El concilio Vaticano II y el Papa Juan Pablo II

01/05/2014
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La cosa comienza cuando tratamos de contrastar la doctrina conciliar con la aplicación que de ella hemos hecho en el posconcilio. Algunos tuvieron demasiada prisa en afirmar que el tiempo del concilio había terminado.
 
 El papa Pablo VI advertía:
 
“No podemos prescindir del concilio. Por su naturaleza es un acontecimiento importante, histórico, decisivo para la vida de la Iglesia, tiene que durar y es evidente que lo encontraremos largo tiempo en nuestro caminar. Y es bueno que así sea” (L´Osservatore Romano, 16 de diciembre de 1965). “En un cierto sentido, es más grave y trabajoso el período que sigue al concilio que el de su celebración. En su aceptación y fidelidad se está poniendo a prueba la vitalidad de la Iglesia” (AAS 58, 1966, 799s.).
 
¿Qué pasó, pues?  Tres cosas fundamentales:
 
 1ª) Hubo un primer período –hasta el año 78 más o menos- en que hubo   voluntad entusiasta en la recepción y aplicación del concilio. 2ª) Vino enseguida la desactivación del concilio. Operación que fue asumida por la institución eclesiástica y aplicada gradualmente; ya en el 1985, el cardenal J. Ratzinger calificó a los 20 años del posconcilio de decisivamente desfavorables para la Iglesia. Fue ésta la señal de que la restauración o contrarreforma estaba en plena marcha. Y continuó ya hasta la elección del Papa Francisco. Dicha restauración, estudiada por muchos, ha sido valorada como un plan de frenar la renovación conciliar en todas las instancia y ámbitos.
 
3ª) Siguió otro período en que grandes sectores de la Iglesia, a partir de entonces, se sintieron decepcionados y optaron por aparcar su compromiso o exiliarse de la Iglesia. Los teólogos, comenzando por aquellos que prepararon y elaboraron el concilio, fueron los que mayormente sufrieron acoso, silencio y censura. Su disenso se hizo clamorosamente público en la famosa Declaración de Colonia, que recogía la firma de más de 700 teólogos, cuestionando el giro involucionista adoptado.
 
Papel determinante de la involución posconciliar: el pontificado de Juan Pablo II         
 
Historia ésta, que queda esclarecida por el papel del Papa Wojtyla en el Vaticano II.
 
1. El Papa Wojtyla y el Vaticano II
 
Juan Pablo II tuvo una forma muy personal de entender el Papado. Más de 26 años dando la vuelta al mundo, acaban por dibujar un perfil de este insigne viajero y apóstol. Pero no sólo eso.
 
Juan Pablo II representa un modo de entender el cristianismo tan fuerte y definido que uno se pregunta si la Iglesia iba a poder emprender nuevos rumbos o iba a sentirse esclava de este modo wojtyliano de anunciar el Evangelio. La Iglesia Institución, vista en su aparato clerical y organizativo, cobró tanta relevancia y uniformidad con Juan Pablo II, que incitaba a reflexionar si esto no se hacía en base a desmedular la Iglesia de esa savia original, la más profunda y reveladora de su mensaje, que es el amor, la democracia y la libertad.
 
A la Iglesia Católica le ha tocado vivir en estos últimos 50 años, dos hechos especiales: el concilio Vaticano II (1962-1965) y el pontificado de Juan Pablo II (1978-2005). El primero, suscitó una esperanza primaveral, sacudió de júbilo a innumerables cristianos y a muchos ciudadanos no creyentes que sabían de la gran influencia de la Iglesia católica en la sociedad. El Vaticano II alumbraba una nueva época de la Iglesia, unos nuevos planteamientos, un nuevo estilo y dibujaba un nuevo concepto de identidad católica.
 
El segundo hecho ha sido el pontificado de Juan Pablo II. Se llegó a creer en un comienzo que este Papa iba a ser la confirmación del Vaticano II, pero pronto se vio que los vientos iban por otros derroteros. Se fue así consolidando una tensión en la Iglesia, en la que cada día con mayor fuerza se imponían las fuerzas y movimientos neoconservadores.  
 
2. La revolución copernicana del Vaticano II
 
 Wojtyla se alineaba de la parte inmovilista de la historia, que avanzaba a la defensiva, con apego al pasado y con miedo al futuro. El Vaticano II dio un salto: se abría una nueva época de la Iglesia en que ella era copartícipe de la historia humana y compartía con toda suerte de personas e instancias la búsqueda de un nuevo camino para la humanidad. Ella no era la depositaria exclusiva de la verdad ni tenía el monopolio del bien, ni era la instancia obligatoria para todos, para realizarse y salvarse. La Iglesia se sentía parte de la humanidad y compartía con ella todos sus problemas y soluciones. Y diseñaba, con sentido pragmático, un nuevo estilo de relación basado en el respeto, la valoración mutua, el diálogo y el compromiso por las grandes causas de la justicia y de la paz.
 
3. Wojtyla: involución contra renovación
 
Wojtyla traía otro modelo. Y a él iba a consagrar toda su energía. Esto auspiciaba una fuerte contradicción dentro de la Iglesia: se habían abiertos caminos nuevos y, ahora, el pontificado de Juan Pablo II, comenzaba a marcar otra dirección.  Grandes sectores de la cristiandad advertían la contraposición: involución contra renovación, autoritarismo contra democracia, clericalismo contra pueblo de Dios, clasismo contra igualdad.
 
El Vaticano II estableció una reconciliación con la modernidad, un diálogo con las ciencias, un apoyo incondicional a la dignidad humana en todos sus derechos, una prioridad a los problemas y causas mayores de humanidad, una activación de la sociedad por los grandes valores del Evangelio.
 
Esta siembra hizo que la cristiandad, integrada fundamentalmente por laicos, estimulase la dignidad propia, la responsabilidad, el criterio propio, la creatividad, la mayoría de edad y no fuera posible ya detener el cambio con apelaciones a la obediencia.
 
 Entre estos dos acontecimientos, ha transcurrido, creo, el caminar de la Iglesia de estos 50 últimos años: fidelidad al concilio Vaticano II y   adhesión al modelo wojtyliano: una tensión bipolar entre dos modelos diferentes.
 
El liderazgo de Juan Pablo II hacia el interior de la Iglesia
 
La muerte de Juan Pablo II fue un hecho de primera magnitud. Juan Pablo II había hecho del planeta tierra su casa. Y su mensaje de amor a la humanidad, de condena de la guerra, de promover la justicia y atender a los más pobres, llegó a todos los rincones de la tierra. Él era portador de una bandera universal, simbolizaba valores no partidistas sino universales. Y, por eso, en todas partes, gentes de toda edad, color, raza, ideología y religión aplaudían la misión de este hombre.
 
Este liderazgo externo contrasta con otro más deslucido, al interior de la Iglesia, que ha provocado en amplios sectores de ella crítica y distanciamiento. Con Juan Pablo II, la minoría perdedora del Vaticano II sacó cabeza y programaba pasos y estrategias para reconquistar el espacio perdido.
 
El Vaticano II hizo un giro copernicano al invertir el esquema tradicional de la concepción eclesiológica: en el centro estaba cada persona, con su dignidad e igualdad, constituyendo todas el pueblo de Dios. Y subordinada a él, como un servicio, estaba la jerarquía. Lo primero, pues, lo más grande era ser creyente, seguidor de Jesús, pasando a un segundo plano la cuestión de los cargos o ministerios. Este giro ponía en jaque mate a un modelo de Iglesia eurocéntrico, altamente centralizado, jerárquico, clerical y antimoderno.
 
Juan Pablo II venía de una formación tradicionalista, marcada además por un contexto sociopolítico antinazista, y también profundamente anticomunista y en cierto modo antieuropeo. Su patria había sufrido la humillación de diversos imperios y en todos sus hijos estaban abiertas las heridas, curadas en buena parte por la religión católica. Todo esto le había hecho ver que Europa no caminaba en la dirección de su pasado cristiano, sino que avanzaba por las sendas de la secularización y del laicismo, del ateísmo y de un materialismo hedonista y consumista.
 
Su visión de la modernidad era negativa, pues en ella la Iglesia había ido perdiendo prestigio y hegemonía y se iba reduciendo cada vez más al ámbito de lo privado. La opción de Wojtyla iba a ser, pues, la de restaurar, recristianizar a Europa, reconducir todo al pasado. Los males presentes era preciso remediarlos reintroduciendo la imagen de una Iglesia preconciliar: una iglesia centralizada, androcéntrica, clerical, compacta, bien uniformada y obediente, antimoderna.
 
 No es de extrañar que el gran teólogo Schillebeekx escribiera:
 
“El concilio Vaticano II consagró los nuevos valores modernos de la democracia, de la tolerancia, de la libertad. Todas las grandes ideas de la revolución americana y francesa, combatidas por generaciones de papas; todos los valores democráticos fueron aceptados por el concilio...  Existe ahora la tendencia a ponerse contra la modernidad, considerada como una especie de anticristo. El Papa actual parece negar la modernidad con su proyecto de reevangelizar Europa: es necesario –dice- retornar a la antigua Europa de Cirilo y Metodio, santos eslavos, y de san Benito.  El retorno al catolicismo del primer milenio es, para Juan Pablo II, el gran reto. En el segundo milenio, Europa ha decaído y, con ella, ha decaído toda la cultura occidental. Para reevangelizar Europa es necesario superar la modernidad y todos los valores modernos y regresar al primer milenio... Es la cristiandad premoderna, agrícola, no crítica, la que, según el pensamiento del Papa, es el modelo de la cristiandad.  Yo critico este retorno porque los valores modernos de la libertad de conciencia, de religión, de tolerancia, no son, desde luego, los valores del primer milenio” (Soy un teólogo feliz, p. 73-74).   
 
4. Alcance universal de la restauración
 
Pasado el primer año del Pontificado, la restauración era manifiesta pero se reforzaba con el nombramiento del cardenal Ratzinger, teólogo y, a partir de entonces, guardián doctrinal de la restauración. Fue en el 1985, cuando el cardenal, ya sin equívocos, afirmó que “los veinte años del posconcilio habían sido decididamente desfavorables para la Iglesia”. De nuevo Schillebecx escribía: “Ahora parece que sea sólo el cardenal Ratzinger el único autorizado para interpretar auténticamente el concilio. Esto va contra toda la tradición. En este sentido reafirmo que se está traicionando el espíritu del concilio”. (Soy un teólogo feliz, p.42).
 
La restauración alcanzó a la Iglesia universal en todos los niveles y estamentos: sínodos, conferencias episcopales, reuniones del episcopado latinoamericano, congregaciones religiosas, la CLAR (confederación de religiosos y religiosas latinoamericanos), obispos, teólogos, profesores, publicaciones, revistas, etc.
 
 Para llevar a cabo la restauración había que volver a los instrumentos de poder y había que contar con movimientos fuertes e incondicionales. Tales fueron principalmente el  Opus Dei, Comunión y Liberación, Neocatecumenales, Legionarios de Cristo, etc.
 
 Este breve recuento de lo ocurrido en el interior de la Iglesia nos hace ver la situación vivida –“larga noche invernal”, la llamó el gran teólogo K. Rhaner-   sembrando en muchos cansancio y en no pocos otros desencanto y alejamiento.
 
A este giro involutivo ha acompañado la pérdida de credibilidad en la Iglesia. Condiciones demasiado negativas   impedían encontrar en la Iglesia estructuras de acogida que invitaran a la confianza, al respeto y al diálogo. Todo un clima que hizo que, a pesar de grandes multitudes aplaudiendo al Papa en estadios y plazas, las iglesias se quedaran cada vez más vacías.
 
El Evangelio no se identifica con Europa ni tal como lo hemos vivido en ella. Como universal que es, el Evangelio traspasa todo modelo cultural concreto, ninguno puede reivindicarlo en exclusiva. Este es el problema. Necesariamente, el Evangelio ha sido anunciado y debía encarnarse en todo lugar y coyuntura histórica. Lo fue durante veinte siglos, pero en modelos occidentales y europeos. Y eso es lo que a nosotros nos llegó. Y, aun dentro de esa cultura, la llegada se quedó muy atrás, pues nos asentamos en el modelo   judaico-helénico-romano y nos detuvimos en el patrístico medieval. Trento fue la meta y la medida. No logramos asimilar la posterior evolución moderna.
 
 Con razón ha podido escribir el famoso teólogo Hans Küng: “Se requiere un cambio de rumbo   de parte de la Iglesia, y de la teología: abandonar decididamente la imagen del mundo medieval y aceptar consecuentemente la imagen moderna del mundo, lo que para la misma teología traerá como consecuencia el paso a un nuevo paradigma” (Küng, H., Ser cristiano, p. 173).
 
Aplicación a España
 
 Durante los últimos años, la posición y pronunciamientos de la jerarquía eclesiástica iban provocando creciente malestar y desconcierto en la gente. Y esta posición alcanzó entre nosotros su punto culminante ante la aparición y declaraciones insistentes de la Jerarquía eclesiástica en contra del Gobierno socialista. 
 
El caso es que, en España, no hubo obispos profetas que disintieran y se atrevieran a hacerlo públicamente. Eran, sin embargo, millones los católicos que disentían y se distanciaban de la cúpula dirigente. Tenían claro que sus Pastores no procedían así por más fidelidad al Evangelio y por más amor los pobres.
 
 No deja de ser paradójico que, en una situación democrática donde existen condiciones de libertad como no las hubo nunca, algunos obispos a denunciaran   que la “Iglesia” con el Gobierno socialista se sentía acosada y perseguida: “Se da una crítica y manipulación de los hechos de la Iglesia, un cerco inflexible y permanente por medio de los medios de comunicación. Somos una Iglesia, crecientemente marginada.  No nos dejemos engañar. Lo que hoy está en juego no es un rechazo del integrismo o del fundamentalismo religioso, no son unas determinadas cuestiones morales discutibles.  Lo que estamos viviendo, quizás sin darnos cuenta de ello, es un rechazo de la religión en cuanto tal, y más en concreto de la Iglesia católica y del mismo cristianismo” (Mons. Fernando Sebastián, Situación actual de la Iglesia: algunas orientaciones prácticas, Madrid, ITVR, 29 –III- 2007).
 
Seguramente es verdad lo que un buen sociólogo me decía: la jerarquía no es creíble porque vive en otro mundo, añoran hábitos hegemónicos de poder y dominio de otra época, no están dispuestos a despojarse -dejarse morir- para iniciar una adaptación que les haga valorar la nueva situación.
 
Las cosas son así.  Ha habido en los últimos siglos una positiva evolución de la conciencia social y eclesial. El concilio Vaticano II lo entendió perfectamente y, por primera vez, hubo una reconciliación oficial con el mundo moderno, con la democracia, la igualdad, el pluralismo y la libertad.
 
Pero eso no es lo que se daba antes. Antes era la alianza de la Iglesia con los poderes estatales, la primacía de la religión católica, el protagonismo del clero, la supeditación de los saberes humanos al saber teológico, la devaluación de lo terreno  y temporal, la desigualdad, la desconfianza frente al mundo y otras religiones, la obediencia como norma suprema.
 
 Todo ello muy lejos de la tarea primordial de la liberación de los pobres.
 
Y, cuando el cambio de todo esto ocurre, no se lo quiere reconocer como un bien y progreso, se dirige la vista a otra parte y se inventa un falso enemigo a quien culpar de todo. Lo que es una situación objetiva irreversible, - hemos pasado de una época teocrática e imperialista a otra humanocéntrica y democrática- se la interpreta como un cúmulo de males, provocados por un partido y por un gobierno.
 
 Ahí está, creo yo, una de las claves para entender lo que nos ha estado pasando en la Iglesia.
 
 Y, así, también la Iglesia de Benedicto XVI con los vientos a favor, caminó   hacia el preconcilio, hacia un modelo de Iglesia autoritaria y neoconservadora, no servidora ni anunciante de un Reino de hermanos y hermanas, en igualdad, libertad y amor. Un modelo que dictaba el regreso al pasado y con miedo a una auténtica inserción en el presente.
 
El criterio último –y válido para todos- de la renovación conciliar
 
1. Seguir a Jesús, el profeta
 
La fe cristiana la hemos revestido muchas veces de significados incomprensibles. Pero lo básico es claro. Uno es creyente cristiano porque opta libremente por entender y vivir la vida como Jesús de Nazaret. Este hombre tuvo un estilo, una manera de ser y actuar, que debe ser la propia de quien quiera seguirlo.
 
Ahora, ¿cuál fue el estilo de vida de este hombre? Esa es la cuestión y en averiguar esto está la clave para entender la pluralidad del cristianismo y discernir quiénes, entre los cristianos, lo son de verdad o no.
 
Jesús de Nazaret no hay más que uno y fue como fue y no como nosotros, cada uno, se lo quiera imaginar. Esa personalidad de Jesús está hoy descrita con base en la historia y conocemos muy bien cuál fue su praxis individual, social, política y religiosa, y cómo fue incompatible con otros programas y poderes de su sociedad. Jesús no fue neutral ante nada, porque la vida es siempre definida y nada de lo que se hace con ella resulta neutro o irrelevante. Y los poderes –el político y religioso, la sinagoga y el imperio- lo vieron mal, descolocado, sobrante, enemigo. Y lo exterminaron.
 
2. Seguir a Jesús, pobre y libre, para liberar a los pobres
 
Lo dijo Jesús mismo en el discurso inicial de su vida pública: “El Señor me ha ungido para que dé la buena noticia a los pobres, me ha enviado para anunciar la libertad a los cautivos, para poner en libertad a los oprimidos” (Lc 4, 15-19). 
 
La existencia de los pobres denuncia por sí misma en la sociedad una relación dialéctica: los ricos se han hecho tales desposeyendo a los pobres de lo que era suyo. Hay pobres porque hay ricos, hay una mayoría de pobres porque hay una minoría de ricos.
 
Quizás lo más llamativo de esto es que, en la perspectiva de Jesús, los pobres son un lugar teológico, es decir, resultan la más escandalosa presencia del Dios cristiano en la sociedad. En Jesús de Nazaret, Dios se manifiesta haciéndose uno de nosotros, optando a favor de los desheredados, contra la explotación de los poderosos, Dios toma partido contra los empobrecedores.  Y esto resulta escandaloso para los judíos y los griegos, los piadosos e intelectuales. En Jesús es inocultable el escándalo de un Dios impotente y crucificado.
 
Con toda propiedad, pues, a la Iglesia se la puede llamar Iglesia de los pobres. Sin esta propiedad dejaría de ser la Iglesia de Cristo. Lo cual quiere decir que si en el Reino de Dios los pobres gozan de una prioridad indiscutible, siendo que la Iglesia está subordinada al Reino, también en la Iglesia los pobres deben gozar de esa prioridad. Dejar a un lado la causa de los pobres, sería dejar la causa de la fe.
 
Pero para ser Iglesia de los pobres, la Iglesia debía volver a ubicarse en el lugar de los pobres. La Iglesia está siempre ubicada, ¿en qué lugar? Por esa razón, el teólogo mártir Ignacio Ellacuría escribía: “No es lo mismo proponer el mensaje cristiano desde el lugar social que constituyen las clases dominantes, sean políticas o económicas, que desde la clases dominadas” (Ellacuría, I., Teólogo mártir por la liberación del pueblo, Nueva Utopía, Madrid, 1990, pg.    ).
 
De aquí que El profeta y poeta obispo Casaldáliga, coherente como pocos con el Evangelio, escribiera en un momento estas palabras:
 
“En la vísperas del tercer milenio, se está recordando, - lo he leído en varias revistas- la sentencia de Kart Rhaner: en el siglo XXI un cristiano o será místico  o no será cristiano.   Yo voy a corregir a Karl Rhaner. Que conste que lo considero el mayor teólogo de este siglo. Yo creo con la más estremecida  convicción evangélica, que hoy, ya en el siglo XXI, un cristiano o cristiana o es pobre y/o aliado, aliada  visceralmente, aliado o aliada de los pobres, enrolado en la causa de los oprimidos  o no es cristiano, no es cristiana. Somos buenos samaritanos, o negamos el Evangelio. Ninguna de las notas famosas de la Iglesia se mantiene en pie, si la Iglesia olvida esta nota fundamental, la más evangélica de todas: la opción por los pobres. Así nos interpela Dios, el Dios del Evangelio de los pobres” (Idem, Pgs. 128-129). 
 
- Benjamín Forcano es sacerdote y teólogo.
https://www.alainet.org/fr/node/85216
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