Las Madres de Plaza de Mayo
25/12/2006
- Opinión
Un intento de mirada en perspectiva
Marzo de 1976 fue un tajo terrible en la historia de la sociedad argentina. El bloque de clases dominantes, con las fuerzas armadas a la cabeza, se lanzaron a resolver su carencia de hegemonía por medio de una reestructuración completa de la sociedad argentina, que destruyera hasta los cimientos la organización de las clases subalternas, y revirtiera el “espíritu de escisión” que se había expandido hasta límites inéditos desde los años sesenta. La violencia ocupaba el primer término, pero la aspiración incluía cambiar el modo de ver el mundo de las clases subalternas.Ya desde la última etapa del gobierno peronista anterior, las ideas socialistas y revolucionarias habían sido estigmatizadas bajo el mote de “subversión”, y se les negaba cualquier propósito constructivo para presentarlas como parte de una gigantesca conspiración criminal de inspiración internacional.
Fue entre las brumas de la represión sangrienta, la completa censura a las voces críticas, y el adoctrinamiento sistemático a favor de valores conservadores, anticomunistas y contrarios a toda organización colectiva y lucha social; que emprendieron y desarrollaron su lucha las Madres de Plaza de Mayo. La descalificación las alcanzó como “madres de subversivos”, y las presentaba como parte de una “campaña antiargentina”. Esos ataques partían del poder dictatorial, pero se expandían por amplios sectores de la sociedad, no eran sólo ricos y poderosos, es importante reconocerlo, los que por mucho tiempo las insultaron en la plaza y en las calles.
Las Madres se destacaron rápidamente por lo radical de sus planteos. No querían “esclarecimiento” sino “aparición con vida”. E iban dejando claro que no defendían a sus hijos sólo en su carácter de víctimas de la brutalidad represiva, sino como militantes y luchadores revolucionarios, portadores de un proyecto social valioso, opuesto al de los dueños del capital y por eso objeto de una acción de exterminio, de aniquilamiento.
La de las Madres fue, en su escala, una “guerra de posiciones”. Una batalla por el “sentido común” de la sociedad argentina, que, desde el planteo radical inicial, avanzó gradual y progresivamente.
El poder primero intentó una justificación plena de sus acciones, en la que la represión era presentada como cruzada patriótica, en resguardo de los valores culturales de Occidente, parte de un enfrentamiento mundial. Los militares asesinos eran, por tanto, héroes, los “subversivos”, criminales sin remisión.
Ya hacia fines de la dictadura, esa “trinchera” estaba semidestruida. Las denuncias resonaban en todo el mundo y dentro de Argentina, las manifestaciones callejeras, a menudo encabezadas por las mujeres de los pañuelos, pedían “paredón” para los “héroes” de ayer. Avanzó entonces otro discurso desde el poder: El combate contra la subversión y su derrota había sido una acción necesaria y auspiciosa, pero los instrumentos para lograrla habían sido equivocados. Las acciones guerrilleras, el sindicalismo clasista, habían sido hechos abominables, pero en la misma medida que los secuestros, desapariciones y las “muertes en combate” fraguadas. El pensamiento “republicano-liberal” volvía por sus fueros, con su clásico “moderantismo” y su pretensión de equilibrio centrista, para condenar a “ambos bandos”, con una implícita y decisiva diferencia: De la izquierda se condenaban tanto el fin como los medios; de la derecha sólo el modo de perseguir sus objetivos. El informe Nunca Más y el Juicio a las Juntas son prístinas representaciones de esa concepción. Se proponía la refundación de la democracia, el pluralismo, la tolerancia; mientras el manto del “nunca más” debía caer tanto sobre las dictaduras como sobre los proyectos revolucionarios: ninguna de ambas debía repetirse.
La respuesta de las Madres fue redoblar los esfuerzos en la defensa de la lucha de sus hijos: Ellos no eran “víctimas inocentes”, sino abanderados de una causa ética e intelectualmente superior, no sólo a la del poder dictatorial sino a la prédica de los conciliadores de la llamada “transición democrática”.
La radicalidad de los resultados correspondió a la radicalidad del planteo: La condena a la dictadura se extendió hasta hacerse universal, las Fuerzas Armadas fueron perdiendo todo respeto y consideración para la amplia mayoría de la población. Y la revalorización de las luchas de los setenta, del ciclo que va desde el Cordobazo hasta las Coordinadoras obreras de 1975 fue esparciéndose hasta confundirse con el sentido común, al menos de los sectores más politizados. La división entre “réprobos” y “elegidos” había quedado destrozada, invertida en su sentido.
Las tentativas que siguieron haciéndose para dejar impunes a los asesinos recibieron una y otra vez el “juicio y castigo a los culpables” como respuesta. Punto final, obediencia debida e indultos cayeron bajo la condena social como “leyes de impunidad”. Ni siquiera el “menemato” con su carga de vindicación de los objetivos económicos, sociales y culturales de la dictadura (esta vez con métodos “democráticos”) logró torcer este rumbo. Y diciembre de 2001 fue una sonora ratificación; otra vez con las Madres en las primeras filas, en una rebelión popular que deshacía el mito de que la política ya no se hacía en las calles, y constituía la recuperación, física y tangible, de los combates librados una generación atrás. A la hora de reimplantar su cuestionada autoridad, y de tentar la reconstrucción de una hegemonía, el propio poder político necesitó entroncarse con las luchas de los setenta, y el presidente habló desde el lugar simbólico de “hijo” de las Madres de Plaza de Mayo. Una parlamentaria, Patricia Walsh, hija de Rodolfo, dio inicio al proyecto que anularía el punto final y la obediencia debida (el ejecutivo no hizo correr a los indultos la misma suerte), y los juicios recomenzaron con fuerza, pese a zarpazos como la desaparición de Julio López.
Las Madres, los desaparecidos, sus hijos como representantes de las nuevas generaciones, simbolizan una nueva articulación. La decisión de que las dictaduras no regresen se hizo carne en el pueblo, la disputa porque la perspectiva revolucionaria vuelva a formar parte del porvenir deseable y asequible, sigue abierta.
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