En las calles de La Paz se está jugando el futuro del ALCA

Bolivia en la encrucijada

15/10/2003
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La impresionante insurrección del pueblo boliviano ya habría derrocado al débil gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada, si no fuera por el apoyo político y militar de Washington, que visulumbra que una caída de su aliado fortalecerá el bloque Brasil-Venezuela-Argentina. En La Paz los pobres están arriba y los ricos abajo. No es una metáfora sino una realidad geográfica que tuvo su impronta en el país más pobre, y probablemente más rebelde, de América Latina. A cuatro mil metros, en pleno altiplano, la ciudad de El Alto domina el enorme valle, la "hoyada" donde está colgada La Paz. Un millón de pobres y de muy pobres allá arriba y cientos de miles colgados en las laderas, mientras allá abajo, a menos de 3.500 metros, las clases medias y los barrios ricos ocupan los mejores espacios. En el centro de La Paz está la histórica Plaza Murillo (sede del gobierno y del parlamento), testigo mudo de más de 180 golpes de Estado y situada casi en el medio de los extremos físicos y sociales que atraviesan la ciudad. A mediodía del jueves 16, decenas de miles de paceños empezaron, por segunda vez en una semana, a descolgarse de las alturas para bajar al centro, desde sus barrios atrincherados en los que cavaron zanjas para impedir el paso de los tanques y camiones del ejército. "Ya va a caer, ya va caer", es la consigna voceada por la multitud que Radio Erbol definió como la más numerosa que conoció la historia del país. Abajo, la soldadesca que abandonó los barrios pobres se atrinchera en defensa de los edificios gubernamentales. El mando del ejército decidió sustituir a los soldados aymaras por rangers provenientes de la zona de Santa Cruz de la Sierra, ya que varios soldados se negaron a disparar contra sus hermanos, siendo asesinado uno de ellos por un oficial en la batalla de El Alto del sábado y domingo pasados. La insurrección boliviana, un mes de cortes de rutas que hacen imposible la circulación en las principales carreteras del país, más una semana de huelga general indefinida con manifestaciones masivas, se ha ido derramando desde su epicentro en El Alto hacia todo el país. Cochabamba, Potosí y hasta la muy tropical y mestiza Santa Cruz de la Sierra se incorporaron a la revuelta exigiendo el fin de un gobierno que en una semana asesinó a más de 70 bolivianos. La revuelta consiguió compactar, en la exigencia de que renuncie el presidente, desde los campesinos hasta los vendedores ambulantes de las ciudades. Decenas de emisoras radiales de baja potencia, en la tradición de las legendarias radios mineras, mantienen informada a la población y forman parte del movimiento, pese a las clausuras y atentados que vienen sufriendo. Sánchez de Lozada sólo cuenta con el apoyo de la embajada de Estados Unidos y una parte de las fuerzas armadas. Todo empezó en Cochabamba. La mecha se encendió en abril de 2000. Ese mes estalló el pueblo de Cochabamba que peleó, y ganó, la llamada "guerra del agua". Toda la población salió a la calle, instaló cientos de barricadas, se plantó en la plaza principal durante días y obligó al gobierno de Hugo Bánzer a dar marcha atrás, recuperando así el control de los recursos hídricos que habían sido privatizados y estaban en manos de una empresa trasnacional. La revuelta de abril significó un viraje de largo aliento en las luchas sociales bolivianas. Fue, también, el campanazo de salida de una vasta alianza social que incluye a campesinos, trabajadores informales de las ciudades, pequeños comerciantes, maestros, transportistas. Entre septiembre y octubre de ese año se registró el segundo episodio, pero ahora a escala nacional. El "ensayo de abril", como denominó el dirigente campesino Felipe Quispe a la revuelta de Cochabamba, se reeditaba ahora en un escenario mucho más amplio, que incluía a todo el altiplano, la región más pobre del país y una de las más pobres del mundo. La modalidad fueron los bloqueos masivos de carreteras, en los que las comunidades se turnan llevando alimentos, en lo que pudo leerse ya como una verdadera rebelión comunitaria aymara, básicamente rural pero con fuertes apoyos urbanos. La revuelta nacional de septiembre-octubre consiguió fracturar a la policía paceña: un grupo de policías se amotinaron en la principal ciudad del país e hicieron un llamado a sus compañeros a no reprimir la revuelta. La desmovilización se produjo gracias a la firma por el gobierno de un convenio de 50 puntos que debían ser discutidos en comisiones técnicas con la supervisión de la Iglesia Católica, la Asamblea de Derechos Humanos y la defensoría del pueblo. Como suele suceder, el diálogo se estancó y no produjo resultados concretos. Los sacudones sociales de 2000 modificaron el mapa político-social boliviano. El movimiento campesino apareció como la principal fuerza social, organizado en torno a la Federación de Plantadores de Coca del Chapare (liderada por Evo Morales, entonces diputado) y la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), dirigida por Felipe Quispe. Pero las organizaciones campesinas experimentaron a su vez cambios profundos. La CSUTCB fue fundada en 1979 con apoyo de la Central Obrera Boliviana (COB), a su imagen y semejanza, y se definió como una organización campesina. A la vuelta de dos décadas, sintetizando los cambios subjetivos vividos por las mayorías del país, se define como "una organización indígena que agrupa a todos los pueblos y naciones indígenas y originarias de Bolivia". Del discurso clasista, que nunca abandonó, se pasó a uno histórico y étnico, que hace hincapié en las demandas de tierra y territorio, lo que supone la gestión participativa en los recursos naturales. Estos cambios reflejan la pérdida de centralidad de la clase obrera por la implementación de políticas neoliberales a partir de mediados de los ochenta. Este movimiento, sin embargo, consiguió articular a amplios sectores de la población boliviana, en particular en el altiplano. Fue surgiendo así un nuevo sujeto social, heterogéneo y diverso, pero articulado en torno a la identidad aymara (síntesis de la nueva identidad nacional, que se manifiesta en el uso de la bandera-arco iris denominada wiphala en lengua aymara) y anclado en algunos territorios, como El Alto y las comunidades indígenas. Las elecciones de junio de 2002 llevaron a este sujeto a conseguir una importante representación en las instituciones estatales. Los dos frentes que se presentaron (el Movimiento al Socialismo, de Morales, y Pachakutik, de Quispe) cosecharon uno de cada cuatro votos y estuvieron muy cerca de alzarse con la presidencia frente al candidato de la embajada de Estados Unidos, Sánchez de Lozada. Un ascenso constante. El siguiente paso del movimiento social se dio en febrero de este año. Un motín policial en La Paz, contra la reducción de un 12,5 por ciento de los sueldos policiales decidida por el nuevo gobierno, se convirtió en motín y masacre. Seis policías, siete civiles y dos miembros del ejército fueron muertos el 12 de febrero en el enfrentamiento entre el Grupo Especial de la policía y efectivos del Regimiento Custodia en la mismísima Plaza Murillo. Al día siguiente, una enorme manifestación obrera que finalizó en la céntrica plaza San Francisco fue ametrallada desde las alturas, elevando a 33 los muertos de esas jornadas, que provocaron la dimisión de casi todo el recién estrenado gabinete. El último episodio de este impresionante ciclo de luchas es la actual guerra del gas. Su epicentro está en El Alto, la ciudad más pobre del continente, un monumento al abandono, donde seis de cada diez personas viven con un dólar diario. El Alto, que creció de los 10 mil habitantes de 1950 a los 800 mil de hoy, es un polvorín social y político: basta recorrer sus calles de tierra barridas por el helado viento del altiplano, sus precarias viviendas de barro sin saneamiento ni agua potable, habitadas por rostros curtidos de jóvenes aymaras, para comprender las razones profundas de una sublevación que arranca en las entrañas de la historia y del territorio. Para los bolivianos, el gas es la última oportunidad de vivir en un país que tenga algo parecido a un futuro. En tres años la protesta recorrió un amplio camino: desde la rebelión localizada en una ciudad de medio millón de habitantes y por una demanda específica, a una guerra civil que comenzó por la defensa del patrimonio pero que desemboca en la exigencia de renuncia del presidente y, sobre todo, de un giro político-económico completo. Del escenario local se pasó al nacional, de las demandas puntuales a demandas políticas generales, de actores municipales a regionales primero, y a conformar luego un amplio abanico de alianzas sociales que, más allá de las posiciones de sus dirigentes, involucra hoy a campesinos, obreros, informales, ambulantes y ahora también a la confederación empresarial, que exige la renuncia del presidente. Las cifras de muertos por la represión dan la pauta de la intensificación de la protesta: de los seis muertos de Cochabamba en febrero de 2000 se pasó a más de una decena en septiembre y octubre, para escalar a los 33 de febrero de este año y desembocar finalmente en los más de 70 muertos desde el sábado pasado, cuando los habitantes de El Alto intentaron frenar el paso de los convoyes de camiones cisternas protegidos por tanques que llevaban gasolina a la sitiada La Paz. Preparando la masacre. Para el imperio, la sucesión de Sánchez de Lozada es todo un problema. Debe vérselas con un frente regional liderado por Brasil y Argentina, que incluye a Venezuela y que puede ampliarse ahora a Bolivia. Desde la fracasada cumbre de Cancún de la OMC, intenta desesperadamente estabilizar una alianza de contención de los grandes países de Sudamérica. Hasta ahora, ha conseguido formar una cuña que incluye a Colombia, Ecuador y Perú. No puede permitirse perder un aliado tan importante como Bolivia, que no sólo posee los segundos yacimientos de gas del continente sino que puede ser el fiel de la balanza en el cuadro de las alianzas regionales. Esa es la única razón por la cual, hasta ahora, no cayó Sánchez de Lozada. Más aún, trascendió que cuatro asesores de la embajada de Estados Unidos están dirigiendo los operativos militares represivos, lo que supone un paso adelante en la intervención militar y un anuncio de que se está preparando una masacre, con el objetivo de frenar en seco este extraordinario ciclo de protestas. Por eso, el futuro del ALCA y de los planes imperiales se está jugando en las empinadas calles de La Paz, y en cada uno de los barrios pobres que la rodean. Sólo el increíble valor de los aymaras, y muy en particular de las mujeres indias que reúnen en ellas el coraje y la decisión de su pueblo, hizo posible que tanta metralla no consiguiera apagar la rebelión. "Toda la ciudad de El Alto es un velorio que lo pueden contener únicamente las calles, porque no hay salón, ni iglesia, ni lugar donde quepa todo el dolor y el luto", nos dice María Galindo, de Mujeres Creando. Y sigue: "Los cadáveres son envueltos en mantas rojas, naranjas, azules, verdes, amarillas, con tonos intensos chillones que contrastan con la aridez del paisaje. Las vecinas insisten en sentar alrededor de muertas y muertos a las huérfanas y huérfanos para hacer patente el desamparo; sorprendentemente estos niños y niñas no lloran, con caras de terror miran de frente en silencio".
https://www.alainet.org/pt/node/108592?language=en
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