El poder eres tú!
15/12/2014
- Opinión
Cada vez se entiende menos lo que pasa. Nuestras sociedades, llamadas “avanzadas”, sobre todo en Europa, parecen estar sumidas en un estado de profundo estupor político y social. Nunca había sido tan fuerte en nuestra sociedad el rechazo al poder y a sus representantes políticos, considerados como incompetentes y corruptos. Y nunca este rechazo, y especialmente el generado por el aumento de las injusticias globales provocadas por nuestro sistema político y económico, había encontrado tan pocas respuestas positivas y solidarias.
En el seno del componente transformador [1] de los movimientos contestatarios organizados y socialmente activos, se está afirmando un cuestionamiento de la sociedad que entronca con tradiciones libertarias y ecologistas. Para los actores de esta corriente se trata de denunciar, desde el mismo movimiento, el capitalismo y el poder político como las dos caras de una misma opresión contra los individuos y contra la sociedad. Esta crítica también alcanza a las formas de organización y a las opciones estratégicas tradicionales del movimiento obrero, que se fundamentan en el principio de la conquista del poder político para transformar la economía y la sociedad. Por otra parte, nunca los herederos de este movimiento histórico se habían sentido tan desamparados ante el fracaso de la sociedad.
En este contexto, son múltiples las preguntas que atraviesan a “la izquierda” y a los movimientos sociales contestatarios: ¿Constituye una prioridad refundar nuestra vida pública y democrática? ¿Constituye el poder político –nos referimos a un poder identificado y controlado– un componente esencial de la democracia? Optar por la respuesta afirmativa, ¿no significa, en definitiva, legitimar un sistema –la política, la representatividad, los partidos, las elecciones– que cuando menos decepciona y que, en el peor de los casos, traiciona y revela su impotencia y su inmoralidad consustancial? Vayamos todavía más lejos: ¿Resulta pertinente defender que la democracia, aun constituyendo un régimen ambivalente, capaz de responder al mismo tiempo a los intereses dominantes y raramente a los de los más débiles, representa el único obstáculo tangible frente a la depredadora acumulación del capitalismo financiero? ¿Resulta pertinente afirmar que la ley del número es la única que puede imponerse al poder del dinero?
¿Quién no oye hablar de estas cuestiones regularmente? Sin embargo, no pueden apartarse de un manotazo. Es preciso decir que, en los países europeos –pero no en el resto del mundo y especialmente en América Latina– ya nadie argumenta a favor de la política de los partidos [2] ni de los sistemas políticos en general. Las acusaciones son pesadas y las circunstancias atenuantes poco identificables. La confabulación consumada entre el poder político, económico y financiero (sin olvidar el poder mediático) es responsable de una náusea democrática cuya mayor expresión es el masivo rechazo, en todos los niveles sociales, de las clases políticas corruptas por esa misma fusión.
En estos últimos años, aquellos cuya función es “representar” los intereses y las demandas de la sociedad en el seno de las instituciones del Estado han sido claramente identificados como los agentes que imponen las brutales terapias de choque contra la “crisis”. La población los ha despojado de toda legitimidad por haber exigido cínicamente sacrificios diarios a las mayorías mientras las oligarquías [3] se beneficiaban de un inaudito enriquecimiento a través de la corrupción pasiva o activa. De ese modo, desde el comienzo de la crisis en 2008, la clase política ha demostrado diariamente la miserable abdicación de toda autonomía de la “política” frente al poder financiero.
Esta percepción hiere profundamente a la población, especialmente a quienes nacieron en los años 1970 y 1980. Todavía mejor educadas –como nunca lo fueron antes–, estas jóvenes generaciones están menos dispuestas a adherirse a los grandilocuentes discursos ideológicos de los partidos y de las organizaciones colectivas. Sólo la causa ambiental y climática –indisociable de la justicia social y democrática– constituye una excepción. Y para agudizar el problema, hasta los partidos que proponen estrategias revolucionarias de ruptura con el capitalismo no encarnan ya, en el actual ciclo histórico, un cuestionamiento del sistema, y ya no suscitan la adhesión de las masas populares. Estas subsisten en el plano socioeconómico pero se hallan fragmentadas, disociadas, individualizadas, dudando entre los volátiles sueños de ascenso social y procesos concretos de degradación. Y a decir verdad, estas estrategias compiten ampliamente entre sí en un contexto de desempleo masivo y de creciente precariedad de la situación de los trabajadores, lo que favorece el ascenso de las fuerzas de extrema derecha.
Náusea democrática, rechazo de la representación política y de los partidos, disminución de las rojizas llamas surgidas de las forjas del capitalismo industrial: ya nada parece justificar el entusiasmo por construir un “nosotros” movilizado frente a un “ellos” encaramado en las alturas. Y sin embargo el momento es crucial. Es preciso tratar esa náusea democrática que asquea hasta el límite a nuestras sociedades. Existe una cuestión simple y profunda que nos concierne a todos. Es la que nos debe guiar para responder a los desafíos de nuestro tiempo: ¿podremos, en el incierto y peligroso mundo futuro, manejar nuestras existencias? Si eso es lo que queremos, es preciso construir en todos los niveles espacios alternativos de cooperación social y económica, “allí donde estemos”, cotidianamente, ocupar Wall Street, las plazas y las calles. Pero también es necesario movilizarse para realizar otra tarea: ocupar el poder, la democracia, las elecciones en los niveles locales y nacionales. ¿Quién sino la multitud podrá “des-privatizar” la democracia y la política, descolonizar al Estado de los intereses financieros y de la influencia de los lobbies?
Este aspecto es decisivo. En periodos de profundas crisis y sin posibilidad de regresar a situaciones históricas anteriores, sólo las propuestas que se basan en un mensaje claro – “¡el poder sois vosotros, tomadlo!” – pueden impulsar un gran movimiento capaz de modificar de forma duradera las tendencias sociales. Después de todo, los Ejércitos de nuestros países ya no están en condiciones de derrocar a un Gobierno, en cambio, los pueblos sí, siempre. Por añadidura, la historia nos enseña que siempre son los combates colectivos y articulados –no las iniciativas autoritarias ni las experiencias comunitarias– los que fortalecen los derechos individuales y colectivos y mejoran las condiciones de vida de las mayorías sociales, cuando las relaciones de fuerza con las estructuras de los poderes lo hacen posible. Para lograrlo, estas luchas deben apoyarse en la construcción de instrumentos políticos colectivos organizados. Estos últimos, cuando se reconstruyan, deberán demostrar su capacidad de movilización más allá de las referencias culturales, sociales y políticas actuales que se difuminan. La relación de las personas con la política no se reduce ya, en efecto, a un posicionamiento estructurado y estrictamente racional relacionado con la cuestión de su pertenencia a marcos organizativos e ideológicos de derechas o de izquierdas.
En este contexto, hace falta admitir una cosa: para detener el actual caos destructivo nada se logrará si no se restablece lo que pacientemente, con tenacidad y eficacia tecnocrática, se ha venido trastocando desde hace cuarenta años: la soberanía del pueblo en los asuntos ciudadanos. Estamos viviendo un cambio orwelliano presidido por la soberanía de los negocios –mundo de negocios, clima de negocios, escándalos de negocios– en la res publica. Los señores de negocios internacionales reinan en un “dominio transnacional desterritorializado” que se dibuja y desdibuja sin cesar a través de un entramado de países, de organismos nacionales, internacionales, de acuerdos y de “mega-acuerdos” de libre cambio, de cadenas de valor productivas y de complejos textos jurídicos internacionales (entre los que se incluyen los derechos de propiedad intelectual). En archipiélago de poder y de acumulación, al mismo tiempo transnacional, salvaje y oscuro, esos señores se mueven, atacan a los pueblos, se esconden, se transforman, realizan cambios al ritmo de la instantaneidad informática –tecnología de la que igualmente se apropian en detrimento de los usuarios y de sus derechos, especialmente los relacionados con la neutralidad de Internet–. Estos señores de los negocios también se distraen, y nos autorizan a contemplarlo. Así, de París a Milán, de São Paulo a Bombay, de Londres a Luanda, aparecen sus vástagos en alguna ciudad –cualquiera que esté a una distancia razonable en avión– para distraerse durante algunas horas en alguno de los barrios más lujosos de esas ciudades o para ir desde París a desayunar a Estambul y después a cenar a Londres, o viceversa.
Este territorio está más allá de los ámbitos conocidos por la gente común. En realidad, a estos les está prohibido o queda fuera de su alcance. Los hombres y las mujeres comunes organizan su vida en común, y su inserción en la producción y el trabajo (excepto los altos ejecutivos de las empresas) en espacios territorializados, administrados por sus instituciones y, en definitiva, por sus Estados. Este es el perímetro en el que cada individuo vive privada y socialmente –dos dimensiones indisociables– su enfrentamiento con las agotadoras contradicciones del capitalismo.
Aquí es donde se plantea el tema de la soberanía popular. La reapropiación del espacio público disponible –mientras se espera tal vez su futura ampliación geográfica– y el saneamiento de la endogamia instalada entre el poder político y el poder económico y financiero constituyen una tarea prioritaria para todos los que quieren influir en la evolución del mundo.
Se trata sin duda de una obra hercúlea, pero no hay nada más determinante para nuestro futuro. Además, debe encararse en el marco de unas nuevas perspectivas estratégicas. Es necesario organizar el regreso de la soberanía popular al corazón del Estado, porque este es uno de los ecosistemas vitales del archipiélago del poder y de la acumulación, y un instrumento único de regulación colectiva de nuestras sociedades. Cuando está exclusivamente al servicio del mercado, el Estado constituye un mero instrumento de dominación. Pero sometido a la participación y al control popular, el Estado, aunque sigue siendo un instrumento de dominación, se convierte asimismo en un instrumento de materialización del interés general y un lugar de posible elaboración y mantenimiento de los compromisos asumidos. En la esfera globalizada, es un promontorio a partir del cual se puede actuar en el entorno del archipiélago, primero de manera defensiva, y después, si la relación de fuerzas lo permite, de manera más ofensiva.
Reorganizar al mismo tiempo las “reglas comunes” e inventar otras nuevas frente a los intereses transnacionales no es suficiente. Es necesario acompañar este movimiento con la experimentación de nuevas formas de expresión de la soberanía popular. Su restauración no sabría, en efecto, limitarse del Estado. La sociedad padece igualmente la dominación del Estado, y se modifica fuera de él y contra él.
Durante los siglos XIX y XX era competencia de los partidos (del movimiento obrero de izquierdas) conquistar el poder del Estado. Como hemos señalado, esta estrategia ya no funciona. Además, los partidos y su conformación (centralizada, territorializada y estandarizada, y con los grandes sistemas de producción y las formas de administración estatal heredados de la Segunda Revolución Industrial), han sido puestos en tela de juicio. Por lo menos, los partidos son como los vehículos prioritarios de las demandas de la sociedad. Continúan administrando un sistema estatal y económico –y lo harán hasta su desaparición– al que están subordinados y reflejan los matices existentes en la orientación de los intereses de las castas oligárquicas. En el futuro, se mantendrá el sistema de partidos, pero su influencia en la sociedad irá decreciendo a medida que las demandas sociales encuentren fuera de ellos, necesariamente, otras formas de expresión.
De todo esto resulta una situación confusa. El sistema y las clases políticas están siendo severamente cuestionados. Los pueblos comprenden perfectamente la situación en la que se hallan inmersos, mientras las castas oligárquicas se divierten. Las grandes cuestiones –en primer lugar económicas, monetarias y financieras– que afectan a las condiciones de vida de la población y que modelan la evolución de nuestras sociedades, así como también las relaciones recíprocas a escala internacional, ya no están determinadas completamente por los Gobiernos, y menos aún por los pueblos. En realidad, han sido desalojados por los representantes políticos del campo de las deliberaciones democráticas comunes para convertirse en objeto de oscuras y distantes negociaciones entre ejecutivos estatales, apoyados por los partidos gobernantes y sus aliados en las instituciones –incluidos los de “izquierdas”– y las otras estructuras de poder del sistema financiero (organismos financieros internacionales, Banco Central Europeo, Comisión Europea, agencias de calificación, lobbies).
Los partidos políticos del régimen son percibidos cada vez más como los perros guardianes del sistema. Un sistema que se desacredita cada vez más ante la mirada de la sociedad. Los consensos sociales y culturales elaborados para asegurar el control de los individuos y los colectivos se agrietan cada día un poco más. Un sistema que tampoco tiene ya un discurso movilizador en los países del Viejo Mundo. Por el contrario, se ha convertido en motivo de desencanto, de violencia, de inseguridad permanente, que en realidad, no sabe cómo resolver sus contradicciones. No tiene un plan de salida que ofrecer y quema sus últimas naves propagandísticas: “Hoy la reforma, mañana el crecimiento” proclama. Las castas oligárquicas saben muy bien que tales ilusiones son sólo mentiras.
En estas condiciones, puede que el débil no sea aquel en quien se piensa. Por tanto, reivindicar un cambio de régimen a través de la elección de una Asamblea Constituyente adquiere un sentido. Esta propuesta lleva a tirar de un hilo conductor. Esta plantea un acta que permita, no ya proclamar al pueblo de manera abstracta, sino entregarle los medios concretos para crear y poner en marcha un proceso de recuperación y restauración creadora de la soberanía popular, de abrir un camino que permita a todos participar en los asuntos políticos, económicos, climáticos, institucionales, sociales, que les conciernen directamente. Conseguir una elección semejante no sería más que la primera etapa, que no garantizaría, en absoluto, el advenimiento técnico de un régimen humano. Esta abriría en el seno de la sociedad un espacio de confrontación mayor entre las fuerzas progresistas, reaccionarias y pasivas. Pero esta vez, el combate se desarrollaría bajo el control directo del pueblo, con las mismas reglas del juego para todos.
En estas condiciones, puede que el débil no sea aquel en quien se piensa. Por tanto, reivindicar un cambio de régimen a través de la elección de una Asamblea Constituyente adquiere un sentido. Esta propuesta lleva a tirar de un hilo conductor. Esta plantea un acta que permita, no ya proclamar al pueblo de manera abstracta, sino entregarle los medios concretos para crear y poner en marcha un proceso de recuperación y restauración creadora de la soberanía popular, de abrir un camino que permita a todos participar en los asuntos políticos, económicos, climáticos, institucionales, sociales, que les conciernen directamente. Conseguir una elección semejante no sería más que la primera etapa, que no garantizaría, en absoluto, el advenimiento técnico de un régimen humano. Esta abriría en el seno de la sociedad un espacio de confrontación mayor entre las fuerzas progresistas, reaccionarias y pasivas. Pero esta vez, el combate se desarrollaría bajo el control directo del pueblo, con las mismas reglas del juego para todos.
Traducido del francés por Susana Merino
[1] El actual movimiento de protesta generalizada tiene también un componente conservador y radical cuyo crecimiento es constante. Sobre este tema en Francia, léase: Gael Brustier, Le Mai 68 conservateur. – Que restera-t-il de la Manif pour tous?, Ed. du Cerf, París, 2014.
[2] Se refiere a sus aparatos más que a sus militantes.
[3] Oxfam ha calculado en 2014 que 85 personas en el mundo acumulaban riquezas equivalentes a las de la mitad más pobre del planeta. Considerando que “las extremas desigualdades corrompen la política y frenan el crecimiento económico” y que “esas desigualdades extremas han explotado en el mundo en estos treinta últimos años, hasta convertirse en uno de los más grandes desafíos económicos, sociales y políticos de nuestro tiempo” esa organización revela algo impensable: “A partir de la crisis financiera, la cantidad de multimillonarios se ha duplicado y alcanza la cifra de 1645 personas”. Léase “Iguales: Acabemos con la desigualdad extrema. Es hora de cambiar las reglas”. http://www.oxfamintermon.org/sites/default/files/documentos/files/InformeIGUALES_AcabemosConlaDesigualdadExtrema.pdf
- Christophe Ventura, Mémoire des luttes
9 de diciembre de 2014
https://www.alainet.org/pt/node/166242?language=en
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