solo es mundial por su extensión sino también porque tiene ominosa presencia en múltiples campos de la realidad[18]‑‑ exacerba las incertidumbres y frustraciones propias de la declinación del capitalismo, al menos la del capitalismo que conocemos.
 
Agregada a la falta o insuficiencia de proyectos alternativos, la crisis acelera sentimientos colectivos de incertidumbre, por precariedad del trabajo, de la seguridad personal, de la salud y la vejez, de la vivienda, del estatus social, así como pérdida de previsibilidad y de confianza en las expectativas. En Europa y Estados Unidos, la crisis tensa la relación con personas y colectividades de otras etnias y culturas, y exacerba el racismo.
 
En un ambiente de fluctuaciones económicas, políticas y socioculturales impredecibles, una plebe desvalijada y ofendida por los efectos de la recesión, pero extraviada, se desplaza a lo ancho del espectro político de forma que un día elige a un mandatario y al otro lo repudia[19]. Lo que asimismo depara el ambiente psicológico proclive al discurso mesiánico, demagógicamente prometedor de “cambios” y de certidumbres cosméticas que la “nueva” derecha ofrece por boca de líderes machos que dicen saber lo que hacen y tener el coraje (o la falta de inhibiciones) para hacerlo enseguida. Como también unos adversarios convenientemente seleccionados sobre quienes desviar los disgustos que la situación haya acumulado[20].
 
Pero el auténtico motor del asunto está en el objetivo de garantizar la seguridad y la rentabilidad del capital, no solo ante la crisis sino frente al peligro de que la inconformidad social se traduzca en desbordamientos y rebeliones, ya sea como caos o como revolución. Esto es, el objetivo de proteger al capital adelantándose a reimplantar las condiciones de orden y jerarquización sociales que hagan falta, no solo para salvaguardar al régimen capitalista, sino también para quitarle del camino las restricciones que en el último siglo le limitaron la tasa de ganancias: las normas de seguridad social y de derechos sindicales, de derecho a investigar e informar, organizarse y rebelarse, etc.
 
Por consiguiente, tras bastidores lo que hay es un programa neofascista, aunque lo llamen de otras maneras. La “nueva” derecha no es conservadora sino extrema derecha, tanto por su proyecto económico como por su fundamentación ideológica y política. El cambio está en la época y el modo de presentarse, ahora equipada con otros instrumentos, los de un fascismo civil envuelto en formas más atrayentes, para un público que los medios mantienen más fragmentado y desmemoriado.
 
América Latina: una contienda sobre terreno inestable
 
En gran parte de América Latina los movimientos y partidos progresistas mantienen la iniciativa política, pero ahora se hallan frente a esa amplia contraofensiva de una derecha remozada. Nos encontramos ante una anchurosa pluralidad social que está en disputa y ‑‑como corresponde a tiempos de transición‑‑ donde hay una diversidad de opciones abiertas. Por un lado, esa “nueva” derecha tiende a prevalecer sobre las formaciones conservadoras tradicionales, aunque sin desecharlas. Por el otro, el panorama de las izquierdas es más variado, como es natural a su naturaleza cuestionadora y creativa, que explora y propone diversidad de caminos.
 
En nuestra América los problemas desatados tanto por las políticas neoliberales como por su fracaso, se superponen con los efectos del anterior abandono de los proyectos desarrollistas, revolucionarios y nacionalistas de los años 60 y 70, y la insuficiencia de las nuevas propuestas con las cuales enfrentar los tiempos que corren. La crisis social está mucho más avanzada que el desarrollo de nuevas propuestas político‑ideológicas.
 
Tras tantos años de insatisfacciones la gente está harta, sin que eso signifique que ya es consciente de sus posibles opciones históricas. Así las cosas, ese difuso y multiforme malestar ha contribuido a fortalecer el apoyo electoral a las ofertas progresistas, pero no necesariamente está listo para aceptar alternativas más radicales. El dolor y la irritación por las consecuencias de la desigualdad extrema, el empleo precario y la miseria conviven con el descrédito de los partidos y sistemas políticos conocidos y, a la vez, con una extendida sensación de temor que resulta de la falta de certezas y la frustración de expectativas.
 
Es en ese contexto que toca medir fuerzas con una derecha remozada que viene a disputar el campo político. Y que viene con los recursos que ya sabemos: predominio mediático, buena orquestación continental y unas consignas populistas que tienen las ventajas de su brutal simplificación de los problemas y expectativas populares que facilita propalarlas[21], al deslizarlas sobre el limo de los estereotipos del llamado sentido común.
 
En períodos así el piso político es movedizo: abundan los realineamientos ‑‑tácticos, programáticos e ideológicos‑‑ de las dirigencias de los partidos políticos y organizaciones, como también de los sectores sociales que ellos pretenden representar. Esto es un espacio propicio para cualquier género de aventureros, como antes Fujimori y después Álvaro Uribe, Mauricio Macri u Otto Guevara. Es decir, de la crisis general no solo se puede salir hacia la izquierda, sino también por la derecha, como en su tiempo ocurrió con el fascismo tras el impacto de la Gran Depresión.
 
Sin embargo, esto no niega sino recuerda que del lado de las fuerzas progresistas subyace, como la parte inmersa del iceberg, una enorme incubadora social espontáneamente orientada a la izquierda. Está en el seno de la propia población. Si bien es cierto que la crisis ‑‑económica, sociopolítica e ideológico‑cultural‑‑ propicia confusiones y recomposiciones, eso no conlleva el supuesto “retorno a la derecha” que hoy predicen ciertos “analistas”[22]. Al contrario, en ningún país latinoamericano existe un movimiento de masas que apoye proyectos contrarrevolucionarios.
 
Aunque aquí o acullá la izquierda política aún no termina de renovar y unir sus propuestas, la vida sí le da impulso a una izquierda social que se expande bajo la superficie, aunque todavía no esté conceptual y organizativamente desarrollada. Si en vez de preguntar en las encuestas por las siglas de los partidos, se inquiere sobre los problemas diarios, se constata que es falso que nuestros pueblos derivan hacia la derecha. Por eso mismo las campañas de la “nueva” derecha andan tan necesitadas de remedar los discursos progresistas.[23]
 
Lo que pasó en Chile en las elecciones del 2009 no demuestra otra cosa. La Concertación por la Democracia, que gobernó a ese país por 20 años, no fue un ejemplo de la reactivación que las izquierdas latinoamericanas han experimentado desde finales de los años 90 en rechazo a las tesis y secuelas del neoliberalismo. Al contrario. La Concertación fue producto de una etapa anterior, de transición pactada de la dictadura a la democracia neoliberal (que ocurrió paralelamente a la claudicación de la socialdemocracia ante el neoliberalismo). La subsistencia del modelo pinochetista de Constitución, institucionalidad pública, sistema electoral y economía de mercado así lo recalca, a la vez que representa el fantasma de una transición democrática que se dejó sin concluir.
 
La articulación de esta ofensiva
 
Aunque en la tradición de las izquierdas el internacionalismo y la solidaridad ocupan un sitial relevante, en la actualidad la mayor parte de sus organizaciones latinoamericanas consume sus escasos recursos en las tareas nacionales. En los últimos lustros, tras la ofensiva neoconservadora de los años 90, lo demás no suele ir más allá del plano declarativo. Las organizaciones y foros internacionales de las izquierdas dan más ocasiones periódicas para compartir reflexiones, que oportunidades para organizar cooperaciones de mayor magnitud.
 
En la derecha se instrumenta un internacionalismo más práctico. Hoy por hoy el sostenimiento de escenarios y actividades de instrucción y colaboración política internacional es mucho más constante y efectivo para sus organizaciones. Para esto hay un polo articulador: en América Latina todos los partidos derechistas de alguna importancia tienen vinculaciones con el Partido Republicano y con fundaciones y universidades conservadoras de Estados Unidos, lo mismo que con el Partido Popular español y las fundaciones cercanas este.[24]
 
Los cuadros jóvenes de los partidos de derecha frecuentan cursos auspiciados por fundaciones y universidades conservadoras, particularmente en el área relacionada con el marketing político, con énfasis en la pesquisa y manejo de la opinión pública, y las técnicas para dirigir las comunicaciones sociales. Miami alberga un gran conglomerado de instituciones y cursos de formación en esas especialidades para los nuevos cuadros latinoamericanos de derecha.
 
Aparte de que, por supuesto, esas jóvenes promesas político‑empresariales estudian en las mismas universidades estadunidenses. Una notable proporción de los dirigentes de las derechas latinoamericanas son ex condiscípulos de carreras, cursos y postgrados en esas instituciones.
 
Proliferan igualmente los eventos de capacitación político‑ideológica que propician encuentros de las jóvenes promesas de la derecha con sus veteranos referentes europeos, latinoamericanos y estadunidenses. José María Aznar, por ejemplo, sin ser siquiera un intelectual de mediano brillo, se la pasa volando, en el literal sentido de la palabra.  
 
A su vez, los mayores no solo asisten a las mismas conferencias en Estados Unidos, o las impartidas por gurúes norteamericanos en ciudades latinoamericanas sino que, por si faltara, no pocas veces coinciden en las juntas directivas y las reuniones de accionistas de las mismas empresas. Las que, además, cada día operan en mayor cantidad de países de la región y fusionan sus respetivos intereses, bajo el paraguas de las mismas transnacionales. En consecuencia no sorprende que al cabo piensen a nuestra América con los mismos parámetros, asuman proyectos políticos similares y concuerden en los mismos términos, para armonizar sus actividades políticas.
 
Las izquierdas latinoamericanas no disponen de nada parecido. Si bien sus encuentros dan ocasión a meritorios esfuerzos reflexivos, no cubren ese ambicioso espectro de homologación estratégica, formación de cuadros y coordinación operativa.  
 
La piedra de toque de esta diferencia radica en que el núcleo político‑ideológico de la derecha norteamericana sigue activo y no le faltan organización, poder, recursos ni iniciativas, no solo para domesticar al Presidente Obama sino también para auspiciar la contraofensiva de las derechas latinoamericanas.
 
Aún así, nada de eso constituye un escollo ante el cual las izquierdas deban resignarse a resistir, sino un reto que deben superar con el capital de su propia imaginación y creatividad. En el presente mundo de las comunicaciones virtuales y las redes sociales, cuando los pueblos de la región tienen muy buenos motivos para desplazarse a la izquierda, ese tampoco será un reto demasiado difícil de remontar, una vez que se es consciente  de su trascendencia.
 
Nueva izquierda: construir contrahegemonía
 
En tiempos de la Guerra Fría, para que la derecha oligárquica pudiera imponer “cambios” dirigidos a rehacer al sistema y derogar las conquistas sociales, democráticas y progresistas ya logradas, fue necesario infligirle derrotas aplastantes y duraderas a la resistencia popular, apelando a las dictaduras de seguridad nacional y el terrorismo de Estado. Pero de entonces para acá el cambio de las circunstancias mundiales y regionales, así como el desarrollo político alcanzado por una parte significativa de nuestros pueblos han creado otras condiciones: aquellas opciones de fuerza se han vuelto menos aceptadas y sostenibles, como en el 2009 lo reiteró el caso de Honduras y en el 2010 la intentona golpista en Ecuador.[25]
 
Para derogar esas conquistas sociales ahora la derecha tiene que apelar a otros medios. Y lo puede hacer en tanto que la reacción ‑‑aprovechando para esto los recursos que le dan ventajas‑‑ logre explotar en beneficio suyo los malestares y confusiones sociales existentes. Es decir, en tanto que pueda organizar agrupaciones salidas de los miles “de seres humanos arrojados a la marginalidad, la ignorancia y la desesperación, para intentar hacer de ellos una fuerza de choque salvaje” contra los sectores ciudadanos más conscientes[26], y no solo en el plano electoral. Esa opción de convocar al pobrerío desclasado para instrumentarlo al servicio de la coacción y la violencia oligárquicas es, precisamente, botón de muestra de la conducta fascista, arquetipo de la estrategia de contrarrevolución preventiva.  
 
La magnitud de las amenazas que esa “nueva” derecha representa resalta el valor que para las izquierdas siempre ha tenido ‑‑y la urgencia que hoy tiene‑‑ la tarea de formar conciencia y organización popular. Si las armas de esa derecha prosperan precisamente al incidir sobre una masa ignorante, afligida y desarticulada, superar esa debilidad popular es la prioridad de las izquierdas. El campo del pensamiento y la imaginación popular y latinoamericana es su campo histórico y en él le toca derrotar a este invasor.
 
Frente a la ofensiva que la élite económica y la reacción política invierten para impregnar a esa masa con una subcultura de la derecha, es prioritario construir y movilizar en su seno una contracultura fundada en las necesidades, reivindicaciones y expectativas populares. Es con base en esa contracultura que se puede reivindicar la independencia del pensamiento popular y relanzar su solidaridad de clase. Una contracultura capaz de crecer como el cemento aglutinador y orientador de organizaciones donde la solidaridad popular vuelva a primar sobre la atomización de las salvaciones individuales ‑‑místico‑religiosas, delincuenciales o neofascistas‑‑ que el neoliberalismo ha dejado sobre el tapete.
 
Es claro que opciones más revolucionarias y socialistas no subsisten sin la debida participación de grandes masas conscientes. Y que formar y organizar esas masas es misión de los partidos y movimientos de izquierda, más que de los gobiernos progresistas, que a su vez tienen otras misiones.
 
Solo la organización popular y plural ‑‑tanto barrial y comunitaria como laboral y gremial, cívica o patriótica‑‑ puede convertir las ideas y aspiraciones de esa contracultura en una fuerza material, esto es, en una fuerza capaz de desarrollar su propio poder social. Por consiguiente, en una contrahegemonía, una opción de poder que oponerle a los recursos y los fines de todas las derechas y del capital que las amamanta, como fuerza social y política que sí puede superar y derrotar a las élites económicas.
 
Lo que en igual medida prioriza el imperativo de articular frentes amplios donde juntar la diversidad de las izquierdas sociales y políticas ‑‑y cerrar los vacíos donde pululan los aventureros‑‑, con base en lo que en cada caso ellas tienen de común, a la vez que respetando sus respectivas personalidades y diferencias.
 
- Nils Castro es escritor y catedrático panameño.
 


[1]. Como Henrique Capriles al inicio de la campaña electoral contra Nicolás Maduro, hasta que el propio Lula da Silva salió a proclamar su apoyo a Maduro.
 
[2]. Como en algunas expresiones de la derecha cruceña, en Bolivia, y de la derecha argentina. En otras partes del mundo, de forma más ostensible en el tea party estadunidense y el Amanecer Dorado de Grecia.
 
[3]. Por ejemplo, en manos de las élites europeas la crisis es a la vez oportunidad para avanzar un amplio proceso contrarrevolucionario, arrebatándole al movimiento obrero y popular las conquistas obtenidas desde la postguerra, al tiempo que se despliega un discurso ideológico dirigido a desviar contra los inmigrantes el resentimiento social causado por las políticas neoliberales y las políticas anticrisis de la derecha.
 
[4]. No es el caso enumerar aquí las causas de esa limitación, que no son el tema de estas páginas. De esa cuestión ya me he ocupado antes en Una coyuntura liberadora ¿y después?, en Rebelión del 23 de julio del 2009, y en La brecha por llenar, premio Pensar a Contracorriente, La Habana, 2010.
 
[5]. En los países donde las movilizaciones sociales desbordaron las restricciones propias del sistema político‑electoral previamente establecido, se alcanzaron reformas constitucionales “refundadoras” de dicho sistema y, así, reformas socioculturales de mayor aliento. En distintas formas y grado, este ha sido el caso de Bolivia, Ecuador y Venezuela. Sobre esto volveremos más adelante.
 
[6]. Los resultados de ese empeño fueron encomiados periodísticamente como una “oleada democratizadora” continental, presuntamente capaz de resolver por varios lustros los fenómenos de contracción económica, inflación y desempleo que venían acumulándose. Pero pocos años después la aplicación de las políticas neoliberales, que esas democracias restringidas tenían la misión de legitimar, se tradujo en una marea de frustraciones e ingobernabilidad que, aún antes de poner en entredicho al neoliberalismo puso en peligro a esos gobiernos y a operadores políticos.
 
[7]. Eso coincidió con otros importantes acontecimientos a escala mundial, que también ayudaron a que este fuera un período de gradual degradación de los procesos nacional‑revolucionarios y ‑‑sobre todo tras el desmoronamiento de la URSS‑‑ de repliegue y posterior reformulación de muchos proyectos y organizaciones de izquierda.
 
[8].  Los casos más notorios fueron el Caracazo y las sublevaciones urbanas de Quito, el Alto, la Paz y Buenos Aires, que constituyeron claros presagios de lo que estaba por suceder en otras otras ciudades y países latinoamericanos.
 
[9]. Ver Los neocons, profetas del pasado, en El País, 14 de junio de 2004. La frase remeda cáusticamente la consigna de la “primavera de Praga” de 1968, que buscaba instaurar un “socialismo con rostro humano” dentro del bloque soviético.
 
[10]. Tanto en Estados Unidos como en Europa se ha señalado la “reconversión” de activistas de extrema izquierda en intelectuales neoconservadores, por efecto de la ofensiva neoconservadora y del desmoronamiento de la URSS. Esto explica la frecuente apropiación ‑‑e inversión‑‑  de categorías procedentes de León Trotsky (como la de revolución permanente) y de Antonio Gramsci (como la de construir hegemonía cultural).
 
[11]. Ver Elides Acosta, Obama entre el Tea Party y el conservatismo constitucional (I), en Cubadebate del 22 de febrero de 2010.
 
[12]. La contrarrevolución preventiva fue el objetivo inicial de los regímenes fascista y nazi. Propone tomarse el poder e instalar un régimen contrarrevolucionario aun sin que una revolución haya ocurrido, para impedir de antemano que esta pueda darse.
 
[13].Sin embargo, el liderazgo personal de un multimillonario como Sebastián Piñera no es indispensable en cada uno de los casos. Ese papel político también puede ejercerse por interpuesta persona ‑‑como un Nicolás Sarkozy o un Alberto Fujimori‑‑, si ésta persona comparte esa misma concepción y adopta igual amaneramiento “ejecutivo”, que al propio tiempo busca descalificar al político profesional como ineficaz y descartable. Este remedo procura sugerir más eficacia pragmática que valores sociopolíticos, para promocionar a esos “nuevos” líderes como si estuvieran dotados de exitosas habilidades empresariales, esto es, como una providencial oportunidad que la burguesía más competente le brinda al país para implantar un nuevo tipo de gestión pública u “otra forma de gobernar”, para decirlo en palabras de Piñera.
 
[14].La derecha norteamericana, nutrida por un conspicuo acervo de predicadores y demagogos, se caracteriza por apelar al fundamentalismo cristiano como fuente argumental y sostén místico de su discurso mediático. En la derecha latinoamericana, de orígenes ibero‑católicos, no faltan oradores ni pillos que invoquen la bendición divina, pero se recurre más a los espectros de la corrupción política, la incertidumbre y la inseguridad que a la exaltación religiosa.
 
[15]. Descartándose así el discurso presidencial clásico, moderado y paternal, remplazado por un estilo rupturista cuyo lenguaje mesiánico justifica destruir los anteriores consensos y esquivar la legalidad, que antes dieron base a derechos ciudadanos fundamentales en materia de seguridad social, pensiones, educación, privacidad, función representativa y negociadora de los sindicatos y las organizaciones sociales, desde los tiempos del New Deal y de la segunda postguerra mundial.
 
[16]. Las prácticas populistas se manifestarán asimismo en la explotación de formas de conducta y lenguaje corporal y verbal atribuidas a la informalidad popular, según la respectiva idiosincrasia nacional y de época. Se apela a imitar conductas machistas, estilos iconoclastas o “de trabajo” ‑‑vestir botas o cazadora‑‑, etc., como expresiones de una nueva retórica indumentaria que más sugiere una imitación populachera que al austero estilo popular.
 
Esto incluye una peculiar relación con las mujeres, tratadas como objeto publicitario, que va desde casarse con estrellas de la televisión hasta exhibir vistosas amantes.
 
[17]. Según la tesis de que, anger is an energy, el disgusto o el odio son una fuerza que se puede recoger, excitar y canalizar contra el blanco elegido sin necesidad de demostrar si éste de veras es culpable de causar el disgusto social que se le atribuye.
 
[18]. Como crisis económica, financiera, alimentaria, energética, moral, del clima, de la seguridad ciudadana, de los sistemas políticos nacionales, del sistema político global, etc.
 
[19]. Ver Immanuel Wallerstein, El caos como cosa cotidiana, en La Jornada de 20 de febrero de 2010.
 
[20]. El presidente Ricardo Martinelli, de Panamá, los identifica como “los políticos de siempre, los malos empresarios y la izquierda”. Alocución televisiva reiteradamente transmitida durante finales de febrero e inicios de marzo de 2010.
 
[21]. Ver Massimo D’Alema, La via progresista contro la destra que cavalca le paure, en Il Sole, 23 de febrero de 2010.
 
[22]En particular lo predican, como hoja de parra, quienes desertaron de la izquierda en tiempos de la ofensiva neoconservadora y la “caída del muro”.
[23]. Ver Luis Bilbao, América Latina no gira a la derecha, en ALAI, América latina en movimiento, 11 de febrero de 2010.
 
[24]. De esos auspicios vive, entre otras, la Unión de Partidos de América Latina (UPLA), con sus cursos de formación de líderes para jóvenes y para mujeres, y los cónclaves de su Directorio, como los convocados para sesionar en Panamá en octubre y noviembre de 2010.
 
[25]. Dante Caputo calificó la asonada en Honduras como un golpe “correctivo”: los militares intervinieron para devolver el gobierno a la oligarquía tradicional, sin quedarse en el poder. Aún así, la comunidad internacional sancionó el golpe de formas que también perjudicaron los intereses de esa oligarquía; los golpistas de uniforme después fueron relevados y el golpe, a la postre, no diluyó sino que levantó un movimiento de resistencia social no solo capaz de defender las modestas conquistas sociales ya logradas por el pueblo hondureño, sino de exigir más.
 
[26]. Ver Luis Bilbao, América Latina no gira a la derecha, en ALAI, América latina en movimiento, 11 de febrero de 2010.
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https://www.alainet.org/fr/node/81328
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