El saqueo: la quiebra moral como objetivo militar

20/04/2003
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Las tropas norteamericanas ya señorean Bagdad pero, consumada la ocupación, falta restablecer cierta gobernabilidad. Esta no es una tarea fácil, sobre todo enseguida de que el golpe de gracia a la resistencia del país invadido una vez más consistió en permitir --o tal vez auspiciar-- la anarquía. Aunque su expresión más inmediata son los saqueos, los efectos del trauma cultural así provocado son de mayor amplitud y se extenderán por un largo período. La multiplicación y violencia de los saqueos parece guardar relación directa con la prolongación de las privaciones y el tamaño de la quiebra moral previamente infligidos a la población, y con la dureza de la resistencia al invasor. Cuando el brutal pero innecesario ataque a Panamá --en vísperas de las navidades de 1989--, las tropas estadunidenses enfrentaron un adversario menor, pero fueron igualmente permisivas con los saqueadores y las saqueadoras aportados por las distintas clases sociales de la capital. Estos actuaron y se reprodujeron con plena libertad ante la indiferencia de los militares norteamericanos, hasta que en las tiendas y almacenes ya no quedó nada que robar. El comercio local debió lamerse las heridas por varios años y la psicología panameña todavía no se ha repuesto del todo. Aún así --a diferencia de lo ocurrido en Bagdad--, los hospitales, las universidades y la mayoría de las instituciones públicas fueron respetadas. Sin embargo, este no fue el caso del Museo del Hombre Panameño, donde los soldados extranjeros se obsequiaron con souvenirs prehispánicos de oro y el populacho arrasó con todo lo demás. En Iraq, donde la confrontación militar ha sido mucho más recia, la agresión al patrimonio cultural y la memoria histórica mesopotámica e iraquí ha sido brutalmente mayor, constituyendo una afrenta no sólo a esa nación, sino a la humanidad. Aparte de dejar saquear museos que guardaban tesoros babilonios, asirios y caldeos de más de cinco mil años, los invasores fueron igualmente permisivos con quienes enseguida procedieron a incendiar archivos históricos y bibliotecas que atesoraban algunas de los documentos más valiosos de la historia humana. Pese a las diferencias de escala, en ambos casos se dificulta eludir la sospecha de que tamaña indiferencia ha sido intencional. En otras palabras, que ella es parte del plan de operaciones. Aunque la UNESCO anticipadamente advirtió sobre los peligros que atacar Bagdad implicaban para el patrimonio cultural de la humanidad, el mando norteamericano asignó destacamentos para custodiar el Ministerio del Petróleo y el Palacio Real --que así resultaron indemnes--, pero ninguno para resguardar el museo, el archivo y la biblioteca nacionales, dejándolos destruir. De eso dan testimonio las indignadas renuncias de Martin Sullivan --presidente del Comité Consultivo Presidencial para Asuntos Culturales de Estados Unidos-- y de otros integrantes de ese organismo, avergonzados por tan sospechoso descuido. En verdad, lo que esta vez ocurrió supera los daños causados cuando los mongoles arrasaron Bagdad en el siglo XIII, ocasión en la que la tinta de los manuscritos que sus bibliotecas guardaban tiñó las aguas del Tigris. Ahora, con indolente demora, se han iniciado los pasos para reconstituir la policía local y reponer servicios básicos como los de bomberos, agua potable, circulación vehicular o electricidad. Materialmente, se pudo hacer antes. Pero todo indica que se dejó para cuando la desintegración espiritual hubiera completado la capitulación militar. Al parecer, a ojos del invasor, eso facilita la tarea de implantar la gobernabilidad que a él mejor le convenga.
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