Derroche de luz
23/09/2010
- Opinión
Luces en nuestras casas, farolas que se iluminan, monumentos y edificios que se engalanan con luz, parques, plazas, calles, escaparates… todo se llena de luz artificial cuando el sol desaparece. Miles de bombillas que se encienden por todo el planeta. Las ciudades producen un halo luminoso que se ve a kilómetros de distancia. Por ejemplo, el halo de Madrid se eleva a 20 kilómetros del suelo.
“Con el alumbrado ocurre igual que cuando llegó el agua corriente a los pueblos y el alcalde colocaba una fuente de la que salía agua durante 24 horas como un signo de prosperidad”, explicaba a un prestigioso diario español David Galadí, astrónomo del Observatorio de Almería. “Cuantas más bombillas, más bonito nos parece todo”.
Sin embargo, el exceso de luz artificial trae problemas para el medioambiente, para la salud de las personas y para las economías. Londres derrocha tres millones de dólares al año por emisiones de luz al cielo; y Nueva York 14 millones. Un uso más racional de alumbrado público ahorraría entre el 25% y el 40% de la factura de la luz de las Administraciones Públicas. Además, ayudaría a evitar la sobre explotación de los recursos.
Al margen del problema del derroche energético que supone la sobre iluminación, hay que resaltar el daño que puede producir a los animales y plantas que viven en la oscuridad. Hay miles de especies nocturnas a los que el exceso de luz está provocando cambios en sus hábitos y comportamiento, desorientación, alteración de los ciclos reproductivos… hasta llegar a provocar desajustes en el número de las poblaciones de determinados seres vivos.
Los océanos tampoco están libres de la contaminación lumínica y de sus consecuencias. Por ejemplo, ya se está viendo afectado el proceso de ascenso y descenso del plancton. Y lo que ello conlleva para la alimentación de los animales marinos.
Los expertos también sostienen que la contaminación lumínica está afectando a la calidad de vida de las personas. Debido al exceso de iluminación de nuestras ciudades, miles de personas sufren insomnio, cansancio o nerviosismo. Otra de las consecuencias es que se nos atrofia la capacidad de visión nocturna y que cada vez vemos menos. Nuestros abuelos eran capaces de observar a simple vista objetos tres veces menos brillantes que nosotros. Tanta luz también afecta a la salud de las personas que producimos menos melatonina, hormona ligada a enfermedades como el cáncer. La contaminación lumínica aumenta el riesgo de sufrir cáncer de próstata, de mama o colorectal. De hecho, un estudio realizado en Israel señala que las zonas con más casos de este tipo de cánceres son aquellas que están más iluminadas.
Pero quienes se encuentran terriblemente afectados por la contaminación lumínica son los astrólogos. El exceso de luz que, sobre todo, las ciudades emiten al cielo hace muy difícil el trabajo de estos profesionales y al resto de ciudadanos nos imposibilita disfrutar de la luna y las estrellas. Así, la mayoría de nosotros no alcanzamos a ver al Vía Láctea. El cielo nocturno es un patrimonio cultural fundamental al que tenemos derecho. Observar el cielo, las estrellas… el universo hace que el hombre se encuentre más unido a la Creación.
No se trata de vivir en la oscuridad absoluta como vivían nuestros antepasados, pero sí de cuidar el modo en que iluminamos y la cantidad para que la iluminación de nuestras ciudades, pueblos y carreteras sea más eficiente y eficaz. Farolas que no dejen escapar luz hacia el cielo; utilizar bombillas más ecológicas, como las de vapor de sodio; optimizar el uso de la luz, sin necesidad de farolas altas para iluminar parques o calles; utilizar las potencias adecuadas; restringir el alumbrado de monumentos y edificios… son algunas ideas que reducirían la contaminación lumínica. Porque no siempre es cuanto más, mejor.
- Ana Muñoz Álvarez es Periodista
https://www.alainet.org/pt/node/144368?language=en
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