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Lula se sumó de lleno a la campaña de Dilma |
El título de esta líneas no pretende invocar un futuro apocalíptico para uno de los países geopolítica y económicamente más importantes del continente: tan solo busca incitar a la reflexión sobre un escenario posible en el futuro cercano de nuestra América, configurado a partir de dos fenómenos concretos: uno es el que definen los resultados de las encuestas de intención de voto en Brasil, publicadas en las últimas semanas, que dan cuenta de un relativo estancamiento de la presidenta Dilma Roussef (ha perdido una ventaja de hasta 15 puntos porcentuales sobre sus contendientes, pero su candidatura ha recuperado algo de terreno) y del crecimiento de la candidata Marina Silva, del Partido Socialista Brasileño (PSB), al punto de sugerir un empate técnico que obligaría a una segunda ronda de votaciones; y el otro fenómeno, es el enorme despliegue mediático que una contradictoria amalgama de sectores de la oposición, liderada por grupos de derecha y grupos religiosos, han puesto al servicio de la candidatura de la ambientalista Silva.
La caída de Brasil a la que aludimos, entonces, no es otra cosa que un juego metafórico para representar el impacto que, desde nuestra perspectiva, tendría una eventual derrota de Dilma Rousseff y del PT en las elecciones presidenciales del 5 de octubre, tanto en términos de lo que significaría para la derecha brasileña y regional en su empeño de restauración conservadora, como en el descarrilamiento de los procesos políticos posneoliberales latinoamericanos, que tuvieron en la victoria del expresidente Lula da Silva, en 2002, a uno de sus hitos precursores.
En efecto, hablar de la contribución que han realizado los gobiernos del PT al giro posneoliberal latinoamericano es hablar, al mismo tiempo, de la participación decisiva de sus líderes –Lula, en primera instancia, y más tarde Dilma- y experimentados cuadros diplomáticos, en la forja de un nuevo equilibrio de fuerzas políticas en América Latina (tarea en la cual el Foro de Sao Paulo ha cumplido una misión de enorme importancia en la articulación de las izquierdas latinoamericanas); en la revisión crítica de los paradigmas de subordinación a los intereses de los Estados Unidos, que tradicionalmente condicionaron las relaciones interamericanas (recuérdese, por citar dos ejemplos, la oposición de Lula al acuerdo de creación del ALCA, en 2005, o el apoyo brindado en el intento de restablecer el gobierno constitucional de Manuel Zelaya en Honduras, tras el golpe de Estado en 2009); y por supuesto, en su compromiso inobjetable en la construcción de un sistema internacional multipolar, a partir de nuevas iniciativas de integración nuestroamericana (como UNASUR, CELAC, o la ampliación del Mercosur hasta Venezuela) y transcontinental (el impulso a las relaciones con África y el grupo de países BRICS).
Es decir, los gobiernos de Lula y Dilma asumieron la conducción del Brasil ornitorrinco, esa sociedad atrapada en el laberinto de su modernidad inconclusa –y de su modernización desigual y contradictoria-, para lanzar una cruzada de resultados impresionantes (aunque todavía insuficientes, dado el rezago histórico que se arrastra) en materia de reducción de la pobreza y creación de nuevas oportunidades de vida para amplios sectores de la población. Apostaron a sentar las bases sociales, económicas, educativas, energéticas y geopolítica del Brasil potencia emergente, en las condiciones que un partido de izquierda, con un reconocido historial de lucha contra la dictadura militar y contra el neoliberalismo, encontró posible hacerlo, y bajo las circunstancias concretas de la sociedad brasileña de inicios del siglo XXI. Esto puede ser poco o ser mucho, según desde donde se lo mire, pero sería mezquino negar el peso específico de Brasil en el llamado cambio de época latinoamericano.
¿Qué pasaría si Dilma pierde las elecciones? Es una pregunta que invita a mirar críticamente los relevos inminentes en algunos gobiernos latinoamericanos, y la posibilidad real de que la derecha gane importantes cuotas y espacios de poder en la región: como ya ocurrió en Venezuela tras la muerte de Hugo Chávez y el ajustado –pero legítimo- triunfo de Nicolás Maduro; y como seguramente lo veremos en las elecciones presidenciales en el Uruguay del Pepe Mujica (en octubre de 2014), y el próximo año (también en octubre) en la Argentina kirchnerista.
Dice el historiador costarricense Rodrigo Quesada: “Lo que ha estado sucediendo en países como Venezuela, Bolivia, Uruguay, Argentina, Brasil, Paraguay, Nicaragua, El Salvador y Ecuador, durante las últimas dos décadas, es el resultado, no del antojadizo accionar de hombres determinados, sino, fundamentalmente, de las acciones emprendidas por pueblos enteros, es decir, grupos humanos y sociales que se cansaron de ser objetos sumisos de los caprichos antojadizos de los primeros, cuando las circunstancias se han prestado para ello”[1]. Retomar este camino de lucha, en Brasil y en otras latitudes, es la mejor alternativa –si no la única- por la que pueden optar los pueblos de nuestra América para garantizar y profundizar las conquistas sociales, políticas, culturales y económicas de este siglo XXI. De lo contrario, quizás el futuro terminará pareciéndose al pasado nefasto que ya vivimos en la larga noche neoliberal.
[1] Quesada, R. (2012). América Latina 1810-2010. El legado de los imperios. San José, Costa Rica: EUNED. P. 307.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica