Deuda con el pasado

19/07/2016
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Una vez que la Corte Suprema de Justicia declaró inconstitucional la Ley de Amnistía General para la Consolidación de la Paz, se revive de nuevo la deuda con el pasado. Hemos visto que los representantes de los partidos políticos – de izquierda y derecha – siguen pensando que el pasado debe olvidarse porque, si se mantiene vivo en la memoria actual, impediría el proceso de reconciliación iniciado por con los acuerdos de paz. Para asegurarse la muerte de la memoria, se aferran a la Ley de Amnistía aplicada a los graves hechos de violencia ocurridos desde 1980.

 

Recordemos, rápidamente, la cronología de la violencia que nos ofrece el Informe de la Verdad. Cuatro son los momentos principales: En el primer período (1980-1983), se instaura de manera sistemática la violencia y el terror. La desconfianza y la represión hacia la sociedad civil son los rasgos dominantes. En el segundo período (1983-1987), continuaron las violaciones a la vida, la integridad física y la seguridad en los centros urbanos. La Fuerza Armada visualiza a la población civil que vive en las zonas en conflicto como objetivos de guerra. Un tercer momento (1987-1989), se caracteriza por un incremento de ataques hacia el movimiento laboral, los grupos de derechos humanos y las organizaciones sociales. Finalmente, en la cuarta etapa (1989-1991), se desencadenó la mayor ofensiva militar registrada durante el conflicto. Aquí se materializaron graves violaciones, por parte de agentes del Estado, entre ellas el asesinato de 6 sacerdotes jesuitas, una empleada y su hija. De acuerdo a esta cronología, la violencia era el resultado de un patrón ideológico que no distinguía entre opositor político, subversivo y enemigo.

 

Pues bien, estos son algunos de los hechos que se pretenden borrar de la memoria colectiva por quienes defienden la vigencia de la Ley de Amnistía. El argumento que suelen repetir (“abrir heridas”), no es ni objetivo ni ético, porque no es cierto que la Ley de Amnistía o el olvido hayan cerrado las heridas, y menos, posibilitado la reconciliación del país. Sin duda que, para las víctimas, para quienes sobrevivieron intentos de asesinato, tortura o violación, o para los parientes y amigos de los que no sobrevivieron, el pasado no está muerto y reclama verdad, justicia y reparación.  

 

Desmond Tutu, Premio Nobel de la Paz, recordado por su valiente oposición al  Apartheid en Sudáfrica, afirma que, “afortunadamente, no podemos establecer por decreto que lo pasado, pasado está y puede ser olvidado tranquilamente y sin más […] Un pasado no examinado y no reconocido encuentra todo tipo de esqueletos surgiendo de armarios de toda clase para crear problemas en el presente”. Con respecto a las amnistías explica que estas suelen re-victimizar a las personas, porque su mensaje es “o bien que lo acontecido no pasó realmente o bien – y esto es peor – que tuvo poca importancia; de este modo, las víctimas no pueden poner fin a su proceso y abrigan rencores y resentimientos que pueden tener consecuencias funestas para la paz, porque sus heridas se enconan”.

 

Más cercano a nosotros, el teólogo Jon Sobrino, habla de las consecuencias deshumanizantes que pueden ocurrir si nos distanciamos del pasado, y también de las cosas positivas que podemos aprender si lo valoramos con justeza. Señala que no tomar en serio el pasado puede llevarnos a trivializar lo que ha ocurrido y lo que sigue ocurriendo; enterramos para siempre a las víctimas, obramos como si no hubiera habido victimarios; dejamos que siga la actuación cruel; ponemos el pasado en manos del poder político, económico o mediático, quienes hablarán o callarán sobre lo ocurrido, según les convenga. Y con respecto a las cosas que podemos aprender del pasado, enumera las siguientes: enfrentar la realidad sin encubrirla, encargarnos de un mundo malherido sin abandonarlo a su suerte, cargar con él sin poner límites a los costos. Más todavía, indica que de lo ocurrido podemos aprender a defendernos del egocentrismo (lo real somos nosotros) y del egoísmo (la realidad está para servirnos).

 

El Salvador, pues, tiene una deuda con el pasado inexcusable. Más concretamente, con las víctimas de graves violaciones a los derechos humanos, a las que se le han negado su legítima exigencia de verdad, justicia, y reparación. Pretender borrar el pasado de impunidad conlleva un mensaje de graves consecuencias para el presente: deja un entorno favorable para la ejecución de nuevos delitos, porque queda la percepción generalizada de que éstos no van a ser investigados ni sus autores castigados. 

 

Ahora bien, la necesidad de verdad, justicia y reparación, no busca abrir heridas (porque estas no se han cerrado), sino sanarlas. Pero para que esto sea posible primero hay que medicarlas. Eso indica el sentido común. No se trata de actos de venganza, sino de refundar la sociedad sobre bases de respeto pleno a la dignidad humana. Por eso se habla con más vehemencia de justicia restaurativa que de justicia punitiva. La primera tiene como finalidad principal sanar antes que castigar. De ahí que se estime como indispensable el perdón. Un perdón que no es fácil ni barato ni puramente formal. Algo de eso hemos tenido, pero está muy distante de ser aceptable. La Comisión de la Verdad define el perdón no como algo que se limite a no aplicar sanciones o penas, sino como una determinación de rectificar la experiencia pasada y en la certeza de que esa rectificación no será completa sino se pone énfasis sobre el porvenir más que sobre el pasado.

 

Desde luego que no puede haber futuro sin perdón, porque la venganza solamente engendra nueva violencia. Los defensores de la inconstitucionalidad de la Ley de Amnistía, tienen sed de justicia restaurativa, no de desquite. Y tienen claro que no se puede saldar el pasado, eludiéndola.

 

- Carlos Ayala Ramírez es director de radio YSUCA, El Salvador.

 

https://www.alainet.org/pt/node/178897
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