Internet de las cosas muertas

13/03/2014
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Imagine el lector el siguiente escenario: Cada mañana, cuando usted ingresa al baño de su casa, hay un botiquín que le da los “buenos días”. Acto seguido, una voz agradable le indica que debe tomar sus medicinas. La voz le advierte que, si bien aquellas están por terminarse, ya se ha hecho un pedido a la farmacia, el cual recibirá usted en el transcurso del día. La misma voz también le hace saber que lleva un registro, con fechas y horarios, en que ha venido tomando las medicinas, el cual le será enviado a su médico antes de que usted llegue a su próxima consulta. ¿Ciencia ficción? No. Este escenario será algo muy común en un futuro no tan distante, como parte de la Internet de las cosas.

Internet nació en 1969 cuando se creó la red ARPANET, integrada por cuatro computadoras ubicadas en distintas universidades de Estados Unidos que se conectaban entre sí. Inicialmente, la ARPANET tuvo un uso sobre todo militar y ello dio lugar a la creación de la red MILNET.1 La idea, según el Departamento de Defensa, era conectar computadoras para que, en el caso de una hecatombe, es decir, la guerra nuclear, se pudiera garantizar el flujo de información y las autoridades pudieran estar en contacto a efecto de valorar la situación y facilitar la toma de las decisiones. Un poco después, la National Science Foundation (NSF) creó su propia red, la que absorbió a ARPANET, con fines científicos y académicos. La red fue creciendo y en 1990 surgió la World Wide Web (www), misma que facilitó la navegación y fue un parteaguas para el uso masivo de Internet. En la actualidad, se calcula que la mitad de la población mundial tiene acceso a Internet, con un porcentaje de penetración en las sociedades del 34.3% (datos a junio de 2012).2

 
Las posibilidades que ofrece Internet son infinitas: permite comunicaciones instantáneas, almacenar y difundir información, comprar y vender cosas –a pequeña y gran escala–, realizar transacciones financieras, efectuar consultas médicas y proveer servicios de salud sin importar las distancias, acceder a diversos productos con fines de entretenimiento, participar en jornadas electorales, conducir una ciberguerra y, claro, también hace factible la comisión de numerosos delitos, como queda de manifiesto en el auge del cibercrimen –con modalidades como el secuestro virtual, el robo de identidad, la pornografía infantil, etcétera, todo ello en tiempo real–. Lo cierto es que Internet cambió la forma en que funciona el mundo y lo sigue haciendo.
 
De especial interés es la manera en que se ha desarrollado la Internet de las cosas (Internet of Things) también llamada Internet de las cosas muertas, concepto que se utiliza para referirse a máquinas u objetos de uso cotidiano que se conectan entre sí, y día a día la cifra crece. Baste mencionar que se estima que hay más de 50 mil millones de “cosas”, dispositivos, máquinas y objetos diversos conectados a la red, y esta cifra se podría duplicar en el transcurso de los siguientes 5 a 10 años.
 
Internet de las cosas fue creada en 1999 por una sociedad denominada Auto-ID Center, integrada por un centenar de empresas trasnacionales y cinco prestigiadas universidades, a saber: el Massachussets Institute of Technology (MIT), la Universidad de Cambridge, la Universidad de Adelaide, la Universidad Keio y la Universidad de St. Gallen. La sociedad creada al amparo del Auto-ID Center, se propuso seleccionar la tecnología y crear los estándares necesarios para la identificación de objetos o cosas mediante radiofrecuencia utilizando etiquetas pasivas y lectores inductivos. Con esta tecnología cada producto es identificado de forma única e integrado en la cadena de distribución desde el primer momento. Es decir, el Auto-ID ofrece información completa, estructurada y actualizada en tiempo real. Aquellos afectan por un lado a la etiqueta identificativa de radiofrecuencia y, por otro, a la estructuración de los sistemas asociados de almacenamiento y gestión de la información. La infraestructura global resultante hará posible obtener de forma instantánea información relativa a cualquier objeto en cualquier lugar del mundo desde una computadora enlazada en la red, una vez que se le haya identificado.3
 
La racionalidad de Internet de las cosas es, de entrada, de carácter económico y comercial, si bien tiene importantes implicaciones políticas. Es un hecho que la evolución de las cadenas de suministro determinará la competitividad de las empresas, dado que esta especie de “codificación” de las cosas hace posible su identificación y conexión con otras más y ello repercutirá en la eficiencia de las corporaciones. Se trata, en cierta forma, de una nueva arquitectura que complementa a la del mundo “real” desde el mundo “virtual”. Cabe destacar que la Internet de las cosas no es resultado de una tecnología única sino de varios procesos de innovación que se complementan y que acortan la brecha existente entre los mundos real y virtual.
 
 Para que esta arquitectura funcione, es necesario etiquetar, por así decirlo, todos los objetos que se desea conectar, para lo cual se les coloca una suerte de identificador. En la actualidad existen varios sistemas de identificación, entre los que figura el Near Fields Communication o NFC, el cual posibilita que dos objetos se “identifiquen” entre sí al tocarse. Así, por ejemplo, a través de un teléfono inteligente, es posible comprar un bien con tan solo acercar el Smartphone a la etiqueta del producto deseado, función semejante a la del Bluetooth. Claro que en estos casos se requiere que alguien active o sincronice las cosas. Sin embargo, todo apunta a una automatización en que la intervención de las personas será mínima, lo cual, por supuesto, supone desafíos importantes cuando, como señala Neil Gershenfeld, investigador del MIT, las cosas, por así decirlo, “empiezan a pensar”.4
 
Las “capacidades” de Internet de las cosas
 
Las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) posibilitan la existencia de diversas capacidades, destacando la comunicación y la cooperación –algo que caracteriza a las tecnologías inalámbricas como el Wi-Fi o el Bluetooth–; el direccionamiento –cuando se hacen búsquedas en la red–; la identificación –ilustrada en el caso del NFC–; la detección; la actuación –cuando las “cosas” transforman las señales que reciben en movimientos mecánicos–; el procesamiento de la información –la cual es recibida, almacenada, analizada–; la localización –con dispositivos como los GPS–; y las interfaces de usuario –que comunican a las “cosas” con las personas.5
 
Tales capacidades tienden a propagarse en los más diversos ámbitos de la vida de las sociedades, por lo que será necesario desarrollar una infraestructura para que las “cosas” puedan operar. Hoy las personas presencian destellos de lo que puede ocurrir. Baste mencionar los teléfonos inteligentes que cuentan con aplicaciones que indican al automovilista cuál es la mejor ruta para llegar a su destino, las condiciones meteorológicas o el tráfico de vehículos. Sin embargo, llegará el día en que las “cosas” se puedan conectar a internet o a redes complementarias para ámbitos como el tráfico vehicular, de manera que los automóviles se comuniquen entre sí, mejorando el gasto energético y la seguridad vial. Otro escenario es el que permitiría potenciar el consumo energético para las necesidades del hogar. Otro más haría factible a las personas con problemas de motricidad acceder a “cosas inteligentes” para que a través de ellas puedan satisfacer sus necesidades. Las posibilidades, ciertamente, superan a la imaginación.
 
Lo que Internet de las cosas necesita
 
Internet de las cosas crece a una velocidad mayor que Internet convencional. Pero ese crecimiento depende directamente de un funcionamiento óptimo en condiciones evidentemente distintas de como lo hace, por ejemplo, una computadora. Al respecto, Gershenfeld explica que la red de redes opera a partir del Protocolo Internet (IP), en tanto que las “cosas” han creado una red de “servicios diarios”, a la que él denomina “Internet-0.”6 Por lo tanto, “Internet de las cosas” es una suerte de “torre de Babel tecnológica” a la que hay que conectar con la Internet convencional. Ello se puede lograr, al decir de Gershenheld, a través de la adopción –por parte de las “cosas”– del protocolo de datos que constituye el corazón de la Internet, a fin de que represente información en la forma en que ésta se manifieste, sea a través de pulsos eléctricos, impresa mecánicamente, obtenida acústica u ópticamente, por impulsos electromagnéticos, etcétera.
 
Así, el gran desafío es interconectar Internet de las cosas con la Internet convencional.7 Idealmente, las “cosas” deben operar cuando se les requiera, adaptándose a las necesidades de las personas –y claro, que las personas puedan usar las “cosas” de manera práctica y sencilla, sin complejos manuales ni especificaciones.
 
El tema de los costos no es un asunto menor. Muchas “cosas” podrían utilizar la infraestructura de la web para operar de manera “inteligente”, aunque en el caso de objetos pequeños y simples, esto podría ser costoso. ¿Cómo resolver este dilema? “… cada artefacto usa un IP. En contraste, las diversas aproximaciones existentes para conectar artefactos introducen estándares alternativos. Si una computadora se quiere comunicar con uno de estos artefactos, el mensaje debe ser traducido primeramente de un IP a otro protocolo –proceso que requiere una interface especial. Los desarrolladores llegaron a esta conclusión al pensar que el IP sería demasiado demandante como para poder operar en artefactos simples. Pero ese no debe ser el caso. El código para usar el IP puede ser dividido en unos cuantos kilobytes y operado desde un micro controlador de un dólar. La información del IP añade cerca de 100 bits a cada mensaje, lo que de manera frecuente tiene un impacto negativo en el tiempo de respuesta y en las necesidades de energía. A cambio de este modesto inconveniente, la red evita[ría] el costo de configurar y mantener interfaces complejas”.8
 
En otro orden de ideas, hay infraestructura básica que se requiere para que ocurra el escenario descrito. Por ejemplo, un ancho de banda limitado es un obstáculo que puede frustrar las pretensiones de contar con una Internet de las cosas que las personas emplean en su vida cotidiana. El suministro de energía eléctrica también es vital, dado que un apagón, en el mundo real, haría inaccesible el mundo virtual. Es como la experiencia de un amigo que, orgulloso, mostraba a quien esto escribe, un sistema de purificación de agua muy sofisticado que opera a base de electricidad. Este personaje vive en una zona donde frecuentemente hay apagones, por lo que la maravillosa tecnología que posee no le ha garantizado el acceso a agua bebible, por ello, frustrado, comenta que debe seguir comprando agua embotellada. Algo parecido podría ocurrir en lugares con infraestructura deficiente donde se pretende que la Internet de las cosas se integre.
 
Algunos riesgos de la Internet de las cosas
 
Un tema insoslayable es la privacidad. Los artefactos “inteligentes” requieren cierta información de los usuarios para operar. Dicha información, acumulada en diversas “cosas”, puede ser un arma de dos filos, dado que bastaría con que alguien obtenga esos datos personales y los emplee para otros fines. La protección de datos personales demanda marcos éticos y jurídicos claros. Actualmente hay una gran preocupación en torno a la privacidad, a la luz de diversas revelaciones sobre el espionaje en la red perpetrado por el gobierno de Estados Unidos y, presumiblemente, por otros países, contra sus sociedades.
 
No menos importante es la creciente influencia que Internet tiene, como medio de comunicación, en las personas. Es cada vez más frecuente escuchar o leer acerca de individuos que ponen en primer lugar su acceso a la red de redes, sobre las relaciones con la familia y la comunidad. Hay encuestas que revelan que muchas personas prefieren dejar de tener sexo por dos semanas que perder su conexión a Internet en el mismo período.9 En este mismo espacio se ha comentado la fascinación que generan las TIC y cómo, por ejemplo, es frecuente encontrar individuos frente a frente donde uno de ellos –o ambos– en vez de dialogar cara a cara, prefieren, con su teléfono inteligente en la mano –del que no se desprenden en ningún momento– responder llamadas, mensajes o participar en las redes sociales, ignorando a su interlocutor en el mundo real. Ello hace suponer que en la medida en que Internet de las cosas prolifere, podría tomar como “rehenes” a los usuarios, en vez de liberarlos de las faenas de la cotidianidad.
 
La dependencia tecnológica a que están expuestas las personas es otro aspecto a ponderar, dado que acontecimientos como un terremoto, inundación, erupción volcánica, huracán, etcétera, podrían comprometer seriamente el acceso a la red, y ello tendría consecuencias catastróficas para la sociedad, la economía y claro, también en la vida política de una nación.
 
Esa dependencia también tiene otra arista, especialmente comercial. No está garantizado que las “cosas” inteligentes hagan lo que las personas quieren. El peor de los escenarios, en el terreno de la ficción, ya fue llevado al cine en las taquilleras películas Terminator, donde las máquinas llevan a cabo la guerra nuclear para liberarse de la tutela de los humanos y dominar al mundo. Por supuesto que lo que plantea Terminator es una visión catastrofista del futuro y se puede debatir la viabilidad de un evento de esas magnitudes y características. Sin embargo al observar la aparente enajenación de los usuarios ante los teléfonos “inteligentes” y otros productos de las TIC, queda la sensación de que las personas tienden a perder iniciativa y libre albedrío, haciendo que sus vínculos con la familia, colegas y la sociedad en general, se subordinen al teléfono “inteligente” o a la computadora.
 
Asimismo, las tecnologías que hacen y seguirán haciendo posible la Internet de las cosas son –y así será al menos por mucho tiempo– un dominio exclusivo de grandes corporaciones transnacionales, por lo que la dependencia y brecha tecnológica entre los países que no tienen una producción tecnológica en esa dirección frente a los que sí la poseen, se ensanchará aún más.
 
Por otra parte hay que recordar que si bien Internet surgió como una iniciativa pública y gubernamental, hoy es un ambiente privado y privatizado en el que las grandes corporaciones tienen márgenes de maniobra prácticamente ilimitados. Así, a las corporaciones les interesa ampliar sus mercados y que sus productos sean consumidos. Por lo tanto, en el futuro, la Internet de las cosas podría felicitar a un usuario por haberse ejercitado en una bicicleta fija durante una hora, pero esa plataforma tecnológica también podría acompañar esa felicitación con una invitación a adquirir determinados productos para mejorar la figura o para tener una mejor salud. Sería ilusorio pensar que la Internet de las cosas estará exenta de propaganda o publicidad.
 
 En el terreno militar, la Internet de las cosas podría ser un medio para obtener la victoria sobre el adversario. En el ejemplo referido en el inicio de esta reflexión, si se desea causar daño, inhabilitar o victimar a alguien, bastaría con programar el suministro de medicamentos en dosis letales a través de la Internet de las cosas. Dichas “cosas” también estarán en condiciones de conocer detalles muy personales e íntimos de las personas, información que en manos de los artífices de la ciberguerra o cibercriminales, haría de los individuos blancos más vulnerables y fáciles de atacar.
 
En el fondo subyace el eterno debate de “¿quién gobierna Internet?”, dado que la primacía de intereses privados parece estar llamada a chocar con el interés público. De ahí que sea necesario repensar el papel de los Estados, no solo como garantes de infraestructura para Internet convencional e Internet de las cosas, sino como gestores y participantes activos, mediante políticas educativas, regulaciones, normas, penalizaciones y otras medidas encaminadas a garantizar que las sociedades se beneficien de manera genuina de las posibilidades que ofrece el mundo virtual. De otra manera, podría darse una lamentable situación en que las “cosas” inteligentes se conviertan en un fin en sí mismas, operando, en el peor escenario, en perjuicio de las personas.
 
Notas:
 
1] El Universal (13 de octubre de 2009), “¿Cómo surgió internet?”, en http://www.eluniversal.com.mx/notas/632809.html
[2] Internet World Stats (2012), “Internet users in the world”, en http://www.internetworldstats.com/stats.htm
[3] Jaime Moraleda Novo, Andrés García Higuera y María del Carmen Carnero Moya (s/f), La tecnología de identificación de objetos Auto-ID: hacia la integración total de sistemas distribuidos, disponible en http://www.ceautomatica.es/old/actividades/jornadas/XXIV/documentos/incon/73.pdf
[4] Neil Gershenfeld, Raffi Krikorian y Danny Cohen (October 2004), “The Internet of Things”, en Scientific America, disponible en http://cba.mit.edu/docs/papers/04.10.i0.pdf
[5] Friedemann Mattern y Christian Floerkemeyer (s/f), Desde la internet de los equipos hasta la internet de las cosas, Grupo de sistemas Distribuidos, Instituto de computación ubicua, ETH Zurich, disponible en http://www.academia.edu/1745098/Internet_de_las_cosas
[6] Neil Gershenfeld, Raffi Krikorian y Danny Cohen, Op. cit., p. 76.
[7] Ibid.
[8] Neil Gershenfeld, Raffi Krikorian y Danny Cohen, Op. cit., p. 78.
[9] Terra (s/f), “Mujeres prefieren internet que sexo”, disponible en http://www.terra.com/mujer/articulo/html/hof118681.htm
 
María Cristina Rosas es profesora e investigadora en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México
 
etcétera, 13 de marzo, 2014
 
https://www.alainet.org/fr/node/83918?language=en
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