Michel Foucault

20/01/2009
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Buen comienzo de año para estimular el pensamiento y las investigaciones sociales serias, es Michel Foucault, Sa Pensée, Sa Personne, un bello libro de la pluma del historiador Paul Veyne que lo rumió durante 20 años, y que hoy el profesor Luís Alfonso Paláu traduce, a la espera de algún editor. Es un libro pequeño, de once capítulos, que logra con maestría una radiografía intelectual de uno de los hombres más influyentes de la historia crítica del pensamiento contemporáneo. A Foucault le correspondió haber revolucionado, en lo fundamental, la manera de trabajar el campo de las denominadas ciencias humanas. Mientras que unos apuntalaban su trabajo en principios abstractos y rectores con pretensión de universalidad, Foucault  partía de un procedimiento empírico de los hechos particulares y de allí desprendía principios y conclusiones, válidos sólo para tales procesos particulares.

De su trabajo derivó que las posibilidades de homo oeconomicus, el homo faber, el homo loguens forman a los hombres en cada momento y en cada lugar. Sobre el homo a secas, no se encontrará en la naturaleza, éste homo sólo se reduce a dispositivos en los cuales se enmarca, al igual lo que lo expresa como las palabras, los escritos, provenientes no de una naturaleza humana, sino de aquellos dispositivos que se han configurado en un tiempo y lugar determinados, pues los hombres no existen en estado salvaje, viven y son presos de su tiempo y espacio.

Este proceder es contrario a la mayor parte de las filosofías que arrancan de la relación del filósofo o de los hombres con el ser, con el mundo o con Dios. Foucault mostró que no sólo era posible hacer otras historias distintas a las batallas, los reyes y las instituciones, de la economía, sino que también se puede hacer la historia de los sentimientos, los comportamientos, de los cuerpos, de la locura, del castigo, de la sexualidad, del poder. Bebiendo, desde luego, en el pasado de la humanidad, basto cementerio de grandes verdades muertas.

Ni principios abstractos, ni universalismos, ni verdades absolutas, ni finalidades monótonas y aburridas. Sólo existen singularidades y verdades construidas en cada época, discontinuidades: He ahí su gran logro. «Una noche- recuerda Veyne- en que hablábamos del mito, me decía: que la gran pregunta para Heidegger era saber cuál era el fondo de la verdad; para Wittgenstein era saber lo que se decía cuando se decía la verdad; pero para mí la pregunta es: ¿de dónde viene que la verdad sea tan poco duradera?» Los conceptos también son constructos y son devenidos al igual que las realidades. De allí que fue posible develar a quienes se cubrieron con un pretendido humanismo liberal, hitleriano, estalinista, leninista, quienes no cesaron de justificar sus masacres a millones o miles vidas humanas, por supuesto, a nombre del humanismo, para vergüenza de Rosseau y Marx.

Frente a la debacle de las morales y de ciertos poderes que pretendían administrar la vida de los hombres, trazó un horizonte liberador para el individuo despojado de los grandes mitos, reflexionó sobre El cuidado de sí, sobre una ética y una estética de la existencia. Se vive sin ningún discurseo, simplemente porque sí, por el mero placer de vivir, pues las justificaciones son sofismas. No, por favor, él no era ni relativista ni un pesimista amargado que soñaba con dinamitar el planeta. Era más bien como un pez rojo que daba vueltas, y desde la distancia, con bocal desprendido, observaba para luego ejercer su labor crítica.

Esta vida de Foucault fue toda una experiencia estética. Su enseñanza y escritura eran su razón de vivir: «Escribo para cambiarme a mí mismo, y ya no para pensar la misma cosa que antes». Su escritura cuidadosa semejaba el trabajo del pintor, cuidaba muy bien sus trazos para lograr una cierta perfección. Se sabe que las multitudes que lo escucharon y leyeron, era más bien seducidas por la musicalidad de sus palabras que por sus contenidos. «Sus libros… Han sido escritos con espada, con sable, por un samurai, seco como un sílex, cuya sangre fría y circunscripción no tenía límites». Como todo samurai, lleva una espada larga y bien delineada como la silueta misma de nuestro personaje, y otra corta, para disponerla, como todo buen samurai, en una soberana decisión de la existencial individual. Claro, su existencia se equipara a la inmortalidad, que se ha exteriorizado en su obra, la cual está abierta para quien emprenda esa labor de contribuir a un mundo, más ético, más estético… en todo caso, menos vergonzante.

- Mauricio Castaño H. es Historiador.

Fuente: Semanario Virtual Caja de Herramientas
Corporación Viva la Ciudadanía. www.vivalaciudadania.org

https://www.alainet.org/pt/node/131937

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