Se cierra un proceso electoral que plantea inciertas consecuencias para la vida política y social del país y que ha servido para reafirmar la existencia de una polarización que parecía desactivada. No son los tiempos en los que los liberales empuñaban un pañuelo rojo, los conservadores aceitaban sus fusiles y escopetas y la policía chulavita practicaba los cortes de franela y las decapitaciones a sus adversarios. Son los nuevos tiempos, en los que las elites liberales y conservadoras se mantienen abrazadas a una sola bandera: la de la seguridad y el libre mercado, en cambio de las anunciadas libertades y derechos que prometieron respetar, pero se muestran divididas al momento de disputar la presidencia. Esta vez la discordia se resuelve entre matices, alianzas y apuestas por propósitos.
En el país real, la real politik de la clase en el poder, persigue uno a uno los votos, casa a casa, metro a metro en una verdadera operación rastrillo electoral, que trata de provocar el olvido por lo menos momentáneo, del hastió producido por las practicas nada democráticas de autoritarismos, corrupciones, intolerancias, ingobernabilidades, arrogancias que banalizan la vida misma y los interminables ciclos de muertes y violencias sostenidas con los implacables métodos de la barbarie militar para obtener resultados por recompensas y neoparamilitar para seguir controlando las ideas, las riquezas y las tierras.
Los cambios en las estructuras económicas que reproducen desigualdades y mantienen a uno de los países más ricos del continente sumido en una aguda situación de empobrecimiento, no harán parte de los compromisos del nuevo gobernante, lo que desde ahora presagia un gobierno cruzado por movilizaciones por un lado y asedio de sectores políticos reclamando el pago de su apoyo y la puesta a prueba de la capacidad de negociación del presidente y de la solidez misma de la forma de estado imperante.
El país transita hace dos décadas por los caminos del neoliberalismo profundo y no saldrá de ahí con el gobierno que se posesione, que en todo caso, estará atado a reglas ya pactadas en un orden internacional injusto que fue aceptado inclusive constitucionalmente y leal a una fórmula de contención por la fuerza de toda inconformidad según lo señalado por las potencias militares. Salirse exige otras maneras de entender el poder, la soberanía, los derechos y esencialmente al ser humano como tal. Exige tomar partido y tener disposición organizativa para modificar las estructuras de dominación que generan la desigualdad y afirmar la lucha civil por y con otros modos de ejercicio del poder, con pueblo incluido construyendo y viviendo democracias.
En todo caso las orientaciones de la guerra están conduciendo a la política y la tarea colectiva es avanzar en tareas de paz para invertir esa relación y garantizar que sea la política la que conduzca la guerra hasta eliminarla como opción política. La guerra para la franja derecha que representa el presidente Santos tiene como término de validez haberla aceptado como una preocupación de estado, mientras que la campaña del régimen Uribe que representa la franja extrema de la derecha, se niega a aceptar esta premisa sustancial y alienta la guerra como un medio sin fin, lo que invalida cualquier salida negociada del conflicto, ahora o después.
Ninguno de los candidatos concibe una guerra conducida con benevolencia y rectitud, incluso los creativos de campaña combinaron performances con las clásicas teorías de la guerra para convertirlas a la forma de guerra sucia con la inundaron el cuerpo del país y desplegaron con alarde la trampa, la mentira y su astucia para crear confusión y engaño. Los dos candidatos y sus equipos de gobierno coinciden también de manera consciente, lo que resulta inadmisible, en que el objetivo de la acción militar es la aniquilación del enemigo y los previsibles amigos o colaboradores de este, la destrucción de los sitios que transitan y la devastación de su campo de cultivo y de batalla. Con esta lógica a la hora de las victimas será el estado, los empresarios y sus propios agentes militares quienes tendrán que asumir la mayor parte de responsabilidad en el reconocimiento y reparación histórica.
Ha sido recurrente la dualidad de elecciones dirimidas entre guerra o paz y mayor la frecuencia de quienes han alcanzado la presidencia levantando la bandera de la paz, a excepción de Uribe que prometió más guerra y en efecto cumplió no ganándola si no extendiéndola, animando la crueldad del conflicto. Para los sucesivos candidatos ganadores en nombre de la paz, como Alfonso López en la década del 70, Belisario Betancourt en la del 80, Andrés Pastrana en la del 90 y Santos que hoy la anuncia, hay un lugar común y es que aceptaron renunciar a la victoria como objeto inamovible de la guerra y apostaron por el dialogo como el mejor recurso para renunciar a esta vergonzosa e implacable condición. Para el régimen Uribe en cambio solo hay un camino que es la confrontación que terminará solamente el día que sea sepultado el ultimo enemigo y los amigos de sus enemigos para hacer florecer un imperio de nueva muerte.
La interpretación más elemental de todo lo descrito por las teorías milenarias de la guerra, es entender que esta destruye, que las campañas de guerra prolongadas empobrecen los recursos naturales y agotan las tropas, los precios suben, el pueblo sufre hambre, la vida se llena de miedo. Así mismo es claro que ningún gobierno podrá ser respetado, ni admirado, cuando lo que mejor puede mostrar como fruto de sus victorias son cifras crecientes de dolor y muerte. Basta ya de guerra, piden los que tienen voz, basta ya de morir y hacer silencio los negados e invisibilizados de siempre.